20 de junio de 2009

Aelita: mi reina, mi perdido amor

No sé cómo, pero empecé a recibir sus mensajes de forma constante. La primera vez estaba de pie en la Avenida Central, contemplado a un enorme edificio en llamas. Adentro no había gente, pero se escuchaban los gritos, como enganchados por una misteriosa energía que los enlazaba en el fuego. Cuatro psicobomberos hacían lo posible por reducir las llamas, pero el dióxido de carbono dominaba cada vez más toda la cuadra. Ahí fue cuando dijo que me estaba esperando. Me dio unas coordenadas que cotejé rápidamente en mi mapa holográfico. Tomé mi helimóvil y avancé a toda velocidad por la Avenida Roja. Una estatua digital de Lenin me saludaba con el brazo en alto.

El lugar que me indicó era básicamente un edificio con una fachada propia del siglo XXI. Estaba totalmente ruinoso; era muy poco probable que realmente hubiese vida ahí adentro. El edificio estaba emplazado en una zona de desperdicios industriales. La única entrada era una cueva que surgía en medio de la construcción. Ajusté los parámetros de mi vista y pude notar que la cueva-edificio se adentraba muchos kilómetros tierra abajo. En las paredes laterales se abrían una infinidad de puertas; baños públicos, salones dentales, microbares cinematográficos, áreas de copulación, sets prototelevisivos... sin duda había sido un esplendoroso hotel en el pasado. Ahora todo estaba cubierto de musgo y era muy probable que adentro habitaran semihumanos, macroorganismos parasitarios y quizás hasta tribus de neocapitalistas antropófagos, expulsados hace más de tres decenios de nuestro sistema. Me llegó con fuerzas un nuevo mensaje:
"Estoy acá. Puedo escribirte todo lo que quieras. Sé que me has buscado durante años. Mi hermano administraba este local. Al comienzo todo excelente. Luego llegaron los malos manejos. Gente poderosa. Que decía poseer capacidades mentales para controlar la mente de la gente. Mafiosos. Neoístas. Ellos generaban traumas al inconsciente colectivo y desde ahí podían ejercer el control total. ¿Fueron eliminados? Me queda muy poco. No puedo seguir hablándote. Apúrate."

Su retorcido mensaje me provocó un fuerte dolor de cabeza. Los neoístas habían vivido entre el siglo XX y las postrimerías del XXI. Pero ahora eran una pieza más del museo de la infamia. Nuestro partido había barrido contra todo esos mugrosos hace tanto tiempo. Estaba realmente confundido. Además, sin armamento pesado no me atrevería a entrar a la caverna-edificio. Si llamaba a algunos de la Central, lo echaría todo al traste. Yo la necesitaba a ella, años sin saber de su paradero, y ahora exponerla a que otros la viesen, eso nunca. Tenía que ser ella quien estaba ahí; no tenía el talento como para hacer simulacros temporales y mandarme mensajes telepáticos desde zonas falsas. Tenía que estar adentro. Sin embargo no sabía quién era, aunque me parecía haberla conocido.
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La mayoría de lo que ocurrió adentro de la caverna es secundario. Pasaron cerca de cinco años. Podía alimentarme de mi entorno gracias a las disciplinas que el comunismo zen me había entregado. Las cavernas húmedas me acogieron como generosas madres, y mis huesos se acoplaron en el mineral para terminar fusionado con el ambiente en una sola entidad. Por esos años me olvidé de quién era yo mismo. Alguien, que habitaba dentro de mi cuerpo, seguía recibiendo los agónicos mensajes. Mencionaba algo sobre la verdad, la luz, un arma poderosa... un discurso que me era incoherente. Seguía avanzando a cuestas (aunque para no aturdir al lector, yo no era el yo que comenzaba en esta historia; que no se extrañe por el cambio de narrador que viene a continuación), pero de manera segura avanzaba. Reptando como una serpiente, sosteniendo sus manos con fuerza a las rocas, ya había olvidado el mensaje original, pero sabía que dentro de sí, un pequeño fragmento anhelaba con toda su energía llegar hasta ella. Había recorrido todo el complejo, por lo menos unas doscientas veces. Había elaborado un detallado mapa que era capaz de distinguir temperaturas, accidentes topográficos, rasgaduras en las paredes, densidad vegetal estacional, y una serie de variables demasiado largas de nombrar.
Pero un mínimo detalle había pasado por alto: una hendidura en una pared de lo que había sido un consultorio psiquiátrico (lo adivinaba por su disposición espacial) comenzó a abrirse de a poco. No tuvo mucho esfuerzo que hacer: de un puñetazo abrió la grieta y descubrió un cuarto escondido, de no más de diez metros cuadrados. Al fondo una computadora parpeadaba y respiraba con fatiga. Le arrancó las telas de araña, y rasgándose un pedazo de tela de su traje, limpió con cuidado la pantalla y los circuitos semi-expuestos. La computadora le agradeció que la haya descubierto: "Pero ahora me queda tan poca batería. No más de diez minutos. Así es que escucha bien lo que te voy a decir". Me senté y escuché con atención.
"En uno de todos los pasados posibles, tú eras un joven que intentó cortejarme durante años. Yo no podía, siempre sentí una especie de repulsión hacia a tí. No me gustaba la forma en que pensabas, tu inútil acumulación de comentarios, tu caótica visión de la realidad. Quizás tenías un brillo que me cegaba con violencia. Preferí escoger un hombre más sencillo. Alguien ni tan estúpido, ni tan inteligente como tú. Como hacemos las mujeres. Alguien que no sea muy superior a nosotras, para que nuestro ego se mantenga estable, ya sabes. Así nos educaron. No es nuestra culpa. Pasaron los años. Se desarrolló el Internet. Comenzaste a perseguirme. Hackeaste mi correo, accediste a mi información más privada: tarjetas de créditos, diario de vida, red de contactos, habilidades de seducción, fotos íntimas, etc. Por ese tiempo aún no se disolvía para siempre el concepto de propiedad. Lo que hacías era ilegal. Pero llegó una nueva era, y la res privata desapareció. Pusiste mis datos más elementales, ciertas observaciones que habías hecho sobre mí, y el software hizo lo demás. Después te moriste. Me importó una mierda. Quizás sentí algo de pena, pero ya hace más de treinta años que habías salido de mi vida. Luego me morí. En uno de esos pasados posibles, todo habría sido distinto. Pero nos tocó este presente potencial, y no nos queda otra que terminar de una vez lo que tú empezaste."
Comprendía bien la situación. Debía tratarse de un extraño caso de reencarnación, algo que los científicos todavía no comprobaban del todo. Él había vivido unos tres siglos atrás y la había conocido en su forma humana. Pero ella, cuando murió, en vez de pasar a otro universo paralelo, su alma fue retenida por la máquina. Entonces sintió el amor. Recordó. Largos atardeceres. Un rostro inexpresivo. Una cara pálida. Unos ojos con forma de almendra. Una gran estatura. Un cuello largo. Una nariz aguileña. Un mentón largo y puntudo. Un joven de quince años recostado contra la espalda de otra joven, sobre la hierba. Su pelo largo. El aroma. Luego venía la confusión, el rechazo. La más abierta, dolorosa y cruel indeferencia...
Sacó de su bolsillo su manual digital y leyó en la sección A1, sobre mujeres: Las pérfidas traicioneras destruían el ego. Pero las indiferentes, eliminadas del sistema por razones de superviviencia, sublimaban la pulsión hasta hacerla extallar en una catarata de imaginería visual y pirotécnia. Todo esto dentro de la mente del sujeto expuesto a ellas. Eran, las principales causantes del arte, no había que olvidarlo. Por ende, decidimos que siguieran viviendo las sumisas y las pérfidas, que permitían el último fin de la raza humana: la supervivencia y la mutación. El arte fue eliminado, por considerarse intrascendente para esos propósitos.
Estaba todo más claro. Supo qué hacer. Sacó una afilada piedra y se rasgó el abdomen. Luego de que salieron los primeros litros de sangre, se retiró con fuerza los intestinos y los enrolló alrededor del envase que almacenaba a la computadora. Encajó con fuerzas su cabeza en el monitor. Salieron chispas. Los ojos se le derritieron de forma acuosa, dejando un hilillo pegoteado sobre el teclado. Finalmente, colocó sus dos extremidades superiores en el cargador de batería, y puso sus manos en una postura búdica, provocando un estruendoso cortocircuito que atronó en toda la cuadra, muchos metros más arriba, en la superficie.

A cien kilómetros a la redonda, se perdieron las últimas señales de vida.