10 de diciembre de 2009

In Memoriam: Tania Diaz Taffo


08 de octubre de 1987 / 9 de diciembre de 2009

“El único dolor que confiere nobleza, es la tristeza”
Enrique Symns





Se organizaban, por aquellos años, en la página azul, las tertulias de cuenteros. El encuentro en sí no tenía nada del otro mundo. Uno conocía a personas con intereses más o menos parecidos, a gente de diversas edades, y a ciertos personajes que parecían ser arrancados de las páginas de algún libro. Conocí a Tania Díaz, me parece que el 2003, en un invierno gris y húmedo en Santiago. Si mi memoria no me falla, en el Centro Cultural Anahuac, para el lanzamiento de una antología compuesta por algunos jovenzuelos (y no tan jóvenes) ávidos de aparecer publicados en las páginas de algún librito, más por la urgencia de ver aparecer sus nombres impresos que por un trabajo largo y agotador. No importa. El tema es que conocí a Tania Díaz. Era la más pequeña del grupo. Habrá tenido unos 16 años. Yo por ese tiempo tenía (¿tenía?) una personalidad bastante rara, que rayaba a medio camino entre la lucidez y el payaseo. Mis gracias no le hicieron gracias, pero de todas maneras se fue dando, de a poco.
Empezamos a conversar. Empecé a entrever que detrás de su mirada triste se albergaba una vida caótica. Pasó el tiempo, hablábamos por MSN (Máquina de Suplantación Natural) me enviaba sus escritos, que curiosamente, para una niña de su edad, no eran torpes bosquejos ingenuos de manitos inexpertas. Sus cuentos eran desgarradores. Recuerdo haber leído en unas pocas páginas historias sobre madres borrachas histéricas, familias disfuncionales, padres horrorosos, niñas ausentes atrapadas en cárceles de clavos asfixiantes. En sus relatos solía correr mucha sangre, con descripciones apabullantes de brazos rasgados y muñecas torcidas. Cuando le pregunté por sus relatos, por su desbordante imaginación, ella me respondió que en realidad no tenía una desbordante imaginación, lo que escribía tan sólo eran fotografías psíquicas de su vida, fragmentos narrados de hechos que se sumergían de cabeza en la realidad. Ahí (en sus textos) había puro realismo, me confesó cierta vez. Luego los años avanzaron, a pasos agigantados. Siempre he creído que sólo el sufrimiento nos hace más humanos, nos hace dimensionar la vida desde una óptica trágica, como esos amargados que pululan en las páginas de Dostoievski, de Pilniak, de Gogol. De tantos rusos. Ella era demasiada humana, tanto, que de a poquito se le fue desbordando el ego, soltando sus pétalos ensangrentados, uno a uno, hasta que quedó tan sólo un tallo, una raíz, anclada en la tierra. Eran los momentos decisivos, aquellos segundos convertidos en siglos, hasta que el tallo fue arrancado de raíz.
Las frases clichés ayudarán de algo: nos dejaste, pero nos legaste tus escritos. Nos veremos en una próxima vida. Te esperaré en el cielo. Era el momento de partir, etc.
Lo cierto, es que la muerte siempre es una sola, la muerte individual. Ella se ha marchado, y los que sufren en realidad no sufren por ella, sufren (sufrimos) por nosotros mismos. Porque no supimos sintonizarnos de manera adecuada con su corazón. Por su eterna ausencia. Porque nos faltaron las palabras exactas. Naciste con los ojos abiertos, y de seguro también te fuiste con los ojos abiertos, de par en par. Descubriste el terrible secreto de los suicidas, la negra e incomunicable noticia de la existencia, la lucidez de quien descubre de pronto lo engorroso de la vida. Si nosotros seguimos acá, es porque seguimos inmersos en la memoria del simio, del androide programado para tener que vivir, como si todo fuera un maldito y sinsentido imperativo categórico.

3 de diciembre de 2009

Rubem Ferreira, (de la serie, el Congreso de Literatura Fantástica,) 14

"Rubem nace en 1984, en Lisboa, orgulloso descendiente de abuelos que lucharon contra el régimen de Salazar", se puede leer en su segunda novela, titulada La frase necrológica, publicada el año 2011. A los quince años arriba a Valparaíso, lugar donde iniciaría sus primeros intentos literarios. Sus dos primeras obras, poemarios publicadas en portugués, fueron plaquettes que se imprimieron en la Universad de Valparaíso, lugar donde estudió Historia. Sus trabajos circularon entre sus pocos amigos, que a duras penas entendían su defectuoso portuñol hablado. Cabe decir, para ser realistas, que sus primeros intentos fueron apenas unos cuantos balbuceos de un joven comprometido hasta la médula con la poesía.

Luego de un tiempo militó en el Partido Comunista. Lo expulsaron a las pocas semanas, por considerarlo demasiado subversivo e intolerante. Sus delirantes ideas para combatir al mal social, a la calaña burguesa, a la injusticia del trabajo mal pagado, tuvieron mucho mejor acogida en el Club Porteño de Ciencia-ficción y Literatura Fantástica. Ya por esas alturas, Rubem dominaba bien el español, tenía más de treinta años, y oficiaba como maestro en una pequeña escuelita rural del interior. Las versiones de cómo llegó al susodicho Club, y cómo se ganó el mote de "escritor de culto" es un capítulo largo y aparte. A modo de premio de consuelo, dejamos un autorretrato psíquico, que él mismo se hizo cuando tenía 29 años, poco antes de engrosar la no tan gruesa lista de grandes escritores de ciencia-ficción.

(nótese el poco forzado uso de la tercera persona)

*Rubem idolotra a los fusiles, los encarcelamientos en masa, la tortura a los democrátas y a los derechistas, también aprueba el genocidio nazi, pues los judíos (a excepción de Marx) son la usura de las almas, los artífices de la chatarra hollywoodense y demases porquerías.

*Rubem es experto en tres artes marciales, sabe disparar y recular el arma, y los fines de semana es parte de una tropa de avanzada anti-homosexual, pues los homosexuales son la ignominia que hay que erradicar, sí o sí.

*Rubem es macho, le gusta culearse a cuatro hembras al hilo, y luego azotarlas sin contemplación.

*Rubem se pierde en los relatos de Boris Pilniak, por considerarlo un maestro, un cabrón de la escritura, un mártir que fue torturado sin misericordia.

*Los hermanos Strugatski, Yevgeni Zamiatin, Anatoli Dneprov e Ivan Efremov son los escritores soviéticos que más admira, por sus grandezas, por sus visiones fantásticas de la realidad; de las posibilidades infinitas de poblar las estrellas o morir en una isla por culpa de cangrejos robóticos.

*Rubem se declara enemigo de los incompetentes, y ama al fascismo sólo y cuando es social y no sirve a las altas clases dominantes.

Rubem murió el mismo día en que fue invitado al Congreso de Literatura Fantástica, de un paro cardíaco. A los dos días se realizaron sus exequias, donde unos exaltados jóvenes leyeron fragmentos de sus obras, fumaron habanos y bebieron vodka hasta la amanecida.

17 de noviembre de 2009

Zoon Politikon

La ciudad desaparece. Tragada por un monstruo de siete cabezas. O de cinco. O por un flipper bestial con todas las pelotas del mundo adentro. La ciudad tambalea, los viejos salen disparados de las cantinas, escupiendo vino añejo y arena podrida. La ciudad es dibujada por los escritores. No saben muy bien a qué mitologías atenerse. Porque la ciudad guarda en sus pliegues pedazos de cadáveres que funcionan como máquinas narrativas perfectas. Objetos aislados que brillan por sí mismos. La ciudad es un perro apaleado en una plaza. O la misma puta abuela de piernas abiertas, que va pariendo nene tras nene en una orgía frenética. La ciudad es una fotografía de un equipo futbolístico de cuarta división. O una imagen fragmentada de jóvenes escritores con sus caras emborronadas por la inclemencia del tiempo. La literatura, el oficio raro. ¿El oficio? Pero para que sea oficio debe ser enseñada de maestro a discípulo. Los maestros murieron en el último holocausto, dejando a la intemperie a sus discípulos. La literatura no es una fábrica de embutidos, es una explosión calculada, para construir los átomos de nuevos escritores. Los nuevos escritores se sumergen en el charco. Se toquetean a veces. Decir que la literatura se debe a la literatura, es casi tan absurdo como plantear que la ciudad se debe a la ciudad. Porque la ciudad va unidendo sus puntos nerviosos mediante puentes, calles, escaleras, ascensores. Y la literatura va unida con la nada. A lo más, el consabido cliché de que la literatura es un espejo empañado de la realidad. Pero la realidad no necesita de la literatura. No necesita que sea codificada bajo signos impostados, ejecutada por actores mediocres. De todas maneras, de esa inutilidad, de esa insistencia barata, me parece que los mejores reflejos, los mejores rayos proyectados de la ciudad se lo debo a la literatura. El día en que la ciudad desaparezca, las últimas huellas de las letras habrán quedado borradas por siempre.-

9 de noviembre de 2009

La muerte de Seymour-Smith, apéndice de "El Congreso de literatura fantástica"

Apuntes para una novela intitulada Seymour-Smith.
La novela abre con una carta dirigida a las autoridades policiacas donde se anuncia el asesinato de Seymour-Smith. La firma un tal "árabe Al-Zabalah". En la prefectura lo apodan como la causa del "árabe loco Abdul". El punto es que Seymour-Smith ha desaparecido. Dejó su prominente carrera de publicista y la última vez que se le vio vivo fue en una feria del libro. ¿Por qué el árabe Al-Zabalah quiere asesinar a Seymour-Smith? Recapitulemos entonces. La novela comienza a avanazar, pero al revés, o sea, hacia atrás. Los capítulos se van desintegrando, las acciones se paralizan, comienza a enrarizarse la trama. En un momento vemos masturbándose a Seymour-Smith, cuando de pronto sale de su clóset la "chica Shogi". Shogi, hace referencia al ajedrez japonés, que tanto repudia Seymour-Smith, por considerarlo de bajo calaña, una mala copia del ajedrez tradicional. Seymour-Smith, como se puede apreciar, detesta a la "chica Shogi" por considerarla una mala copia de la mujer arquetípica que reposa sobre su mente.
Cierta vez eyaculó sobre la mano de la "chica Shogi", y se presume que estuvieron de novios. Insisto, la novela pretende rebuscadamente ser falsa e irónica. De manera deliberada. La impostación llega al paroxismo cuando la "chica Shogi" sale del clóset y le entierra un cuchillo en el estómago a Seymour-Smith, quien escupe sangre, y con su propio fluido le escribe una carta de amor a "la chica Shogi". Lo que viene después no es muy lineal que digamos: Seymour-Smith publica una novela, titulada, la muerte del árabe loco, que en realidad es un manual para conquistar chicas, publicar libros y matar árabes. La "chica Shogi" es la futura señora de Al-Zabalah, y es raro, porque ya están casados y tienen hasta nietos. Pero se casarán en el futuro, no se sabe muy bien en qué términos. La boda está arreglada. Seymour-Smith reaparece luego de varios capítulos en que ni siquiera se le menciona. La policía llega a la iglesia. Todos aparecen. Daniel Zurita, escritor punk, Mauricio Peralta, escritor budista mendicante, Leonel Hernández, payaso profesional, Arturo Alejandro, escritor convencional vanguardista. No saben qué rol se les ha designado para el cierre de la novela. Se sienten utilizados, vale decirlo. Lo que se suponía que iba a ser un cameo, se transforma en un infierno. Seymour-Smith quiere interrumpir la boda. Se fabrica un traje hecho de diamantes, pues será una armadura divina que lo salvará hasta de la ira de Dios. Al-Zabalah saca de su turbante un revólver. El sacerdote extrae de su sotana una espada larga. La novia se extrae del ano un punzón de oro. La cosa está muy mal, está que arde.
El final lo dejaremos en suspenso, no vaya a ser que el lector quede defraudado.

1 de noviembre de 2009

La Decisión




¿Cómo partir una desición?
Si el mar se parte a pedazos, y sólo quedan las vísceras de los perros
como hediendo, como balbucenado verdades
tratando de decir lo indecible
pero la víspera, el mar-ojo
la luna sangrienta de Quevedo
trata de decirme que hay ciertos golpes
que hieren la cara
como a cuchillazos
como para decirte, que los errores se pagan con el rojo
y la fantasía mayor es sólo una máquina narrativa
que rebana los versos,
corta la prosodia
trata de revelar cierta verdad indescifrable
lo que los astros, el majestuoso sol indica con sus rayos
el Loco
Las diez líneas atravesando;
Los círculos se van cerrando
los cuadrados sólo indican cuatro vértices
que convergen en falsas esquinas
ahí donde las putas y los criminales trafican drogas
donde los amantes se fundan en blanco y negro
o quizás
rouge et noir
cómo un detective en la oscuridad
espero encontrar esa yaga que carcome
el secreto del horror,
la extranjera
que no besa de flor en flor
sino que extirpa las entrañas
para leer tu Destino.

A ellla me debo.

22 de octubre de 2009

El Escritor, II

El secreto terrible que ocultaba el escritor, se explicaba por la enferma odiosidad que sostenía con un individuo, con un pintor, para ser más exactos. Planeó su asesinato de una manera un tanto extraña.
Este pintor amaba a una serpiente con tanto ahínco, que por medio de la magia vudú enlazó su alma a la del ofidio. Parecerá algo fantástico, pero muchos vieron al pintor sacando de su boca una enorme lengua bífida, y una vez que la untaba en un frasco de óleo, la utilizaba como pincel para una serie de cuadros. Esto le confería a sus trabajos un aspecto inmejorable, con trazados que sólo el músculo de una lengua mutante podían lograr. La serie más celebreda por la crítica fue Esplendor y Cosmos, pinturas abstractas que representaban múltiples mandalas que convergían en todos los puntos del espacio, figuras geométricas recortándose en sus vértices, espirales emergiendo de fractales giratorios, estrellas y constelaciones contrayéndose en la galaxia, explosiones e implosiones de agujeros blancos y negros, etc.

El asunto es que el pintor comenzó a comportarse cada vez más como una serpiente. El animal totémico pasó a ser parte de su genética. Se le empezó a ver reptando en el piso, enguyendo ratones sin masticarlos, buscando siempre partes húmedas y frías, cambiando la piel como si fueran escamas. El pintor siempre andaba con su serpiente enrollada en el cuello, como si se tratara de una bufanda.

La serpiente, a la que consideraba su alma gemela, fue asesinada de manera psíquica por Pablo Rumel Espinoza. El acto no le demandó mucho esfuerzo físico, pero sí mental. La explicación puede ser un poco confusa, pero ocurrió de la siguiente manera: El escritor soñó (fue un sueño lúcido) al pintor y a su serpiente, y para completar su plan, tuvo que soñar a un cómplice. Pensó de buenas a primeras en generar a alguien con mucha fuerza física, a una especie de Sansón, sin embargo, se decantó por la astucia y el ingenio. Soñó entonces a una chica que lo ayudaría. La chica le explicó que la forma más sencilla de matar a una serpiente era utilizando un cebo y luego una pala. Pablo Rumel Espinoza, dudoso de la estratagema, le explicó que lo mejor sería tenderle una red para cazarla, y luego despedazarla a punta palos. No, le contestó ella, eso demoraría el triple de tiempo, tendrías que soñar durante un mes, tu cuerpo y tu mente no lo soportarían. Basta con que sueñes tres noches, le explicó, y resultará perfecto, como yo te digo, sentenció la muchacha.

Soñar una pala requería poco esfuero. Pero en el caso del cebo era un poco más complicado. Pablo Rumel Espinoza no sabía qué utilizar para la serpiente, aunque lo más evidente era soñar con un animalillo. Finalmente decidió soñar con un gato de color negro. No está de más decirlo, pero la serpiente del pintor se llamaba Chebart, y era una pitón, una constrictora amarillenta que medía casi un metro de largo. El gato negro, le dijo la chica del sueño, que además era tarotista e interpretaba los sueños de manera jungiana (arquetípica), simbolizaba a la burguesía que floreció en el siglo XIX y que la serpiente del pintor representaba la salud, la transformación y el infinito.

El asunto puede multiplicarse casi hasta el aburrimiento atroz. No estaría de más desviar la atención del lector y ponerme a relatar detalles nimios, o simplemente a desechar la historia y comenzar una nueva. Así podría encontrar a un hipotético lector Ideal. Pero no. ¿Para qué intentar ser experimental? Eso es algo ya viejo. Los caminos narrativos están vedados. Habrá que buscar puentes, otras conexiones. No repetir la novela decimonónica como consigna. No me desviaré más. Sigo.

Pablo Rumel Espinoza necesitaba soñar a una serpiente que fuera idéntica, aún en el más mínimo rasgo, a la del pintor. Esta parte del relato es demasiado larga de consignar. Habrá que esperar hasta una próxima entrega, para ver en qué finaliza todo esto. (Aunque sabemos de entrada que tanto el pintor como la serpiente murieron).

21 de octubre de 2009

Los Ángeles hacen la Bóveda (esbozo de novela)

Y a partir de esa imagen, del fragmento de un sueño sonoro, salió la frase. Al día siguiente salí con mi perro a pasear. Un mendigo me imploraba una moneda. Puse una en su mano, y le pedí que la conservara como si fuera de oro. Luego la ciudad se destruyó, algo muy de film norteamericano o clase Z. Todos desaparecieron o mutaron en criaturas radioactivas ávidas de sangre. Acá viene una variación de una vieja fábula árabe. El mendigo se hizo anciano y recorrió todo el mundo, pero la moneda no le servía de nada. Bastaba con meterse a un supermarket para comer de todo. Se puso ropas elegantes, evidentemente. Un abrigo largo y negro, como de escritor de novelas negras. Pero algo más trascendental que un abrigo le faltaba. Quizás buscaba el amor, o mejor dicho, la insólita y perecedera compañía de los otros. Estaba solo, con su moneda afirmada en su bolsillo. No sabía leer, y había perdido casi el lenguaje humano. Pero cierto día divisó una ciudad amurallada, con cientos de luces de neón vibrando en el cielo. Loco de felicidad lanzó la moneda por un río y atravesó los grandes portones. Cuando llegó, se dio cuenta que en esa ciudad todo se podía comprar con una moneda, inclusive el amor de una mujer.

17 de octubre de 2009

El Escritor, I

Dentro del ambiente no era muy respetado. O mejor dicho, sí, había un respeto, pues el escritor tenía un halo frío, un aura polar que hacía congelar a quien se pusiera en su camino. No lo querían, pero le tenían una especie de temor reverencial. No tenía amigos, pues su trabajo era el peor al que puede aspirar un escritor. Se deduce bien; por su trabajo, no tenía amigos. Su obra publicada contaba de dos novelas extrañas, Agujero, y Agonía, novelas gemelas como él las llamaba. La primera narraba la historia de un bombero que se perdía entre las llamas de un incendio, y extrañamente su cadáver no aparecía después del siniestro. Ni siquiera algún hueso carbonizado. Simplemente se había evaporado en el aire. Toda la novela trata sobre la persecución del bombero, una indagación a su memoria, a su vida, a su oscuro pasado. La segunda, Agonía, habla de un militar que se pierde en una poderosa ventisca de nieve, en la Antártica. Se nos sugiere que es el mismo bombero de la novela anterior, pero transfigurado, un otro en un mundo paralelo. Las novelas son más extrañas de lo que quiere explicar esta breve reseña, y tampoco es lo que nos preocupa de esta nota. El tema es otro. Es el temor, mezclado con asco, que provocaba el escritor. El escritor, no está de más decirlo, se llamaba Pablo Rumel Espinoza. No era detestable por su figura o por sus modales. Lo detestaban por lo que hacía. Aunque los que sabían cómo realmente se ganaba la vida, eran unos pocos, que lo descubrieron tendiéndole una trampa. Pusieron un aviso en el diario, y el tipo cayó como una mosca. No. No era un escritor fantasma, su profesión era la menos honrada de todas, la más detestable. Escribía notas de suicidios. Se ponía en contacto con un futuro suicida y le redactaba sus ideas de la forma más clara posible. No le importaba que fueran adolescentes anoréxicas, ancianos jubilados o escolares preadolescentes. Tan sólo les confería la calma necesaria, para que sus últimas palabras fuesen leídas y recordadas por todos, con orgullo, con alegría. Luego cobraba su dinero, y resonando tenuemente el percutor del arma, escuchaba a lo lejos el disparo que se pegaba un determinado desgraciado. Pero eso no es todo. Hay algo más que me gustaría referir.

15 de octubre de 2009

Tentativa de agotar la palabra escritor

Truhán, timador, chantajista, ladrón, carterista, explotador, defraudador, tramposo, actor, hipócrita, falso, inexacto, simulado, fingido, fraudulento, infiel, impostor, desleal, adulterado, traidor, mentiroso, embustero, incorrecto, ficticio, fariseo, copión, amañado, apócrifo, solemne, grandilocuente, ceremonioso, enmascarado, grave, proverbial, doctrinal, instructivo, enfático, bolero, trolero, engañoso, fantasioso, cuentista, mendaz, falaz, fulero, calumniador, astuto, farsante, plagiario, cínico, embaucador, artero, engañador, pillo, granuja, ventajista, sinvergüenza, bribón, de quita y pon, contrahecho, espurio, fatuo, presuntuoso, falsificado, francotirador, rebuscado, complicado, retorcido, adulterado, trucado, quimérico, apañado, químico, ilusorio, ficticio, disfrazado, artificioso, aparente, sintético, postizo, disimulado, asaltante, embozado, bandido, arcano, oculto, bandolero, salteador, cubierto, tapado , estudiado, fingido, hábil, ingenioso.

12 de octubre de 2009

Elegía a P.K.D

El registro de la locura, los mundos que se desincronizan de manera bestial, alargas tus manos y palpas de cerca la realidad, una bola fragmentada por anillos espectrales, la rosa multifacética multiplicándose en el laberinto. Al año de tu locura, enclaustrado largamente en esas soledades de humo, alcohol y veronal, tu mirada de niño se prende en llamas; vas pariendo mundos a una velocidad inusitada. Borracho, drogadicto, en los posos del café se lee el destino de los hombres, figuras retorcidas que cobran vida al interior de las explosiones cósmicas que registra incesantemente tu cerebro. Tu aliento, como un coro de ángeles terribles que viajan a la velocidad de la luz y se crispan hacia adentro, con todo la desmesura de la suplantación de identidades, tarjetas bancarias quemadas, planetas fantasmales habitados por monstruos, cosmonáufragos a la deriva galáctica, androides emulando humanos, ojos vibrando bajo la sombra, un aturdidor rayo láser atravesando cabezas, abriendo manantiales de fuego que recubren las epidérmicas capas de la realidad, un zigzag especulando con los vértices del número dorado. La realidad, la realidad, la entelequia Única e indivisible, labrada por las manos de un autómata perfecto, la alucinación de una mente psicótica, vibrando en las ondas celestiales y divinas, curvando el espacio en espirales radioactivos, para transfigurar en polvo un pedazo de nada, la ceniza que se hace olvido, bajo la memoria de los hombres.

3 de octubre de 2009

Huellas

La ciudad y la superficie rugosa. Los títulos para novelas hipotéticas. No narradas. Los niños de Hamelín. La letanía del revólver. Cinco disparos antes de medianoche. El monólogo con beso. Juego de palabras. Asociasiones de palabras. Ojos quemados. La plaza de los poetas. El vagón del tren. La sincronía subterránea. La moneda del mendigo. El columpio más lento. Figura alzada. Religión falsa. Museo interactivo. Motel Monet. 30/Cigarrillos. Detrás de usted. La locura. Homofóbica ansiedad. Esperanza y espera. Perro golpeado. Palomas muertas. 17 páginas. Los números imaginarios. Palíndromo. La enfermera asesina. La quinta anormal. Karaoke estéril. El beso negro. Bang! Bang!. Manos húmedas. El conejo del sombrero. La risa solapada. El anciano y la niña. Habitación estrecha. Mandala. Azogue negro. Caras difuminadas. Bukakke mental. Las marionetas de Bunraku. La herida en el pecho. Rojo terciopelo.

26 de septiembre de 2009

Anotaciones: 26/26

"Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar." Empédocles de Agrigento.
Como dijo Ibn Arabí, todo hombre debe abrirse a todas las experiencias, para llegar a ser. La vida como trampolín suicida, para tratar de alcanzar esas falsas nubes de algodón que pululan en el cielo, o quitarle la gorra a un capitán distraído. Buscar un agujero por el cual salir de esta vida, y recomenzar una nueva, al otro lado del mar, buscando las últimas ruinas de Lemuria, sumergida y sepultada hace eones en un punto incierto de la realidad. La conversación con los fantasmas, las almas errabundas que tratan desesperadamente por hacerse reales, por palpitar como fuegos fatuos en los pantanos cenagosos de la memoria. Y sí, señores y señoras, aunque no le encontremos una lógica a esas películas que pasan en cines subterráneos, buscarles entonces nosotros mismos el sentido, aún en las quemaduras de cigarro que se forman en el celuloide, esos pequeños destellos fugaces que se pasean a lo largo de las dos horas promedio que dura una proyección. El año del despegue o del colapso total. La última jugada en el tablero, el castillo de naipes que se desarma con el viento abrasador.
(Antes de los 30, tener 10 novelas escritas. Antes de los 40, haber filmado una película sobre la muerte y el tiempo. Antes de los 50, haber saltado en un paracaídas agujereado. Antes de los 60, haber fabricado un invento para fragmentar la realidad, antes de los 70, haber actuado en una película gore de bajo presupuesto, antes de los 80 haber fundado un pueblo de artistas deformes, antes de los 90, haber boxeado sobre un cuadrilátero en llamas, ante de los 100, haber conducido un automóvil sobre un lago congelado, antes de los 110, haber naufragado hasta una isla perdida de seres antopomórfos, antes de los...)
¿Qué lees Pablo?: Anotaciones, anotaciones, anotaciones.

24 de septiembre de 2009

Después del Terremoto

Después de la curadera bestial, atravesé el puente de la memoria, caminando hacia atrás, con un libro en las manos. El libro en el que llevaba mi nariz metida, se titulaba El día de la mandrágora. Su autor, Nilo Porvenir. Fuera de consignar esos datos, iba leyendo de atrás para adelante, para atraer como un imán los pedazos de múltiples mundos que rugían por existir. Adentro de sus páginas brotaban flores, valles, lagunas, crepúsculos, relojes, sombreros de copa, fantasmas, arrayanes, revólveres, clubes de fútbol, mujeres que de sus agujeros brotaba un vino milenario. Ahí adentro, los personajes se alborotaban para beber desesperadamente de estas hendiduras, que las mujeres exponían libres de todo pudor.

El libro llegó a mis manos gracias a Pablo León, que me confesó ser el transcriptor, el albacea literario de Nilo Porvenir. Con la urgencia de quienes precisan calmar la sed con un jarrón de cerveza, nos dirigimos a un pequeño tugurio, ubicado en un rincón de la Plaza de Armas. Cuando uno bebe y fuma, las ideas salen entrecortadas, o medio disparadas, abiertas y cerradas bajo el influjo de una digresión que se tropieza en cada jugada. No fue esta vez la excepción. Pero debíamos seguir bebiendo y conversando, variando la escenografía del acto, cambiar de espectadores, transfigurar al dramaturgo. Salimos del restorán. Un mendigo nos requisó el Zippo. Llegamos al pub Monja en llamas. De fondo tocaba Cazuela de Cóndor. Pablo me comentó que llevaba más de tres años habitando un mundo paralelo, del cual extraía la materia gris para sus relatos. ¿No se te hace confuso pasar entre varias realidades?, le pregunté. Me explicó que siempre había un pequeño desfase temporal cuando salía de Umbral (así se llamaba su mundo) y entraba al mundo en que cohabitamos todos, las almas que titilábamos con gestos y voces de ultratumba. Pero esos desfases se corregían con la voluntad de perseguir la sombra de los árboles, que eran los verdaderos señeros de esta vida, terminó Pablo, con su elegante explicación.

La tarde recién empezaba. Antes de abandonar el pub, escuché que Cazuela de Cóndor cantaba algo sobre un ataúd donde habitaba un monstruo, y advertía que no se debía abrir bajo ningún motivo. Horas más tarde, antes de la borrachera bestial y definitiva, llegamos al restorán céntrico La Pupila Dormida. Del encuentro tomé notas (incluso hice algunos dibujos), que más tarde transcribiré.

23 de septiembre de 2009

El síndrome de Gernsback (novela inédita)

Recorté el manuscrito de la novela y saqué diez fragmentos al azar. A continuación, el resultado del experimento:
No sé. No sabía mucho de ciencia-ficción, ¿qué podía responderles? Me pedían además alguna cuenta bancaria para depositarme el dinero del adelanto. / Se cuenta que el pintor llega a una zona portuaria y rápidamente comienza deambular por los cerros de la ciudad. / Siempre me he preguntado qué clase de habilidad requiere una persona para cruzar los inciertos callejones de la poesía./ Estaba paranoico, de eso no tenía ninguna duda. «Me persiguen, a ti también te perseguirán»./ Me era difícil rechazar la oferta, considerando que las novelas se vendían casi por inercia, e inclusive, según ellos, las más demandadas eran reeditadas y eso aumentaba la cantidad de dinero que recibía un autor./ Pero termino con esos pensamientos cuando me llega una carta para que me presente de nuevo en la capital./ Podía ser un profesor demente, un emperador galáctico que agonizaba en su planeta, un mutante resentido que había sido creado en un laboratorio, una computadora con conciencia de sí misma./ Vi por ejemplo una especie de hospital donde abandonaban fetos ensangrentados y amarillentos -como la yema de un huevo- en recipientes transparentes y vidriosos./ Los consejos iban y venían, pero su cara continuaba con un aspecto lamentable. Pese a su fealdad, nunca tuvo mayores problemas para conseguir mujeres, ya que siempre aparecía alguna, dispuesta a caer rendida en el antiguo juego de las sábanas./ Mi carrera de ciencia-ficción la daré por saldada. Quizás más adelante me den ganas de publicar esas novelitas con mi verdadero nombre.

21 de septiembre de 2009

P

No me considero un hombre feo. He leído muchos libros, de temas variados, pero con un enfoque central por la ciencia. Además, me sé varios poemas de memoria, poemas que podrían encandilar el alma del mozo más miserable o de la muchacha más pérfida y abyecta. Como digo, no me considero feo; encuentro que poseo una cultura elevada a la media, y por lo demás, he dejado de lado la vergüenza y he aprendido a cocinar platos de todos los continentes del mundo. La cocina me parece más varonil de lo que se piensa, pero no entraré en ese tema. El problema es que no tengo novia hace más de dos años.

Cuando me bajé del tren, me encontré en la estación con Gastón Steinburg, un amigo de descendientes alemanes que conocí en el bachillerato, cuando éramos unos muchachuelos llenos de esperanzas. Ansiábamos conquistar al mundo con nuestros inventos y descubrimientos. Yo me especialicé en energía termodinámica, y él, bueno, él no terminó sus estudios, se retiró a la finca de sus padres, a las afueras de la ciudad. Recuerdo que la primera vez que nos llevaron a ver el interior de una locomotora, como prueba de campo, mi amigo se puso lívido de espanto y de horror. Algo le asfixiaba, al ver semejante espectáculo de engranajes, válvulas y ruedas dentadas que se movían a una velocidad furiosa y recalcitrante. Luego fuimos al salón de anatomía, y vomitó en el acto, cuando hicieron la disección de una guagüita, muerta a los tres meses de haber nacido. Al año siguiente se retiró de la escuela, escribiéndome una escueta carta: “los interiores no fueron hechos para mí. Adiós amigo, hasta pronto”. Al tiempo después escuché con tristeza, por boca de un tío abuelo, la noticia de su muerte. Se había suicidado, dejando en una carta la palabra escrita: “Fue por mi prima Vera”.

Al que tenía ante mis ojos en la estación, no era otro que el fantasma de Gastón Steinburg. No le di importancia. Hice como si siguiera vivo. Lo saludé fraternalmente. Él también se mostró amable. Andaba con una gastada gabardina, con la misma a la que asistía a la Escuela, sólo que un poco más sucia. No se veía ojeroso, ni pálido, ni despeinado, como se suele describir a los muertos vivientes. Se le veía muy enérgico y con mucho ánimo. Nos fuimos a un café. Mi amigo pidió un té y dos porciones de croissants. Yo me incliné por un café sin leche. Hablamos de la vida. Me preguntó si tenía novia. Le contesté que no, que me había dedicado mucho tiempo a buscar nuevas formas para potenciar las energías descubiertas hasta la fecha. Casi siempre, le expliqué, las mujeres salían arrancando despavoridas ante mí, un hombre pobre, pero altivo, lleno de fuerzas para descubrir los secretos del mundo. Mi amigo me explicó que las mujeres solían reparar más en los brutos, en seres pocos refinados que las adulasen con sus falsos encantos. Ninguna quiere compartir las molestias de un espíritu lleno de fulgor, de alguien que se desviva por aprehender lo inaprensible, sentenció. Me extrañó que mi amigo se expresara de forma tan conocedora en estos temas. Quizás después de muerto había descubierto varias verdades. Mira esa pareja de ahí, me inquirió de pronto con un brusco gesto de cabeza. ¿Cómo ese patán con cara de simio puede hacerse acompañar por tan bella dama?, preguntó de manera retórica y efectista. Por supuesto, se respondió solo: quizás no sea ni el dinero, ni su posición social, ni sus conocimientos prácticos de la vida. Tan sólo habla, y hace reír, es como un títere grotesco movido por un titiritero perverso. Basta con que las entretengan con temas mundanos, sin el calibre intelectual que precisa una conversación de altos vuelos.
Confieso que la declaración de mi amigo me sonrojó un tanto, al descubrirme los engranajes secretos que movían a la sociedad.

Estaba a mediados del siglo XIX, en un café lisboeta con el fantasma de mi amigo. No me atreví a preguntarle el por qué de su suicidio, ni quién era su enigmática prima Vera. Nos despedimos ya de atardecida, y yo, albergaba la secreta esperanza de que las cosas cambiasen en el futuro.

16 de septiembre de 2009

Teoría de la Novela

Yo antes tenía una Novela. De ella recuerdo algunas vagas impresiones. La manera en que sus párrafos se intercalaban, algunos adjetivos tendenciosos que se repetían, su peculiar manera de abrir y cerrar capítulos, su retórica a prueba de balas. Con el transcurrir de las páginas, sus personajes parecían no volver, algo se los iba tragando, o simplemente eran reemplazados por nuevas marionetas que respondían tímidamente a sus rasgos. Los personajes fueron suplantados por la Novela. En ella había una peruana que usaba implantes ortópedicos, tanto en sus brazos como en sus piernas. Físicamente no era bella, pero sus ocurrencias me deslumbraban. Era estudiante de pedagogía en castellano, y en sus ojos se leían una verdad oculta a la mirada del resto. También había un personaje adorable, un estudiante de medicina que le gustaba jugar al fútbol en los cementerios, con una calavera en vez de un balón. El mundo se acababa, pero todos dentro de la Novela lo afrontaban con una dignigidad memorable; nada de llantos histéricos, ni de consolaciones religiosas, ni de orgías.
Pero la Novela me engañaba, haciéndome creer con una pretenciosa ilusión, que adentro corrían como bravos huracanes los acontecimientos. No está de más decir que los acontecimientos eran mujeres. Las mujeres, por lo tanto, fueron brotando de sus páginas como heridas o cuchilladas brillando en la oscuridad. En una extraña nota al pie, la Novela afirmaba ser la copia número 365 de otra Novela, mucho más perfecta y armoniosa y legible.
En aquellos años yo era una letra de la Novela que aspiraba a ser personaje.
Luego la Novela desapareció de mi biblioteca. Desde entonces, intento secretamente recuperarla por medio de mis escritos, que no son otra cosa que meros simulacros de un Simulacro Mayor. En ello se me va la vida.

11 de septiembre de 2009

Si tuviera que escribir a mano

Recuerdo que partí escribiendo a los siete años, en una vieja máquina de escribir Smith-Corona. Más que escribir cosas mías, transcribía algunas líneas de los Papeluchos que leía, o de los suplementos deportivos de la Nación. Me gustaba ver cómo iban apareciendo las letras en el papel, oír el sonido de las teclas, hundir mis dedos en la máquina me hacía sentir como una especie de alquimista, que transformaba en letras fragmentos de libros ajenos.
Recién a los doce años empecé a escribir mis propias cosas. La máquina de escribir se había averiado, por lo cual mi abuelo me compró una Olivetti más moderna. Por aquella época, estaba yo alucinando con los clásicos (Verne, Salgari, Dickens, Stevenson), de la biblioteca familiar. Por supuesto, nunca tuve la biblioteca de Borges, con todos los libros escritos en su lengua original. Era una biblioteca modesta la mía, pero que tuvo la gracia de iluminarme en mis primeros años de lector. Por esos doce años, me había leído la trilogía completa del Señor de los Anillos, y uno que otro cuento de Lovecraft. Sin saber nada de política, escribía historias de condes que buscaban la sangre de doncellas vírgenes, de reyes malígnos que secuestraban a pueblos enteros y que envenenaban los ríos, de caballeros que renegaban de su juramento y se había ido hacia el lado de la oscuridad. Todo lo hacía a mano, en un cuaderno Mistral de preferencia. En aquellos años había leído uno que otro poeta (Neruda, Huidobro, César Vallejo) pero la poesía me parecía algo demasiado cursi o inentendible, lejana es el término más exacto.
Pero a los quince, revisando los anaqueles de la biblioteca de mi colegio, di con Poemas para combatir la calvicie, una antología de Nicarnor Parra. Eso era la poesía, eso era lo que tenía que escribir, pensé. Me inventé una amante imaginaria (siguendo el juego del hombre imaginario) y le escribía poemas que no eran nada imaginarios, digo, eran brutales y sarcásticos, por no decir toscos y de mal gusto. Pero eran mis poemas, y los ocultaba bajo siete llaves, para que nadie más que yo lo léyese, pues en el fondo intuía que debía pulirlos mucho más.
Cada ocurrencia la anotaba en un gastado cuaderno Torres de tapas oscuras. Eran cuadernos feos, sin duda, pero no me importaba. A los dieciocho años, las computadoras ya habían ingresado a la realidad. Mi vieja máquina de escribir descansaba moribunda en un rincón de mi closet, con el rodillo desgastado. Al comienzo, sentía el word como una extensión de una máquina de escribir, pero no, era otra cosa. No tenía ese aire solemne del escritor que en una pieza mal iluminada, vestido de funcionario público, intenta desentrañar el mundo. El word era más bien como un escritor dentro de una novela de ciencia-ficción, que ya ha perdido el gusto por el papel y el lápiz, rasgando y manchando una superficie sólida.
Han pasado los años, y siempre miro con algo de nostalgia a los lápices y a las hojas. Ya casi nadie se escribe cartas que no sean de manera digital. Hemos ido entrando a la velocidad de la luz a la era de la mediación tecnológica. A veces, he pensado hacer una falsificación. Escribir una novela en word, completamente, para luego traspasarla en una libreta moleskine. Falsificar la idea del manuscrito. Revalorizarlo por medio de una treta, pues tengo entendio que la fecha de creación de un archivo word no se puede adulterar, ¿pero una libretita? ¿Un papelito? Evidentemente que sí. Y el soporte de este manuscrito apócrifo, pero verdadero, sería una Moleskine. Desde hace mucho tiempo que quiero una Moleskine, para caminar entre las sombras con un abrigo largo y una pipa, sombrero verde oliva, y sentado, ponerme a escribir profundos pensamientos y curiosos aforismos, pero sólo hacer la performance de que lo hago, la idea es que la gente al pasar se pregunte: "¿qué hace ese señor tan solitario escribiendo?¿Estará loco?Debe ser un escritor, sin duda."
Anónimo y fantasmático lector. Hazme llegar una Moleskine, para este mes o para cuando sea. Verás cómo se me dispara la escritura en ese pequeño recuadrito forrado en cuero, o simplemente no se me ocurre anotar nada. Pero es muy probable que una palabra me salga disparada, y sin querer, termines herido.

8 de septiembre de 2009

Estética del secuestro

La historia debe partir con la intriga resuelta.
Un cadáver, el asesino, el lugar del crimen, todo explicitado desde el primer párrafo. Al correr las páginas de la novela, ciertos elementos deben colocarse de manera subrepticia a través de sus hojas. Como pétalos pisados u hojas otoñales resecas. Un niñito debe hacer una aparición más o menos mágica -pero creíble-, para explicar la trama completa de la novela, pero sólo con la minuciosa descripción de sus manos. Las sombras chinescas serían válidas en este caso. También el uso de marionetas o cualquier artilugio que reemplace palabras por gestos. Termina así el primer capítulo. En el cuarto capítulo, el niñito aparece en la portada de un periódico y el detective comienza a investigar su desaparición. En los tres capítulos anteriores no ocurre nada de importancia: el detective se junta con una amiga, saca a pasear a su perro, pelea con su novia, le regala una moneda a un mendigo. Geométricamente, si trazamos una línea, esta debería desprenderse levemente del plano central de la trama. El cuerpo del niño es encontrado en un callejón oscuro, agujereado, las balas deben estar aún silbando en el aire. Los capítulos se ramifican en párrafos que son a la vez capítulos independientes de la novela. Cada párrafo se subdivide en la cantidad de frases que se escriben sobre su rugosa superficie. De manera lógica, entendemos que cada frase es otro capítulo más de la novela, pero que calza de manera más o menos perfecta con la intriga ya resuelta desde el primer capítulo. Por ende, cada palabra es un personaje encabalgándose con otra palabra. Para que quede más claro: la novela está poblada de personajes que se relacionan intrínsecamente, unos con otros. Se muerden, se succionan, se miran, se acarician, se seducen, se cachetean, etc. Los signos de puntuación vendrían a ser las armas o las palabras que los personajes enarbolan entre sí, para lograr sus intenciones. En los casos en que aparezca, #, quiere decir acuerdo tácito para encontrar una prisión compartida, %, quiere decir división intermitente, amor sin realidad palpable o sin condiciones materiales, * entiéndase como ligazón mental, telepatía o cualquier manifestación extra-sensorial. La explicación de los otros signos ha desaparecido de este escrito. Dejando de lado los aspectos formales, el hecho es que la historia central ha sido secuestrada al comienzo de la novela. El narrador también ha sido secuestrado, pero en el capítulo quinto. Sólo quedan los personajes deambulando, a golpes y cabezazos, en una dimensión fantasmal, que atraviesa tangencialmente a la realidad, contaminándola con sus propias equivocaciones, con sus emborronamientos producidos por la falta de fe que se nos tiene, a los que echamos a correr la cuerda que da la cuenta regresiva a una bomba de tiempo. En el último párrafo, la detonación será inminente. Con los trozos chamuscados de la carne, se procederá a encuadernar la novela, empaquetarla y/o distribuirla en algún mercado clandestino previamente dispuesto. Una Figura espera al otro lado de la carretera el envío. Una camioneta roja entrega el paquete. Noche total, sin sombras, sin estrellas, sin carretera, nada. Sólo una camioneta roja con las luces encendidas. El despacho es entregado sin mayor contratiempo. Fin de la camioneta roja. En las manos blanquecinas de la Figura, descansan las susodichas alas. Las introduce en las páginas centrales del libro. La novela comienza a volar.
Nadie sabe quién es la Figura.

7 de septiembre de 2009

Flor de oro

Maori Pérez me dice/ que ha perdido a su amor y que la luna/pronto dejará de existir/engullida por un monstruo./Las veces en que salgo a caminar perdido/ con la elegancia del solitario/y en mi corazón se albergan las dudas y los relojes/inutilizados por su corta duración/ veo que aparece Maori Pérez como una sombra/vestido de santo o de fraile asesino/ y me dice que estamos frente a las últimas intermitencias de la realidad/que poco a poco ha sido abolida por la Mente./No sé qué pensar, pero me entrega un escrito/ dice:/las alas hacen a la bóveda/luego la impresión termina y me refugio/debajo de un gran árbol/hasta que la lluvia cesa./Leonia me dice que ella se salvará del apocalipsis/que un grupo secreto obra en silencia para salvar nuestras almas/y que Jesús aparecerá escupiendo fuego y llamaradas de sus ojos./ Cuando escucho esa palabras de Leonia, tomo un poco de polvo/y se lo lanzo a la cara/mientras sostengo firmemente mi cigarro./ Camilo Herrera/vestido de carabinero/ quiere escribir un libro conmigo/ sobre un hombre en silla de ruedas/y protegido por un guardespaldas nazi/ "como flores ácimas"/decía L, con toda su tranquilidad trágica y dionisiaca./Entonces caminé lentamente, más lentamente que la última vez que caminé lento/y me fui adentrando a una ciudad sin nombre,/con una sola moneda en mi bolsillo/ es la ciudad de los novelistas/me indicó un señor de levita y sombrero./Entré a un bar/que es lo que siempre hacen en las películas/los extraños en ciudades extrañas./Como en las películas,/los parroquianos me miraron de manera desconfiada/digo, casi de manera paranoica/ pedí una jarra de cerveza/y me fui tímidamente a un costado./Ahí adentro nadie hablaba,/ pero gesticulaban como frases/ y con gestos que dejaba entrever cierta erudición en lo dicho./ De golpe/ reconocí ahí adentro a Musil y a Walser/tremendamente envejecidos/melancólicos/ haciendo sombras chinas/ como dos viejos enternecedores/ sacados de una novela de Enrique Evil-Satan./Otra alucinación:/Vi a Leonia hablándome de las torturas físicas que sufriría en el infierno/ pero que aún no era tarde para mi conversión./No es esa mi versión/le respondí/y ya es tarde, es demasiado tarde./La visión se esfumó./Las luces se apagaron, y apareció Pablo Toro/desengañado, errado/ junto a su banda/ versionaron las canciones del Indio Solari/ y sentí que una frenética vibración me conmovía el sexo/las vísceras/las entrañas./ Sentí el irrefrenable deseo de tomar a una chica de la cintura/ y lanzarla de cabeza contra una mesa/pero en el bar sólo habían hombres/ y pensé en las largas jaranas de Donoso/ y lo que escribía Diego en su artículo/olvidándose que fue Symns el que desenmascaró al viejo/y al menor que se enculaba con todo el cariño/del mundo./ A esas alturas me di cuenta que del bar no se podía salir más/Pablo Toro sudaba a mares/cantaba algo sobre las mujeres más hermosas del mundo/y que no había flor más amarga/ que el rechazo absoluto./Me levanté, me hice un corte en el pecho/ y retiré mi corazón./Lo transformé en una cárcel de oro/en una cárcel diminuta/portátil/para encerrarme en ella y comenzar desde ahí/ a escribir esto que mi lector/mi cómplice amigo/descifra conmigo/codo/ a codo.

3 de septiembre de 2009

Retirada del poema androide

Ya viviendo, allá en la lejanía más tuerta y sucumbida, la cara se me retorció con una estampida -hidráulica- a vapor, veo un chorro lanzado desde la oscuridad por manos mecánicas, dirigidas desde una palanca de hierro, portones grises, callejones hediendo a meados -el escenario perfecto para una kriminalroman- , a la cuarta noche se me destrozó el cielo cayendo sobre mí sus pedazos de cuarzo, pude ver colgando cuerpos ZANJADOS por cicatrices y llamas, hediendo a pus, las flores cruzando de manera oblicua el espacio horizontal, flores con pétalos flamígeros y rayos X danzando en la terrible noche digital, vi bajando mis puños de golpe hacia la tierra, a las zarzas enredándose en las manos de un monarca ciego, que iba clavando sus estacas en forma de cruces generando el patíbulo de alucinaciones con forma de ánimas, númenes, perros con el hocico desencajado y aullando desesperadamente.

Monedas de cambio; la transfiguración del poeta Androide en un mutante castrado, la obliteración de la mugre bajo los párpados del alienígena a semejanza de una implosión originada por un dispositivo ubicado bajo los pliegues de la cavernosa y epidérmica Realidad.


Las funciones de la Realidad, esa rueda dentada y amarilla ensangrentada por vapor y aceite: un blanco invisible que se diluye en las paredes ahuecadas de la mente; un puñado de sangre salpicando una solución ácida expulsada de la boca, un montón de grasa derritiéndose en un horno crematorio, una garra metálica y violeta atravesando como una hoja espasmódica la cara, las sensaciones de un exoesqueleto inservible abandonado en una nave interestelar a la deriva.
No me dirán, ni siquiera bajo los aleros toscos del murmullo, que nadie le disparó al poeta Androide. Nada ni nadie, ni siquiera la galaxia creada bajo las múltiples explosiones en los múltiples mundos paralelos, vamos todos bajo la gran máquina operacional, observando cómo nuestras tuercas crecen como plantas sobre nuestros brazos.

Anoche vi mi porvenir en las estrellas holográficas, pero una vez más aparecieron los guanteletes de hierro fracturándome la quijada y dos vértebras cervicales. Sólo alcancé a leer que una mano me destrozaría parte del cuello y de la cara, y la otra, la que escribe, hundiría su dedos entremedio de la materia poética, ese flácido estómago, del poeta Androide.

13 de agosto de 2009

I Wanna Change - The Street Beats



Wairudosaido no tomodachi ni
Tsutaete okitai koto ga aru
Ima wa tooku tooku mieru akari demo

Shinjite mirudakeno kachi ga aru

Oiboreta mahiru no kousaten ni
Hane wo nakushita tori tachi no mure wo miru
Jibun rashiku ikiyou to agaitemiruga
Jibun no shyoutai ga imadani wakaranai

Hane wa taiyou ni yakare tobu koto mo dekinaika
Ore wa tobitai tobi tsuzuketai
Ore wa tobitai tobi tsuzuketai

Tsumibito ga sousuru youni
Hitoriyogari de kodoku na sekai wo mamoru
Nakusu no wo osoreru bakaride kawarezuni
Mamoru furi shitewa iiwake wo kurikaesu

Hara no soko kara waraenai jidai no sei ni shitakunai
Ore wa kawaritai kawari tsuzuketai
Ore wa kawaritai kawari tsuzuketai

I wanna change, I wanna change
(I wanna change)

Ohoho...

Wairudosaido no tomodachi ni
Tsutaete okitai koto ga aru
Jibun rashiku ikirutte douiu koto da
Jibun no kara wo kowashi tsuzukeru koto da

Utsuriyuku toki no naka de daremoga jibun wo sagasu
Ore wa kawaritai kawari tsuzuketai
Ore wa kawaritai kawari tsuzuketai
I wanna change, I wanna change

9 de agosto de 2009

Algunas notas en torno a Herzog

La fijación absoluta por la locura. O mejor dicho, por ese gesto de desesperación y dignidad que conlleva la locura. Werner Herzog, registrando incesantemente con su cámara los excesos de la alucinación. Personajes delirantes que podrían llamarse Beethoveen, Van Gogh, Musil o Proust. Cuando la locura, la psicosis, la manía, no son un afán de destrucción o de asesinato. Más bien de autodestrucción con fines exacerbados. Místicos, o casi.

Lo que en su cine fija Herzog a lo largo de casi toda su carrera, tiene que ver con grandes proyectos que salvarán a la humanidad o a un grupo selecto de ella. Sus películas están plagadas de seres mesiánicos con ideas fabulosas, de hombres que jamás podrán ser juzgados bajo términos humanos. O mejor dicho, escrutados bajo los prismas sociales y sus condicionantes que actúan como norma implacable, a la hora de configurar la vida de un sujeto. La ecuación, sociedad+circunstancias=persona, no le interesa a Herzog. Hablamos de gente que en algún momento vislumbraron una realidad oculta, y le rompieron la nuca al destino. Gente que por un azar inexorable, o por una causalidad trágica, llegaron a rumbos insospechados, a lugares a los cuales jamás se pensó que llegarían.

Recortes, o sinopsis híper-resumidas de su cine: Fitzcarraldo, un empresario que trabaja con hielo, pero que su pasión incontenible es la ópera. Su meta, desde el Perú trasladar una ópera hasta las Amazonas. Aguirre, la ira de Dios, se conecta directamente con la película anterior, y tiene como telón de fondo el proceso de Conquista Española en América. El plan de Aguirre es encontrar El Dorado a toda costa, atravesando las zonas más peligrosas del río Amazonas, aún cuando ello le cueste su vida, y la de sus hombres. Nota no menor: Klaus Kinski actúo en ambas películas. Y Kinski tenías serias perturbaciones mentales. Cuentan que era tan sucio y grotesco como los personajes que interpretaba. Era básicamente un sociópata. Desaliñado, comiendo como animal en la mesa, adicto al sexo y a las relaciones esporádicas, eran los rasgos manifiestos de su personalidad. Cuentan que una vez Kinski intentó asesinar a Herzog en el plató, tras tener una acalorada discusión durante el rodaje de Cobra Verde, otra película que aborda el delirio de un portugués venido a menos, pero que gracias a ciertas influencias sociales logra partir al África para traficar con esclavos y formar su propio imperio (una película que guarda parentescos con Apocalypsis now, que perfectamente pudo haber filmado Herzog).

El asunto es que Kinski abandonó a medio terminar la película y la dupla dorada que había catapultados a ambos al centro del castillo fortificado, terminó por despedazarlos y marcar el inicio del declive. Luego de eso, Herzog ejecutaría una infumable película, sin Kinski, titulada Grito de Piedra, en 1991. Y pasaron diez años, hasta que retomó nuevamente el largometraje (por aquella época filmó trabajos y documentales para la televisión) para llegar con el Invencible, y tratar nuevamente el tema del delirio: un polaco judío emigra desde el campo a la ciudad luego de ser contratado por un agente circense, al ver una demostración pública de su descomunal fuerza. Es así que llega a un cabaret berlinés, donde disfrazado de Sigfrido, levanta pesos enormes ante la mirada atónita de los espectadores. El problema es que los altos jerarcas nazis solían acudir a estos espectáculos, y pensaban que su Sigfrido era alemán y no judío. Ambientada en una época enrarecida, poco antes de la ascensión de Hitler al poder, esta película marcaría una nueva era de Herzog, que a pesar de que se le murió su actor fetiche (o mejor dicho, icónico), sigue vigente y con la mente fresca, para nuevos proyectos.

5 de agosto de 2009

Frac/tura

Mi misión era salvar a la literatura chilena. Tenía la frente llena de sudor. Cuesta llevar un mecanismo tan complejo encajado en la frente, y disimularlo, para que la gente que está a tu alrededor no lo note. Me puse unos pliegues de látex firmemente adosados en el rostro. Para completar el secreto de mi cara, me puse una profusa peluca con chasquilla y pelo cano, conjunto que terminaba de salvaguardarme y completaba a la perfección mi disfraz. Del vestuario no hubo problemas: revisé un par de revistas digitalizadas de aquella época; unos pantalones de tela, una chaqueta, una camisa blanca y unos zapatos de cuero sintético bastaban. Me puse un dispositivo en mi cabeza, un pequeño chip que me permitía pronunciar correctamente el idioma chileno de esos años. Mi gerente financiaba, y pagaba bien. Luego las luces revoloteando encima de mi cara, los mareos, las ganas de vomitar, el desvanecimiento de la sala de control; mi piel, los órganos, los huesos expuestos. No sé cuántos segundos transcurrieron, pero de pronto me vi a mí mismo sentado con un maletín en un desgajado y sucio banco. Saqué mi pequeña plaqueta conectada a mi antebrazo derecho, y disimuladamente, apreté la secuencia. Un plano virtual de Santiago me sirvió para llegar hasta la Plaza Mulato Gil de Castro. Era obvio que tenía que caminar como un ciudadano más, no llamar la atención bajo ningún motivo. Si un policía me agarraba tendría que abortar de inmediato el plan y todo se habría ido al carajo. No mirar mucho a la gente, ni a los grandes autos amarillos repletos de cabezas asfixiadas y sudorosas. No podía intervenir ni un milímetro con mi presencia; sólo recorrer correctamente el perímetro señalado en mi plano virtual y seguir las indicaciones al pie de la letra.

No abundaré en detalles pintorescos. No habrá acá descripciones del ambiente más o menos histérico de la fecha señalada. Ese no es el fin de este informe. Me limité a ingresar a un bar (el cual olvidé anotar su nombre por un torpe descuido) y a sentarme al lado de una animada mesa, donde un grupo de personas debatían, reían y brindaban. Disimuladamente observé sus rostros, y pude comprobar la identidad de cada uno; de dos en realidad, los que importaban para esta crónica: Los señores L y B. El primero iba con un paño blanco sujeto a la cabeza, vestido de luto completo. B iba más o menos vestido como yo. Una coincidencia nada más. Ajusté el receptor detrás de mi oreja y sintonicé la percepción auditiva para poder escuchar mejor la conversación. La música y las risas dificultaban las cosas. Escuché que L hablaba sobre los piratería, sobre los pequeños pueblos que traficaban libros y que gracias a esto podían llegar al “pobre cabro patipelao” (transcribo lo más fiel posible) que apenas “tenía pa zapatos”, pero al menos podía escapar de la caja maldita de la televisión y leer un buen libro. Y resulta que de esos libros, una gran parte son los tuyos, replicó B. L estalló en carcajadas y luego rompió a cantar, un bolero que hablaba de un marinero que desafiaba a duelo a un pirata por un jovencito que trabajaba en una humilde pescadería. Los dos morían, con sendas estacadas en el corazón. Una de las comensales lo siguió en la canción. B, medio desconcertado, sonreía con una mueca torcida, y luego aspirando una larga bocanada de su cigarrillo, se puso a aplaudir.

L y B hablaron de algunos autores, de ciertas novelas que habían causado pésima o buenísima impresión en la crítica. De escritores que ya no figuran en el Registro Oficial de mi época, por lo cual da lo mismo anotar o no sus nombres. B se fue en una digresión interminable, sorbiendo un líquido que al parecer era agua con gas. En un momento me dio la impresión de que L tenía las ganas de acariciar el pelo de B, de tomarlo por la solapa de su chaqueta y besarlo apasionadamente. Pero no, sólo pequeños gestos entreveían esto que yo alucinaba. Las nervudas manos de L se movían nerviosas; tamborileaba con los dedos la melodía que inundaba el bar. Muchos pasaban cerca de la mesa, pero no atinaban a reconocerlos, excepto una muchachita de unos veinte años que se detuvo unos segundos, mirando fijamente a L, pero que una vez éste le devolvió la mirada, ella volteó rápidamente su cabeza y salió caminando rápidamente del local.

Todo esto lo registraba de memoria, simulando que esperaba a alguien, al lado de un vaso de vodka, mirando un reloj imaginario en mi muñeca izquierda, contabilizando los minutos y los segundos, pues cada vez me quedaba menos tiempo. De pronto vi un haz de luz recorriendo el local; un punto rojo casi imperceptible que se movía de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, buscando algo, un objetivo. Era el dispositivo infrarrojo de un arma, no lo dudé ni un minuto. No pasaron más que segundos cuando vislumbré la pronta desgracia: ese punto iluminaba la frente de B, el cual se veía muy serio hablando con L, contándole quizás qué confidencia.

No lo dudé, estiré un billete de diez mil pesos en la mesa y salí raudo del local. El haz de luz venía desde una ventana. Ahí pude ver a un hombre apostado con un rifle láser. Si no actuaba todo acabaría en desgracia. Miré al suelo y tomé la primera piedra que encontré: con fuerzas la arrojé al lado de la ventana donde se encontraban L y B. Los vidrios se trizaron. A continuación todo se acelera, pero en fracciones de segundo.

L se levanta de la mesa y me mira con odio, apunta con su mano y todo el grupo se pone en alerta. Me van a triturar si no arranco, pienso. Miro en dirección a la ventana y veo que el francotirador ha desaparecido, ni un rastro ha quedado de él. Por lo menos he evitado la desgraciada, pero no dejó de cuestionarme quién pudo haber sido el artífice del frustrado atentado. Debe haber una equivocación. Debieron haberme mandado a uno de los tantos pasados posibles que nunca existieron. Esos que están ahí sentados no son los verdaderos L y B que la historia ha registrado en sus libros.

Pero ahí están, frente a mí, el grupo, los garzones, los guardias, insultándome, todos apilados en la puerta de entrada. En la calle algunos peatones se detienen para contemplar el escándalo. Una mujer toma un celular y hace una llamada. Un hombre calvo y enorme se me acerca y no con buenas intenciones. Me toma de la chaqueta, y yo al retroceder hacia atrás caigo. Caímos juntos, rodando en el piso. Le pego un codazo en el estómago y aprovecho de correr. Escucho tras de mí gritos e imprecaciones. Corro. No sé hacia dónde. No hay tiempo para mirar mi mapa virtual. No hay espacio suficiente como para terminar de redactar esta crónica. Habrá que dejarla en bruto. Me meto en el borde lateral de un pabellón abandonado y comienzo a relatar rápidamente todo esto a una grabadora portátil que llevo en caso de emergencia. No debo dejar ningún rastro de mi presencia. Retiro de mi suela el aparato teletrasportador. En unos segundos me habré desvanecido en el aire y todo habrá terminado.
(fragmento de escrito que aspira a convertirse en novela)

19 de julio de 2009

Timothy Treadwell (1953-2003)

As a cowboy i knew in south texas
his face was burnt deep by the sun
part history, part sage, part mexican
he was there poncho villa was young
and he'd tell you a tale of the old days
when the country was wild all around
sit out under the stars of the milky way
and listen while the coyotes howl

they go: woo yip whoo yip woo

now the longhorns are gone
and the drovers are gone
the commanchees are gone
and the outlaws are gone
gernomino's gone
and sandbass is gone
and the lion is gone
and the redwolf is gone

well he cursed all the roads in the old land
and he cursed the automobiles
said this is no place for an hombre like i am
in this new world of asphalt and steel
then he'd look off someplace in the distance
at something only he could see
he'd say all thats left now is the old days
damned old coyotes and me

they'd go:woo yip whoo yip woo

now the longhorns are gone
and the drovers are gone
the commanchees are gone
and the outlaws are gone
now quantro's gone
san wantee is gone
and the lion is gone
and the redwolf is gone

one morning they searched his adobe
he dissapeared without even word
but that night as the moon crossed the mountain
one more coyote was heard

and he'd go:woo yip whoo yip woo

6 de julio de 2009

Su prominente vida se fue a la mierda

Al prosista lo conocí cuando tenía 17 años. Ambos teníamos nuestras esperanzas cifradas en la literatura, y esperábamos algún día vivir a tiempo completo de ella. Él era unos años más viejo, quizás tendría unos 25. Pasó el tiempo y la historia del prosista parece diseminarse y fracturarse en historias mínimas e infames. Historias tan burdas y groseras que no suscitarían ni el más mínimo interés por parte del lector. Conseguiría fatigarlo con detalles tan poco decorosos, como que le gustaba masturbarse mirando pornografía, pero sólo rusa, pues era la única que lo excitaba. O por ejemplo que utilizó durante un tiempo fármacos para disminuir la seca y repugnante acné que le devoraba el rostro, y no teniendo resultados lo intentó con palta, miel, vapor de la tetera, inclusive dejó de ver pornografía rusa y de masturbarse a diario, y como no le dio resultado, volvió a su ardiente Rusia, está vez encalleciéndose con dureza la palma de su mano derecha, pues llegó a cinco pajas diarias y al hilo. Los consejos iban y venían, pero su cara continuaba con un aspecto lamentable. Pese a su fealdad, nunca tuvo mayores problemas para conseguir mujeres, ya que siempre aparecía alguna, dispuesta a caer rendida en el antiguo juego de las sábanas.

El primer cuento que me mostró se llamaba enigmáticamente el 9 y el 8, una historia que aparentaba el juego de billar entre dos contrincantes malolientes y drogadictos, pero que en un momento pasaban a ser las bolas de la mesa, y terminaban todas las bolas echadas, menos la número 9 y la 8. Qué cuento más raro le dije, mientras sostenía el enclenque y mugriento libro antológico que contenía su relato. Explícamelo. Cuando se lo dije me respondió con violencia, los cuentos no se explican, tienes que descubrirlo tú mismo, piensa, piensa un poco carajo. Me di por vencido. Cuando íbamos saliendo del campus de la universidad, me dijo que los números correspondían a una fecha, 9 al mes de septiembre y 8 al día 8. ¿No estaba más claro? No, le dije, porque no sé a qué mierda alude esa fecha.

No nos hablamos por un par de años. Más tarde el prosista se fue de la universidad, de la carrera de periodismo donde éramos compañeros, y apareció un día publicado por la micro-editorial independiente La Caravana, con un libro de cuentos titulado Llagas, su primera publicación seria. Yo por ese tiempo trabajaba en una empresa de celulares donde mi rol era el de relacionador público. Tenía que ir a dar charlas a distintas empresas y hablar mil y una maravillas de los productos, tenía que redactar boletines informativos internos, organizar y dar las directrices al departamento de atención al cliente, coordinar el departamento de publicidad con el departamento de ventas, recortar prensa, analizar la competencia, dar cuenta mensualmente a los gerentes de los avances, y en resumidas cuentas, otro cúmulo de mínimas tareas devastadoras que de seguir enumerándolas terminarían agotando la paciencia del lector.
Recuerdo que llamé varias veces desde la compañía, pero no lo pude ubicar por meses. En ese tiempo había leído en la prensa un par de reseñas más de su libro, y por una que me entusiasmó mucho, me decidí finalmente a comprarlo. Cuando viese al prosista, tendría la posibilidad de destrozarlo o felicitarlo por su trabajo, dependiendo claro está, de si su libro me provocaba algo. Pues bueno, cuando lo leí quedé sorprendido gratamente, especialmente por tres cuentos. El primero se trataba de dos hombres que recorrían las calles desiertas y ruinosas de una ciudad incierta en busca de un antiguo bar. Al final debían arrancar porque aparecía la policía disparando contra todo lo que se moviera. El cuento finalizaba en un río insalubre, donde los hombres nadaban para salvarse y trataban de no ser descubiertos por los perros guardianes. El segundo cuento me llegó mucho, parecía que estaba escrito para mí: un hombre desesperado ante la rutina y el encierro decide saltar al vacío desde un rascacielos, desde una altura infinita que no le permite divisar las calles de la ciudad, hasta el momento final de su estrepitosa caída. El tercer cuento es la historia de un hombre enamorado de un fantasma, una alegoría, al menos así lo entendí yo, a la esperanza que tenemos por un paraíso remoto, por la búsqueda de contraer nupcias con una pareja, por volver al vientre materno, en otras palabras, por tratar de recuperar lo irrecuperable.
Al prosista no lo vería en mucho tiempo más. Cada vez que concertábamos un encuentro, la compañía decidía trasladarme a alguna oficina lejos de la capital. De todas formas, mientras me esforzaba día a día en ganarme mis pesos, las noticias del prosista seguían en aumento: ganó el premio de la universidad para ex-alumnos, luego el premio municipal, luego un certamen internacional para autores jóvenes. Cuando lo llamé para felicitarlo por otro galardón suyo -no recuerdo cuál fue específicamente- me dijo, ¿sabes cuál es el truco? Participar a concursos de provincia, y lo que es mejor, presentarte como escritor de provincia. En provincias no hay escritores de verdad, no hay una apuesta narrativa, sólo poetisos vanidosos y mediocres. Le respondí en tono de sorna: ¿Así que quieres ser un escritor provinciano?, no, se apuró a contestarme, yo quiero ser un escritor aparentemente de provincia, pero en el fondo aspiro a ser universal, no te hablo de fama ni de dinero, te hablo de ambición, de escribir algo bueno, de trazar un proyecto a través de la literatura, y no dedicarme a escribir novelitas provincianas.
Pasaron días, meses, años, siglos. Yo seguía varado en la empresa, y había conseguido publicar un pequeño librito de poemas, el cual en realidad era más un regalo para los amigos que el intento de hacer una carrera literaria. Supe por un amigo del puerto que el prosista vivía con una estudiante de filosofía, que tenían una hija, y que ahora se había vuelto todo un cabrón, en el buen sentido de la palabra, claro. Había dejado su afición al alcohol y escribía y leía como un poseso. En ese año publicó su segundo libro, en realidad un libro-objeto, Imágenes ancladas en la arena, el cual consistía en una cajita de madera color azul que en su interior contenía distintas postales, todas con imágenes de su ciudad pero acompañadas de textos a medio camino entre la narrativa y la prosa poética.
No estaba mal, el prosista había dejado su camino intempestivo de literatura visceral y ahora se había convertido en una especie de Cortázar provinciano, de un pacifista o de un naturalista que se había convertido al vegetarianismo. Buenos textos, pero desabridos, como naturalezas muertas de mal gusto, como de esas que haces cuando te las obligan a pintar en la escuela.
¡Rotundo error el mío que me haría tragarme mis palabras! Tiempo después apareció su tercer trabajo; Mansión deshecha, una novelaza que ganó varios certámenes y varios críticos del país la señalaron como la mejor del año. Esta vez no me molesté ni en llamarlo, en cambio corrí rápidamente a la librería y la compré. Ni siquiera pedí que me la envolvieran con el fino celofán del local, pues apenas salí de lugar, ya llevaba la novela ante mi nariz y no paraba de leerla. Lo primero que me llamó la atención, fue que por primera vez el frío y calculador amigo le dedicaba algo a una mujer que no fuera su madre, a mi mujer y mi hija, rezaba al abrir la novela. Pues bien, como iba diciendo, ese día tomé la novela y me metí en un café, pedí unas tostadas, un té, y acto seguido me devoré con mucha sorpresa y fascinación la novela. Era de noche cuando abandoné el lugar y ya había avanzado más de la mitad en el libro. Recuerdo que sentí una sensación de aturdimiento, como que el prosista había pegado un salto tremendo y casi definitivo en el oficio de la escritura. Ahora sus temas maduraban, su prosa era más límpida, y parecía que cada línea era una imagen poética confusa, repleta de sonidos y olores, porque eso era lo que quizás pretendía; fotografiar y retratar el puerto de su provincia, encerrar en un texto los nombres de sus calles, los miserables héroes locales, sus olores a frituras y a prostitución, sus imágenes de perros vagos cagando en la calle, los grupos de travestis atravesando el estero y sumergiéndose con sus amantes en el mar o enterrándose en la arena con sus penes flácidos y sus anos dilatados. Mansión deshecha era el testimonio vivo de un alma paseante –nunca sabemos quién es el narrador- a través de un puerto de provincia con su antiguo esplendor ahora añejo, con sus colonias extranjeras y pujantes de antaño convertidas ahora en desastres, con sus monumentos a los héroes americanos ahora abandonados en una plaza solitaria. Una ciudad con doscientos años de historia, y que ahora comenzaba a descascararse con la triste oleada del tiempo.
No sé en qué momento la prominente vida del prosista se fue a la mierda. Me contaron que lo vieron borracho en una cantina, solo, apoyado contra la barra, blasfemando en contra de los comunistas y los militares. Otros, no sé si más fantasiosos o realistas, me dijeron que estaba así tan mal porque llevaba mala junta, que unos fantoches y facinerosos vestidos elegantemente le pagaban sus borracheras, que no bastando con cancelarle sus deudas en todos los bares, lo atosigaban de tanta bebida. Que en una ocasión los vieron llegar de noche en un automóvil a su departamento, con un contundente cargamento de alcohol, y que todas las semanas aparecían sagradamente con el licor, para que el prosista se emborrachara y luego dejara de golpe el alcohol y cayera en un lamentable delirium tremens, un detonante de locura que terminaría con su existencia. Como había pasado mucho tiempo sin hablarnos, decidí establecer contacto a través de correspondencia. Los primeros correos no me los contestó, pero el día que menos pensaba me llegó su respuesta, y decía en pocas líneas que estaba con el agua hasta el cogote, que su mujer y su hija lo habían abandonado, que «unos tipos» querían matarlo a base de su vicio, que hace meses que no leía ni escribía nada. Que iban a desaparecer muchos, incluido tú, me respondió. Al final pedía que nos juntásemos, pero yo no podía, que los viajes, que las comisiones, que mi nueva familia, que no había tiempo. Aunque a lo mejor yo nunca lo quise ver, y para engañarlo a él y a mí mismo, utilicé como subterfugio cualquier excusa.

Uno nunca sabe del todo lo que quiere. Leí a un psicoanalista belga el cual decía que nuestra mente elucubra y maquina ideas en dos planos; el primero es el que nunca nos contradice, y el segundo, que vendría a ser una zona sombreada y difuminada, posee una voluntad autónoma, una inteligencia oculta a nuestra conciencia, pero que sólo los hombres más espirituales y disciplinados logran desentrañar y dominar. Puedo abominar de la pedofilia, pero secretamente estaré deseando poderosamente a un niño. Aún así, dentro de esa voluntad se encuentran otros dos planos, y así puede seguir la grieta mental hasta niveles insospechados, como si fueran las plúmbeas capas de una cebolla infinita.

Esta historia ramificada termina convergiendo en un solo punto, en un punto detestable y miserable. Pasó mucho tiempo sin que supiera nada del prosista, dejó de contestar los correos, nunca más lo pude ubicar a su celular, y cierto día que pude entablar contacto telefónico con su ex-mujer, me comentó escuetamente que ahora velaba por el futuro de su niña, que el prosista no tenía vueltas, y que si yo era tan amigo de él porque no me preocupaba más y lo sacaba del pozo en que se encontraba. Luego me cortó de golpe.

Estaba paranoico, de eso no tenía ninguna duda. Me persiguen, a ti también te perseguirán. ¿Qué hacía que creyera en esos delirios? ¿Cuáles eran sus falsas premisas en las que se movía?
Un día, mientras salía de la ducha y mi esposa me servía el desayuno y me tendía el periódico en la mesa, leí con estupefacción la triste noticia. Derramé el poco café que me quedaba, dejé las tostadas a medio comer y me levanté en silencio de la mesa, me dirigí a mi cuarto, y me recosté en la cama. Sentí un poco de escalofríos. Náuseas mejor dicho, algo que me recorría el estómago. En un momento pensé que iba a vomitar. Mi esposa apareció por el marco de la puerta y me preguntó si es que estaba bien. Le dije: “me resfrié. ¿Podrías avisar al trabajo que me ausentaré?” No me dijo nada. Cerró lentamente la puerta y apagó las luces del pasillo. Ese día comencé a escribir mi obra y mandé todo lo demás a la mierda.
(fragmento, de mi novela inédita El síndrome de Gernsback)

22 de junio de 2009

Y yo era su sombra

La religión es el opio del pueblo. Es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el corazón, de un mundo sin corazón. (Karl Marx, Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel)

Quien tiene el arte y la ciencia, tiene la religión. Quien no tiene el arte y la ciencia, que tenga la religión. (Johann Wolfgang von Goethe)

Durante varias semanas revisé la exhaustiva bibliografía de Ananda K. Coomaraswamy. Tuve que recurrir muchas veces al inglés, y otras pocas veces al alemán. Ayudado por un diccionario de terminología crítica, logré descifrar ciertas inquietudes que me exasperaban el juicio. La pretensión de todo academicista es elaborar un manual propio con un lenguaje particular, aprehensible para quién lo redacta. La operación sin embargo, en este terreno se redoblaba en dificultad. Una gran parte del pensamiento presentado por Ananda provenía de fuentes védicas, y en escasas ocasiones, chinas. La labor de retraducirlo en palabras inteligibles me llevó a reformular mis principios. Debajo de mi cuarto, una vieja reproducción norteamericana de una obra teatral alemana, traducida por Anselmus Brax, se repetía en mi cabeza como un mantra: Gewöhlich glaubt der mensch, wenn er hur worte hört, Es müsse sich dabei doch auch was Denken lassen. (Con frecuencia creen los hombres, cuando escuchan sólo varias palabras, que se trata de hondos pensamientos).

La fuerte acumulación de conceptos se sedimentaba con furia en mi cabeza. San Ignacio de Loyola entendió que la purificación del espíritu se encontraba por medio de la mortificación de la carne. La materia, emanación o reflejo de un largo proceso biológico, no es más que una proyección mental emanada de Dios. Por lo tanto yo quería saber qué entendía respecto a esto una religión no teísta, como era el budismo.

Luego de escabrosos meses en que me sumí en una aletargada y estéril búsqueda, decidí ensayar el proyecto de una novela. Pensaba, ingenuamente, que la elaboración de un mundo del cual yo creía conocer bien sus leyes y principios, me entregaría casi como por inercia las respuestas que necesitaba.

Por ese tiempo me confiscaron mis escritos, quemaron mi disco duro, me robaron un par de libros de mi biblioteca. Una mañana desperté en una incómoda postura; me habían amarrado los brazos y las piernas. Pero seguí adelante.

Proseguí con el proyecto de mi novela, que se titularía Las vibraciones de la sombra. Adentro de ella escribí, a la manera de la historiografía, todos los lugares que había visitado, todas las personas que había conocido, todos los libros que había leído, toda la música que había escuchado, todo el cine que había visto.

Janus Maxwell, teórico de la psicomnésis, enseñaba en un detallado tratado la manera de recuperar la memoria perdida. Durante la vigilia, existe un mecanismo dormido que es capaz de activar todo nuestro pasado. Nuestro consciente, que constantemente es empujado a crear una imagen, una figura, un yo, se encarga de apagar ese mecanismo. A mayor personalidad, a mayor afirmación del ego, mayor es el embotamiento psíquico en el que nos encontramos. Este despertar se podía lograr con un entrenamiento poco ortodoxo para nuestra cultura: la meditación. La meditación, olvidarse de uno mismo. Fernando Pessoa, que se movió en círculos esotéricos, promovió discretamente el pensamiento metafísico de la disolución de la unidad en el todo. Escribió en el sugerente poema Há metafísica bastante em não pensar em nada, bajo el heterónimo de Alberto Caeiro: Mas se Deus é as flores e as árvores/ E os montes e sol e o luar, /Então acredito nele, / Então acredito nele a toda a hora, /E a minha vida é toda uma oração e uma missa, /E uma comunhão com os olhos e pelos ouvidos.

Ello me otorgó la clave. Sin embargo, tuve que recurrir a sustancias químicas que casi me destrozaron el cerebro. La droga, de cuyo nombre no debo acordarme, me hizo recordar en un aluvión de imágenes toda mi vida, como si fuera una enorme flor salpicando pétalos de carne, girando a la velocidad de la luz. Tras cada sesión, que en tiempo real debía durar tan sólo unos minutos (y en tiempo mental se extendía por meses) debía ser sujetado firmemente de los brazos por mi maestro Eneda Karusotka. Me golpeaba con una vara de roble en el cuerpo y luego, con ayuda de sus discípulos, me sumergían la cara en una enorme vasija de cobre repleta de agua hirviendo. Cuentan que varias veces volví horrorizado, diciendo que era un espíritu del pasado que se había apoderado de mi cuerpo. Ellos entendían que sólo era una perturbación psíquica producida por la inmersión irresponsable en estados anteriores de mi vida, que debieron haber sido olvidados pero que yo recordaba a la fuerza. Encarnaba ficciones o recuerdos o sueños. Por suerte me devolvían a mí mismo, pero me recordaban que yo sólo era la construcción de un mundo ilusorio en permanente cambio.

"Lo que has experimentado, es el producto de la rapidez de tu accionar. Nosotros somos capaces de llegar parcialmente a desvincularnos de la ilusión del yo, pero eso requiere mucha fortaleza espiritual, una comunión completa de todas nuestras células en constante interconexión."
Paralelamente iba anotando todas las impresiones que tenía de estos viajes al interior de mi mente. La novela fue perfeccionándose, pero comenzó a adquirir una envergadura espantosa. Llevaba alrededor de cuatro tomos, de mil páginas cada uno. Yo no sabía muy bien por qué los monjes me ayudaban en mi proceso. Pero poco a poco fui desentrañando una verdad. Ellos me apoyaban a cambio de conseguir una manera de despertar conciencias, de manera más rápida y efectiva. En el mundo existía una jerarquía muy clara. Arriba estaba Buda y debajo de él, el Bodhisattva. Los seres a punto de despertar. Más abajo estábamos todos los mortales encerrados en la cárcel ilusoria del ego. El camino de los iniciados podía ser muy arduo y lento. Buda ya había aparecido en Nepal, porque el combate cósmico pronto se iniciaría. ¿Cuándo? Muy pronto, sentenciaron. El último avatar, el martillo de guerra, la lanza penetrante, el rayo destructor, la furia y la locura, había nacido en el siglo XIX en Austria, y se había llamado Adolf Hitler.

Sentí pánico, náuseas, asco. Lo que pretendía esta secta de fanáticos escapaba a mi entendimiento. Pensé en sacar mi revólver y matarlos a todos, ahí mismo, en el templo. Lo hice. Apunté a mi maestro directo a la cabeza. Jalé el gatillo y cerré los ojos. Pero no pasó nada. Ante mi sorpresa, un joven se acercó y abriendo la palma de su mano, cayeron todas las balas al suelo.
"Lo habíamos previsto, podemos mirar un futuro cercano, potencial e hipotético, con un margen escaso de error", dijo mi maestro. A continuación se levantó de la alfombra y se sentó en posición de loto.
Hay muchas cosas que aún debes entender, sentenció con frialdad. Luego se levantó, me tomó de las manos y me abrazó.

20 de junio de 2009

Aelita: mi reina, mi perdido amor

No sé cómo, pero empecé a recibir sus mensajes de forma constante. La primera vez estaba de pie en la Avenida Central, contemplado a un enorme edificio en llamas. Adentro no había gente, pero se escuchaban los gritos, como enganchados por una misteriosa energía que los enlazaba en el fuego. Cuatro psicobomberos hacían lo posible por reducir las llamas, pero el dióxido de carbono dominaba cada vez más toda la cuadra. Ahí fue cuando dijo que me estaba esperando. Me dio unas coordenadas que cotejé rápidamente en mi mapa holográfico. Tomé mi helimóvil y avancé a toda velocidad por la Avenida Roja. Una estatua digital de Lenin me saludaba con el brazo en alto.

El lugar que me indicó era básicamente un edificio con una fachada propia del siglo XXI. Estaba totalmente ruinoso; era muy poco probable que realmente hubiese vida ahí adentro. El edificio estaba emplazado en una zona de desperdicios industriales. La única entrada era una cueva que surgía en medio de la construcción. Ajusté los parámetros de mi vista y pude notar que la cueva-edificio se adentraba muchos kilómetros tierra abajo. En las paredes laterales se abrían una infinidad de puertas; baños públicos, salones dentales, microbares cinematográficos, áreas de copulación, sets prototelevisivos... sin duda había sido un esplendoroso hotel en el pasado. Ahora todo estaba cubierto de musgo y era muy probable que adentro habitaran semihumanos, macroorganismos parasitarios y quizás hasta tribus de neocapitalistas antropófagos, expulsados hace más de tres decenios de nuestro sistema. Me llegó con fuerzas un nuevo mensaje:
"Estoy acá. Puedo escribirte todo lo que quieras. Sé que me has buscado durante años. Mi hermano administraba este local. Al comienzo todo excelente. Luego llegaron los malos manejos. Gente poderosa. Que decía poseer capacidades mentales para controlar la mente de la gente. Mafiosos. Neoístas. Ellos generaban traumas al inconsciente colectivo y desde ahí podían ejercer el control total. ¿Fueron eliminados? Me queda muy poco. No puedo seguir hablándote. Apúrate."

Su retorcido mensaje me provocó un fuerte dolor de cabeza. Los neoístas habían vivido entre el siglo XX y las postrimerías del XXI. Pero ahora eran una pieza más del museo de la infamia. Nuestro partido había barrido contra todo esos mugrosos hace tanto tiempo. Estaba realmente confundido. Además, sin armamento pesado no me atrevería a entrar a la caverna-edificio. Si llamaba a algunos de la Central, lo echaría todo al traste. Yo la necesitaba a ella, años sin saber de su paradero, y ahora exponerla a que otros la viesen, eso nunca. Tenía que ser ella quien estaba ahí; no tenía el talento como para hacer simulacros temporales y mandarme mensajes telepáticos desde zonas falsas. Tenía que estar adentro. Sin embargo no sabía quién era, aunque me parecía haberla conocido.
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La mayoría de lo que ocurrió adentro de la caverna es secundario. Pasaron cerca de cinco años. Podía alimentarme de mi entorno gracias a las disciplinas que el comunismo zen me había entregado. Las cavernas húmedas me acogieron como generosas madres, y mis huesos se acoplaron en el mineral para terminar fusionado con el ambiente en una sola entidad. Por esos años me olvidé de quién era yo mismo. Alguien, que habitaba dentro de mi cuerpo, seguía recibiendo los agónicos mensajes. Mencionaba algo sobre la verdad, la luz, un arma poderosa... un discurso que me era incoherente. Seguía avanzando a cuestas (aunque para no aturdir al lector, yo no era el yo que comenzaba en esta historia; que no se extrañe por el cambio de narrador que viene a continuación), pero de manera segura avanzaba. Reptando como una serpiente, sosteniendo sus manos con fuerza a las rocas, ya había olvidado el mensaje original, pero sabía que dentro de sí, un pequeño fragmento anhelaba con toda su energía llegar hasta ella. Había recorrido todo el complejo, por lo menos unas doscientas veces. Había elaborado un detallado mapa que era capaz de distinguir temperaturas, accidentes topográficos, rasgaduras en las paredes, densidad vegetal estacional, y una serie de variables demasiado largas de nombrar.
Pero un mínimo detalle había pasado por alto: una hendidura en una pared de lo que había sido un consultorio psiquiátrico (lo adivinaba por su disposición espacial) comenzó a abrirse de a poco. No tuvo mucho esfuerzo que hacer: de un puñetazo abrió la grieta y descubrió un cuarto escondido, de no más de diez metros cuadrados. Al fondo una computadora parpeadaba y respiraba con fatiga. Le arrancó las telas de araña, y rasgándose un pedazo de tela de su traje, limpió con cuidado la pantalla y los circuitos semi-expuestos. La computadora le agradeció que la haya descubierto: "Pero ahora me queda tan poca batería. No más de diez minutos. Así es que escucha bien lo que te voy a decir". Me senté y escuché con atención.
"En uno de todos los pasados posibles, tú eras un joven que intentó cortejarme durante años. Yo no podía, siempre sentí una especie de repulsión hacia a tí. No me gustaba la forma en que pensabas, tu inútil acumulación de comentarios, tu caótica visión de la realidad. Quizás tenías un brillo que me cegaba con violencia. Preferí escoger un hombre más sencillo. Alguien ni tan estúpido, ni tan inteligente como tú. Como hacemos las mujeres. Alguien que no sea muy superior a nosotras, para que nuestro ego se mantenga estable, ya sabes. Así nos educaron. No es nuestra culpa. Pasaron los años. Se desarrolló el Internet. Comenzaste a perseguirme. Hackeaste mi correo, accediste a mi información más privada: tarjetas de créditos, diario de vida, red de contactos, habilidades de seducción, fotos íntimas, etc. Por ese tiempo aún no se disolvía para siempre el concepto de propiedad. Lo que hacías era ilegal. Pero llegó una nueva era, y la res privata desapareció. Pusiste mis datos más elementales, ciertas observaciones que habías hecho sobre mí, y el software hizo lo demás. Después te moriste. Me importó una mierda. Quizás sentí algo de pena, pero ya hace más de treinta años que habías salido de mi vida. Luego me morí. En uno de esos pasados posibles, todo habría sido distinto. Pero nos tocó este presente potencial, y no nos queda otra que terminar de una vez lo que tú empezaste."
Comprendía bien la situación. Debía tratarse de un extraño caso de reencarnación, algo que los científicos todavía no comprobaban del todo. Él había vivido unos tres siglos atrás y la había conocido en su forma humana. Pero ella, cuando murió, en vez de pasar a otro universo paralelo, su alma fue retenida por la máquina. Entonces sintió el amor. Recordó. Largos atardeceres. Un rostro inexpresivo. Una cara pálida. Unos ojos con forma de almendra. Una gran estatura. Un cuello largo. Una nariz aguileña. Un mentón largo y puntudo. Un joven de quince años recostado contra la espalda de otra joven, sobre la hierba. Su pelo largo. El aroma. Luego venía la confusión, el rechazo. La más abierta, dolorosa y cruel indeferencia...
Sacó de su bolsillo su manual digital y leyó en la sección A1, sobre mujeres: Las pérfidas traicioneras destruían el ego. Pero las indiferentes, eliminadas del sistema por razones de superviviencia, sublimaban la pulsión hasta hacerla extallar en una catarata de imaginería visual y pirotécnia. Todo esto dentro de la mente del sujeto expuesto a ellas. Eran, las principales causantes del arte, no había que olvidarlo. Por ende, decidimos que siguieran viviendo las sumisas y las pérfidas, que permitían el último fin de la raza humana: la supervivencia y la mutación. El arte fue eliminado, por considerarse intrascendente para esos propósitos.
Estaba todo más claro. Supo qué hacer. Sacó una afilada piedra y se rasgó el abdomen. Luego de que salieron los primeros litros de sangre, se retiró con fuerza los intestinos y los enrolló alrededor del envase que almacenaba a la computadora. Encajó con fuerzas su cabeza en el monitor. Salieron chispas. Los ojos se le derritieron de forma acuosa, dejando un hilillo pegoteado sobre el teclado. Finalmente, colocó sus dos extremidades superiores en el cargador de batería, y puso sus manos en una postura búdica, provocando un estruendoso cortocircuito que atronó en toda la cuadra, muchos metros más arriba, en la superficie.

A cien kilómetros a la redonda, se perdieron las últimas señales de vida.