6 de julio de 2009

Su prominente vida se fue a la mierda

Al prosista lo conocí cuando tenía 17 años. Ambos teníamos nuestras esperanzas cifradas en la literatura, y esperábamos algún día vivir a tiempo completo de ella. Él era unos años más viejo, quizás tendría unos 25. Pasó el tiempo y la historia del prosista parece diseminarse y fracturarse en historias mínimas e infames. Historias tan burdas y groseras que no suscitarían ni el más mínimo interés por parte del lector. Conseguiría fatigarlo con detalles tan poco decorosos, como que le gustaba masturbarse mirando pornografía, pero sólo rusa, pues era la única que lo excitaba. O por ejemplo que utilizó durante un tiempo fármacos para disminuir la seca y repugnante acné que le devoraba el rostro, y no teniendo resultados lo intentó con palta, miel, vapor de la tetera, inclusive dejó de ver pornografía rusa y de masturbarse a diario, y como no le dio resultado, volvió a su ardiente Rusia, está vez encalleciéndose con dureza la palma de su mano derecha, pues llegó a cinco pajas diarias y al hilo. Los consejos iban y venían, pero su cara continuaba con un aspecto lamentable. Pese a su fealdad, nunca tuvo mayores problemas para conseguir mujeres, ya que siempre aparecía alguna, dispuesta a caer rendida en el antiguo juego de las sábanas.

El primer cuento que me mostró se llamaba enigmáticamente el 9 y el 8, una historia que aparentaba el juego de billar entre dos contrincantes malolientes y drogadictos, pero que en un momento pasaban a ser las bolas de la mesa, y terminaban todas las bolas echadas, menos la número 9 y la 8. Qué cuento más raro le dije, mientras sostenía el enclenque y mugriento libro antológico que contenía su relato. Explícamelo. Cuando se lo dije me respondió con violencia, los cuentos no se explican, tienes que descubrirlo tú mismo, piensa, piensa un poco carajo. Me di por vencido. Cuando íbamos saliendo del campus de la universidad, me dijo que los números correspondían a una fecha, 9 al mes de septiembre y 8 al día 8. ¿No estaba más claro? No, le dije, porque no sé a qué mierda alude esa fecha.

No nos hablamos por un par de años. Más tarde el prosista se fue de la universidad, de la carrera de periodismo donde éramos compañeros, y apareció un día publicado por la micro-editorial independiente La Caravana, con un libro de cuentos titulado Llagas, su primera publicación seria. Yo por ese tiempo trabajaba en una empresa de celulares donde mi rol era el de relacionador público. Tenía que ir a dar charlas a distintas empresas y hablar mil y una maravillas de los productos, tenía que redactar boletines informativos internos, organizar y dar las directrices al departamento de atención al cliente, coordinar el departamento de publicidad con el departamento de ventas, recortar prensa, analizar la competencia, dar cuenta mensualmente a los gerentes de los avances, y en resumidas cuentas, otro cúmulo de mínimas tareas devastadoras que de seguir enumerándolas terminarían agotando la paciencia del lector.
Recuerdo que llamé varias veces desde la compañía, pero no lo pude ubicar por meses. En ese tiempo había leído en la prensa un par de reseñas más de su libro, y por una que me entusiasmó mucho, me decidí finalmente a comprarlo. Cuando viese al prosista, tendría la posibilidad de destrozarlo o felicitarlo por su trabajo, dependiendo claro está, de si su libro me provocaba algo. Pues bueno, cuando lo leí quedé sorprendido gratamente, especialmente por tres cuentos. El primero se trataba de dos hombres que recorrían las calles desiertas y ruinosas de una ciudad incierta en busca de un antiguo bar. Al final debían arrancar porque aparecía la policía disparando contra todo lo que se moviera. El cuento finalizaba en un río insalubre, donde los hombres nadaban para salvarse y trataban de no ser descubiertos por los perros guardianes. El segundo cuento me llegó mucho, parecía que estaba escrito para mí: un hombre desesperado ante la rutina y el encierro decide saltar al vacío desde un rascacielos, desde una altura infinita que no le permite divisar las calles de la ciudad, hasta el momento final de su estrepitosa caída. El tercer cuento es la historia de un hombre enamorado de un fantasma, una alegoría, al menos así lo entendí yo, a la esperanza que tenemos por un paraíso remoto, por la búsqueda de contraer nupcias con una pareja, por volver al vientre materno, en otras palabras, por tratar de recuperar lo irrecuperable.
Al prosista no lo vería en mucho tiempo más. Cada vez que concertábamos un encuentro, la compañía decidía trasladarme a alguna oficina lejos de la capital. De todas formas, mientras me esforzaba día a día en ganarme mis pesos, las noticias del prosista seguían en aumento: ganó el premio de la universidad para ex-alumnos, luego el premio municipal, luego un certamen internacional para autores jóvenes. Cuando lo llamé para felicitarlo por otro galardón suyo -no recuerdo cuál fue específicamente- me dijo, ¿sabes cuál es el truco? Participar a concursos de provincia, y lo que es mejor, presentarte como escritor de provincia. En provincias no hay escritores de verdad, no hay una apuesta narrativa, sólo poetisos vanidosos y mediocres. Le respondí en tono de sorna: ¿Así que quieres ser un escritor provinciano?, no, se apuró a contestarme, yo quiero ser un escritor aparentemente de provincia, pero en el fondo aspiro a ser universal, no te hablo de fama ni de dinero, te hablo de ambición, de escribir algo bueno, de trazar un proyecto a través de la literatura, y no dedicarme a escribir novelitas provincianas.
Pasaron días, meses, años, siglos. Yo seguía varado en la empresa, y había conseguido publicar un pequeño librito de poemas, el cual en realidad era más un regalo para los amigos que el intento de hacer una carrera literaria. Supe por un amigo del puerto que el prosista vivía con una estudiante de filosofía, que tenían una hija, y que ahora se había vuelto todo un cabrón, en el buen sentido de la palabra, claro. Había dejado su afición al alcohol y escribía y leía como un poseso. En ese año publicó su segundo libro, en realidad un libro-objeto, Imágenes ancladas en la arena, el cual consistía en una cajita de madera color azul que en su interior contenía distintas postales, todas con imágenes de su ciudad pero acompañadas de textos a medio camino entre la narrativa y la prosa poética.
No estaba mal, el prosista había dejado su camino intempestivo de literatura visceral y ahora se había convertido en una especie de Cortázar provinciano, de un pacifista o de un naturalista que se había convertido al vegetarianismo. Buenos textos, pero desabridos, como naturalezas muertas de mal gusto, como de esas que haces cuando te las obligan a pintar en la escuela.
¡Rotundo error el mío que me haría tragarme mis palabras! Tiempo después apareció su tercer trabajo; Mansión deshecha, una novelaza que ganó varios certámenes y varios críticos del país la señalaron como la mejor del año. Esta vez no me molesté ni en llamarlo, en cambio corrí rápidamente a la librería y la compré. Ni siquiera pedí que me la envolvieran con el fino celofán del local, pues apenas salí de lugar, ya llevaba la novela ante mi nariz y no paraba de leerla. Lo primero que me llamó la atención, fue que por primera vez el frío y calculador amigo le dedicaba algo a una mujer que no fuera su madre, a mi mujer y mi hija, rezaba al abrir la novela. Pues bien, como iba diciendo, ese día tomé la novela y me metí en un café, pedí unas tostadas, un té, y acto seguido me devoré con mucha sorpresa y fascinación la novela. Era de noche cuando abandoné el lugar y ya había avanzado más de la mitad en el libro. Recuerdo que sentí una sensación de aturdimiento, como que el prosista había pegado un salto tremendo y casi definitivo en el oficio de la escritura. Ahora sus temas maduraban, su prosa era más límpida, y parecía que cada línea era una imagen poética confusa, repleta de sonidos y olores, porque eso era lo que quizás pretendía; fotografiar y retratar el puerto de su provincia, encerrar en un texto los nombres de sus calles, los miserables héroes locales, sus olores a frituras y a prostitución, sus imágenes de perros vagos cagando en la calle, los grupos de travestis atravesando el estero y sumergiéndose con sus amantes en el mar o enterrándose en la arena con sus penes flácidos y sus anos dilatados. Mansión deshecha era el testimonio vivo de un alma paseante –nunca sabemos quién es el narrador- a través de un puerto de provincia con su antiguo esplendor ahora añejo, con sus colonias extranjeras y pujantes de antaño convertidas ahora en desastres, con sus monumentos a los héroes americanos ahora abandonados en una plaza solitaria. Una ciudad con doscientos años de historia, y que ahora comenzaba a descascararse con la triste oleada del tiempo.
No sé en qué momento la prominente vida del prosista se fue a la mierda. Me contaron que lo vieron borracho en una cantina, solo, apoyado contra la barra, blasfemando en contra de los comunistas y los militares. Otros, no sé si más fantasiosos o realistas, me dijeron que estaba así tan mal porque llevaba mala junta, que unos fantoches y facinerosos vestidos elegantemente le pagaban sus borracheras, que no bastando con cancelarle sus deudas en todos los bares, lo atosigaban de tanta bebida. Que en una ocasión los vieron llegar de noche en un automóvil a su departamento, con un contundente cargamento de alcohol, y que todas las semanas aparecían sagradamente con el licor, para que el prosista se emborrachara y luego dejara de golpe el alcohol y cayera en un lamentable delirium tremens, un detonante de locura que terminaría con su existencia. Como había pasado mucho tiempo sin hablarnos, decidí establecer contacto a través de correspondencia. Los primeros correos no me los contestó, pero el día que menos pensaba me llegó su respuesta, y decía en pocas líneas que estaba con el agua hasta el cogote, que su mujer y su hija lo habían abandonado, que «unos tipos» querían matarlo a base de su vicio, que hace meses que no leía ni escribía nada. Que iban a desaparecer muchos, incluido tú, me respondió. Al final pedía que nos juntásemos, pero yo no podía, que los viajes, que las comisiones, que mi nueva familia, que no había tiempo. Aunque a lo mejor yo nunca lo quise ver, y para engañarlo a él y a mí mismo, utilicé como subterfugio cualquier excusa.

Uno nunca sabe del todo lo que quiere. Leí a un psicoanalista belga el cual decía que nuestra mente elucubra y maquina ideas en dos planos; el primero es el que nunca nos contradice, y el segundo, que vendría a ser una zona sombreada y difuminada, posee una voluntad autónoma, una inteligencia oculta a nuestra conciencia, pero que sólo los hombres más espirituales y disciplinados logran desentrañar y dominar. Puedo abominar de la pedofilia, pero secretamente estaré deseando poderosamente a un niño. Aún así, dentro de esa voluntad se encuentran otros dos planos, y así puede seguir la grieta mental hasta niveles insospechados, como si fueran las plúmbeas capas de una cebolla infinita.

Esta historia ramificada termina convergiendo en un solo punto, en un punto detestable y miserable. Pasó mucho tiempo sin que supiera nada del prosista, dejó de contestar los correos, nunca más lo pude ubicar a su celular, y cierto día que pude entablar contacto telefónico con su ex-mujer, me comentó escuetamente que ahora velaba por el futuro de su niña, que el prosista no tenía vueltas, y que si yo era tan amigo de él porque no me preocupaba más y lo sacaba del pozo en que se encontraba. Luego me cortó de golpe.

Estaba paranoico, de eso no tenía ninguna duda. Me persiguen, a ti también te perseguirán. ¿Qué hacía que creyera en esos delirios? ¿Cuáles eran sus falsas premisas en las que se movía?
Un día, mientras salía de la ducha y mi esposa me servía el desayuno y me tendía el periódico en la mesa, leí con estupefacción la triste noticia. Derramé el poco café que me quedaba, dejé las tostadas a medio comer y me levanté en silencio de la mesa, me dirigí a mi cuarto, y me recosté en la cama. Sentí un poco de escalofríos. Náuseas mejor dicho, algo que me recorría el estómago. En un momento pensé que iba a vomitar. Mi esposa apareció por el marco de la puerta y me preguntó si es que estaba bien. Le dije: “me resfrié. ¿Podrías avisar al trabajo que me ausentaré?” No me dijo nada. Cerró lentamente la puerta y apagó las luces del pasillo. Ese día comencé a escribir mi obra y mandé todo lo demás a la mierda.
(fragmento, de mi novela inédita El síndrome de Gernsback)