10 de diciembre de 2009

In Memoriam: Tania Diaz Taffo


08 de octubre de 1987 / 9 de diciembre de 2009

“El único dolor que confiere nobleza, es la tristeza”
Enrique Symns





Se organizaban, por aquellos años, en la página azul, las tertulias de cuenteros. El encuentro en sí no tenía nada del otro mundo. Uno conocía a personas con intereses más o menos parecidos, a gente de diversas edades, y a ciertos personajes que parecían ser arrancados de las páginas de algún libro. Conocí a Tania Díaz, me parece que el 2003, en un invierno gris y húmedo en Santiago. Si mi memoria no me falla, en el Centro Cultural Anahuac, para el lanzamiento de una antología compuesta por algunos jovenzuelos (y no tan jóvenes) ávidos de aparecer publicados en las páginas de algún librito, más por la urgencia de ver aparecer sus nombres impresos que por un trabajo largo y agotador. No importa. El tema es que conocí a Tania Díaz. Era la más pequeña del grupo. Habrá tenido unos 16 años. Yo por ese tiempo tenía (¿tenía?) una personalidad bastante rara, que rayaba a medio camino entre la lucidez y el payaseo. Mis gracias no le hicieron gracias, pero de todas maneras se fue dando, de a poco.
Empezamos a conversar. Empecé a entrever que detrás de su mirada triste se albergaba una vida caótica. Pasó el tiempo, hablábamos por MSN (Máquina de Suplantación Natural) me enviaba sus escritos, que curiosamente, para una niña de su edad, no eran torpes bosquejos ingenuos de manitos inexpertas. Sus cuentos eran desgarradores. Recuerdo haber leído en unas pocas páginas historias sobre madres borrachas histéricas, familias disfuncionales, padres horrorosos, niñas ausentes atrapadas en cárceles de clavos asfixiantes. En sus relatos solía correr mucha sangre, con descripciones apabullantes de brazos rasgados y muñecas torcidas. Cuando le pregunté por sus relatos, por su desbordante imaginación, ella me respondió que en realidad no tenía una desbordante imaginación, lo que escribía tan sólo eran fotografías psíquicas de su vida, fragmentos narrados de hechos que se sumergían de cabeza en la realidad. Ahí (en sus textos) había puro realismo, me confesó cierta vez. Luego los años avanzaron, a pasos agigantados. Siempre he creído que sólo el sufrimiento nos hace más humanos, nos hace dimensionar la vida desde una óptica trágica, como esos amargados que pululan en las páginas de Dostoievski, de Pilniak, de Gogol. De tantos rusos. Ella era demasiada humana, tanto, que de a poquito se le fue desbordando el ego, soltando sus pétalos ensangrentados, uno a uno, hasta que quedó tan sólo un tallo, una raíz, anclada en la tierra. Eran los momentos decisivos, aquellos segundos convertidos en siglos, hasta que el tallo fue arrancado de raíz.
Las frases clichés ayudarán de algo: nos dejaste, pero nos legaste tus escritos. Nos veremos en una próxima vida. Te esperaré en el cielo. Era el momento de partir, etc.
Lo cierto, es que la muerte siempre es una sola, la muerte individual. Ella se ha marchado, y los que sufren en realidad no sufren por ella, sufren (sufrimos) por nosotros mismos. Porque no supimos sintonizarnos de manera adecuada con su corazón. Por su eterna ausencia. Porque nos faltaron las palabras exactas. Naciste con los ojos abiertos, y de seguro también te fuiste con los ojos abiertos, de par en par. Descubriste el terrible secreto de los suicidas, la negra e incomunicable noticia de la existencia, la lucidez de quien descubre de pronto lo engorroso de la vida. Si nosotros seguimos acá, es porque seguimos inmersos en la memoria del simio, del androide programado para tener que vivir, como si todo fuera un maldito y sinsentido imperativo categórico.