20 de agosto de 2010

Los catapultos, la novela

Entonces la novela comenzaría así. Jorge Jorge, su protagonista, despierta una apacible mañana recostado en su suave y tersa cama (me imagino que un ser humano se puede despertar de miles de formas, ¿no? Ésta es la más genérica, pero acá viene lo bueno). Se despereza, corre las cortinas (ponemos un rayito de sol con toda la descripción de la escena) se lleva la mano a los testículos en intención acariciadora, bosteza. Todo está en orden, ni un elemento se ha salido de su cauce. Jorge Jorge recuerda que la última noche se bebió solo una botella de pisco, mientras ensayaba torpes cartas de amor a la luz de su linterna (su destinataria no nos interesa por mientras). De súbito siente la voz de su madre (Jorge Jorge es un niño, tiene 19 años, y como la mayoría de los niños de 19 años, sigue viviendo con sus padres) que lo llama a desayunar.

En ese momento las cosas se trastornan, truncándose todo de manera inevitable.

La voz de su madre es la de siempre, fea, aguda, pero cuando se dirige al comedor ve que la cara de su madre repentinamente (de la noche a la mañana) es otra. Es decir, es otra persona, otra figura, que asume la personalidad de su madre. Jorge Jorge piensa velozmente, en fracciones de segundos pero que en términos narrativos se prolongará por decenas de páginas, piensa Jorge Jorge que tiene básicamente dos reacciones ante el hecho: salir de casa como loco, aúllar a los cuatro vientos que no, que esa señora no es su madre; o al revés, disimular lo mejor posible que todo va bien, como si la cosa no fuera con él.

En la primera posibilidad se desarrolla una historia de la locura. Jorge Jorge se tropieza con la falsa madre, la golpea, la tetera se voltea, se quema los muslos, tropieza con una mesa y se rompe una pierna, el gato se prende en llamas, los vecinos se alertan, llaman a la policía y Jorge Jorge termina finalmente encerrado en el frenopático, escribiendo en las paredes con restos de orines y caca. En la segunda posibilidad se desarrolla una historia de la hipocresía. Jorge Jorge se muestra condescendiente con su falsa madre, le hace los mandados sin chistar, obedece a sus más mínimos pedidos, en suma, se comporta como el hijo modelo. Jorge Jorge no sabe si su sumisión es en parte por temor a que descubran su farsa, en parte porque no quiere quedar de loco (desarrollándose así la primera historia), en parte porque no hay otra alternativa, o a lo mejor las tres cosas a la vez o ninguna. Jorge Jorge de todas formas terminaría loco, pero no como loco encerrado, sino como loco suelto.

Todo eso irá ampliamente narrado, en unas veinte páginas, o mucho más. Todo depende de cómo pueda calibrar mi muñeca. Entonces, Jorge Jorge vuelve de un mazazo a la realidad, y es el momento en que debe escoger una postura. La madre falsa sostiene una tacita de café. La madre falsa lo mira desde su bata azulada con ojos desorbitados, con una sonrisa muy  torcida, de mueca muy mal hecha, marginal. Entonces Jorge Jorge escoge la opción menos pensada: la mejor de todas.

¿Se puede imaginar el lector cuál puede ser?

Asesina a su madre. Siempre hay que meter cadáveres en las novelas, así se pone más interesante todo. (Que el lector perdone mi cinismo, pero es un truco antiguo tan usado y manido, que no obstante siempre resulta). Pero los detalles y otros pormenores serán desarrollados en Los catapultos, novelita que francamente ya no pienso escribir. (O sí, la quiero escribir, pero de otra forma, con otro inicio, y otro final, a modo de desconcertar a mi fantasma). 

13 de agosto de 2010

He pensado desarrollar algunas historias...

... Pero no les encuentro los mecanismos necesarios para echarlas a correr. Por ejemplo, hace un tiempo vengo planeando una novelita sobre un grupo de sádicos millonarios que matan por placer. Uno, planea estrangular con un hilo de cocer a una costurera. Otro, bocetea en manidos papeles el asesinato de un nadador mediante envenenamiento por agua. Un tercer fanático (pueden ser tres, o cuatro, o un centenar de fanáticos, eso no importa por el momento) se rompe la cabeza tratando de que un actor porno se fracture el pene. Algún lector ingenuo creerá que estos métodos son fantásticos por la propia inverosimilitud de los enunciados, pero se dará cuenta, si hace las investigaciones pertinentes, que no son tan fantásticos. Son realistas. Pero, ¿para qué escribir realismo? Si ya hay tanto realismo en boga. Por cierto, el realismo es una invención que no tiene más de 150 años. La literatura siempre ha sido fantástica. Pero no quiero perder el hilo (de cocer) sobre esta historia que me gustaría desarrollar. 

Estos sádicos podrían provenir de la mejor clase acomodada; asaltarían bancos por gusto, irían a protestas "para mejores condiciones salariales a los trabajadores" por hobby, estarían inscritos en el Partido Comunista, por joder, y así, cada cosa de estos rufianes, de sus vidas, serían una pura ejecución involuntaria, un goce estético total, casi natural de la pura afectación de sus actos. Porque para ellos todo es pura afectación, o más bien método. Método para cortejar a la amada, método para pedir una línea bancaria, método para preparar croissant con cafecitos. etc. En ese plano, ellos, y sólo ellos,  serían los verdaderos, únicos y posibles artistas. Esto no quiere decir que toda la historia esté desprovista de lógica, o que algún estudiante de arte sea menos artista que los artistas que propongo, pero lo esencial, y reprochable por parte del lector, es que no tenga cada personaje una psicología plenamente elaborada, un mínimo de consistencia esperable. O quizás no, quizás todos los rufianes sean clones, copias de un original inexistente, meros muñequitos que se mueven en el teatro del universo. Al fin y al cabo, son millonarios. Y artistas.
Pero me detengo en un punto central de esta disquisición: he pensado desarrollar algunas historias, y sigo sin desarrollar nada. Cómo me gustaría que algún lector le pusiera un título a la novelita de estos hipotéticos asesinos. Quizás ahí recién me animaría a escribir las primeras líneas.