30 de diciembre de 2016

Mi experiencia con androides, cyborgs y computadoras monstruosas

*Texto leído el 17 de diciembre en la Biblioteca libre por motivo del lanzamiento de Hamellion.

De un momento a otro, todos nos hemos vuelto cyborgs. Recordemos que la palabra cyborg es un acrónimo en inglés el cual deriva de una contracción de las palabras cyber y organism, o sea organismos cibernéticos. El concepto es anterior al real advenimiento de estos entes, idea que nació y se desarrolló con nuestros padres en los lejanos años 60, para explotar en las redes de la ficción durante los 80, principalmente en la televisión, el cine y la música, con toda la poética siniestra que tienen estas criaturas, o mejor dicho creaciones.

Surgen dos preguntas. O varias. Pero la más urgente de responder es ¿por qué doy inicio a esta presentación afirmando que todos somos cyborgs? Y también, ¿Qué tiene que ver esto con la novela que hoy estamos presentando? La segunda pregunta es la más obvia y rápida de responder. Sin adelantar detalles de la trama, que a mi juicio es lo menos importante en un libro (tema que no trataremos aquí), la composición de esta novela que escribí rescata en gran medida el espíritu de la ciencia-ficción ochentera, esa que digerimos con entusiasmo cuando éramos niños o adolescentes, y que tuvieron como punta de lanza un buen puñado de películas como Akira, Robocop o Alien, o novelas como Neuromancer o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, las que compartían varias características puntuales-además de la presencia de cyborgs- como estar ambientadas en mundos asfixiantes y dominados por grandes corporaciones, territorios cerrados que eran asediados fuertemente por la tecnología, a tal punto que la piel y el metal formaban unidades simbióticas, llegando incluso a la dificultad de separar la noción de lo humano con la de no-humano. ¿Dónde empieza la máquina y dónde termina la carne? Parecen interrogarnos estas creaciones.

Les voy a contar sobre mi experiencia personal, que puede parecerse a la de muchos de ustedes. Tenía poco más de seis años cuando vi por primera vez Robocop, película que me marcó a tal nivel, que en los recreos y en las clases del colegio no podía dejar de dibujar e imitar a este policía metálico, sintiendo una fascinación al borde de lo enfermizo por este hombre tieso y duro que no escatimaba en recursos a la hora de liquidar a sus rivales. Aún recuerdo cuando deslizaron la cinta de VHS en la videograbadora en una reunión familiar, mis padres me habían advertido que se trataba de un material violento, no apto para niños, pero ante mis pataletas infantiles, ruegos y lloriqueos, me sentaron y me dejaron ver la película. Aún recuerdo el comienzo, con la persecución policial a los delincuentes del film, y la siguiente escena, que mostraba algo así como una industria abandonada o quizás el cuartel de los bandidos. El comienzo de la película prefigura el resto de la historia: industria, criminalidad, estado policial, paranoia. El primer impacto visual que recibí al visionar la película, de los muchos momentos que se ven en la cinta, fue la cruel mutilación y humillación que recibía el policía protagonista, un servicial y simpático personaje llamado Murphy, el que es destruido en cámara, planos medio y detalle de por medio, sin ninguna clase de censura y miramientos, mostrando de forma muy gráfica su agonía. Como si su director, riéndonos en nuestras caras,  nos preguntara: ¿es reversible el estallido de un brazo o de una pierna? Ahí entendemos que ese hombre agónico, maltratado como a un Cristo crucificado, será la nueva unidad de combate que servirá al Estado, tras ser fusionado con un sistema altamente robotizado, para convertirse en el policía del futuro.

Hay otros recuerdos, otras películas, como el T-800, que en el fondo era una férrea construcción esquelética de metal enfundada en carne humana, que venía del futuro para liquidar a Sarah Connor, la madre del líder de la resistencia, John Connor.  Recuerdo también el poderoso brazo biónico del protagonista del animé Cobra, un mercenario que escondía debajo de su mano ortopédica su Psicoarma, un cañón láser con el cual barría sin piedad a sus enemigos.

Otra anotación: una de las escenas que más shock, miedo y extrañeza me provocó en mi niñez, fue una que aparece en Superman 3, la clásica con Christopher Reeve, cuando en un momento una mujer es atraída por una gran computadora, y transformada en pocos segundos, en un ser compuesto por aleaciones de metal y cables, con unos ojos aterradores sin vida y unos movimientos espasmódicos que fueron mi gran pesadilla.

La idea de los cyborgs no es nueva; tiene su correlato en los antiguos mitos de los seres mitológicos como el kraken, los sátiros o las hespérides, seres que causaban miedo y fascinación porque representan de forma profunda al Otro, a lo raro, erigiéndose así estas figuras como una especie de guardianes que separaban, delimitaban, los umbrales entre la realidad y la fantasía. Estaban ahí para recordarnos los límites de la humanidad, que el más allá era una realidad vedada, como una metáfora de que la verdad estaba oculta, alejada. Más adelante, en la tradición judía aparece la figura del golem, un ser construido a base de arcilla, que originalmente fue creado por un rabino para proteger al gueto de Praga de ataques antisemitas, y luego está la criatura creada por el doctor Frankestein, la cual se componía de fragmentos de muertos, anticipando la llegada de la cibernética y la robótica, pero también para remarcar la idea de lo peligroso que es para los humanos el hecho de jugar a ser dioses.  

El cyborg nos causa estupor, principalmente por el hecho de que es una cosa inanimada que busca imitar a la humanidad de la forma más real posible. La ficción nos muestra al cyborg con esa sugestiva “inercia viva” o “vitalidad enchufada”, que parece destellar en los ojos, como si estuvieran y no estuvieran a la vez, dando la impresión de que son maniquíes animados por una inteligencia fría. Son cosas que han devenidos en ser, marionetas que cobran existencia al tener conciencia de sí mismas. Y no me parece aventurado arriesgar que los cyborgs ya están entre nosotros, saltando a la realidad de forma tangible, como por ejemplo cuando viajamos en Metro y vemos a alguien ensimismado en sus procesos mentales, con el rostro y los ojos idos, como si estuviera en otra parte. Súmenle si esa persona lleva audífonos conectados a su celular; nuestra percepción fácilmente es capaz de generar una impresión, nada abstracta, de que estamos ante un ente animado por energía artificial.

Pero tampoco nos engañemos: hemos hablamos de los gestos, y los gestos son sólo la superficie de la actividad humana. Hay que rascar, mirar más abajo. Debajo está eso que no podemos ver a simple vista, que es la operación de la ideología dominante, con sus maneras de ser y hacer tipificadas en formato de manual para la correcta organización e higiene de la sociedad. A diario, ya lo vemos todos, proliferan y se fortalecen las redes sociales y los medios de comunicación como el Whatsapp y el Facebook. Cada vez que nos levantamos temprano dejamos sincronizado el reloj de nuestro móvil, quien nos ayuda a despertarnos, el que también nos ayuda a orientarnos cuando consultamos mapas vía satélite. Personas que han perdido extremidades ahora acceden a prótesis robóticas, algunas incluso hechas en impresoras en 3D cada vez a menor precio, y las diversas fallas oculares ya pueden ser corregidas por medio de máquinas láser. Si vamos a los extremos, nuestra dependencia con la máquina, con la tecnología, es absoluta. Dependemos de los refrigeradores, de la luz eléctrica, ni qué decir de los computadores, todo, para que la vida como la conocemos pueda existir. O mejor dicho funcionar, porque estamos en un estadio en que las cosas existen de forma simulada o artificial, y la frase “la vida existe”, ha dado paso a la siguiente. “la vida funciona”. ¿Somos o no somos cyborgs entonces?

Novelas clásicas como “Un Mundo Feliz” o “1984” internaron prever los alcances de  cómo sería vivir en un mundo totalitario regido por tecnología de punta. “Neuromante”, llevó el mundo de los hackers al paroxismo de retratar una sociedad acoplada al ciberespacio, mostrando que la navegación en esta clase de Internet estaba poblada por ladrones y mercenarios de la información, capaces de poner en riesgo su sistema nervioso con tal de conseguir sus objetivos, describiéndose un ambiente cada vez más enrarecido, en el cual las fronteras del mundo real y virtual amenazan con disolverse.

“Hamellion” no espera descubrir la pólvora o inventar la rueda. Fue concebida como un tributo a mi niñez, pero sobre todo a los años ochenta, tiempo en el cual tuve mi primer contacto con la realidad en una época oscura, pero paradójicamente luminosa, en la cual se ensayaba de forma sistemática la demolición del pensamiento políticamente correcto, la autocensura no existía, y en los dibujos animados que veíamos los héroes fumaban, eran mujeriegos o estaban locos, como el extraño Inspector Gadjet y su sobrina Sophie, o el evidente militarismo que ensayaba Rayo de Plata de los Halcones Galácticos, líder de un escuadrón de humanos biónicos que luchaban contra la mafia de Monstruon en la Galaxia del limbo.

La invitación queda abierta. En el mundo de Hamellion las corporaciones lo dominan todo, los cyborgs están ya en todas partes, los animales domésticos han sido reemplazados por copias robóticas. Y también, en algún recodo del libro, se esconde el proyecto siniestro de unos hombres que buscan suplantar esta vida por una realidad virtual perfecta, en la cual todos podamos ser dueños de nosotros mismos, de nuestros destinos.



Editorial de la novela: http://www.contracorrienteediciones.cl
Para obtener directamente del autor: escriba a agrafotragico@gmail.com

14 de noviembre de 2016

Presentación de "La indiferencia de Dios" de Ignacio Fritz


“Existía, sin duda, una inteligencia suprema cuyo ser ocupaba toda la trama del universo, y fluía en innumerables olas a través de las mentes y cuerpos como un infinito éter moral”. La Indiferencia de Dios, de Ignacio Fritz.

Al leer “La Indiferencia de Dios” de Ignacio Fritz aparece con mayor claridad esa extraña noción[1] de que el escritor es antes que un creador, un mero redactor. La idea la plantea Borges, cuando afirma que “lo bueno ya no le pertenece a nadie, ni al otro, sino que es parte del lenguaje y de la tradición”.  Precisamente, como oposición a esa idea del escritor como pequeño dios, o demiurgo capaz de crear un mundo y manejar a los personajes como meras entelequias o marionetas a voluntad,  pareciera que la historia que nos narra Fritz es escuchada en su mente, deviniendo el escritor en médium, no teniendo otra alternativa más que transcribirla lo más fielmente posible, tal como lo haría en la ficción imaginada por Cervantes, cuando en un momento imposible del Quijote, se nos explica que el autor de la misma obra es un tal Cide Hamete Benengeli, y que Cervantes sólo se limitó a (mal) traducirla y editarla para presentarla a sus lectores.

El marco escenográfico de “La Indiferencia de Dios” no puede ser más inverosímil: ocurre en un Chile metamorfoseado del futuro, año 2070 para ser más exactos, pero es el futuro de un mundo paralelo, con un Chile B, o Z, con otra historia, donde por ejemplo la capital no es Santiago sino una ciudad próxima a Puerto Montt llamada “La Imperial”, ciudad que sí existió pero que fue destruida en 1723 y vuelta a refundar como Carahue, y de la cual quedó como el vestigio toponímico de “La Nueva Imperial”, actualmente en la Araucanía.  El peso como moneda no existe y la que circula se llama “valdiviano”. Otras extrañezas de este Chile: en Carabineros abrieron el departamento del OS-13 para investigar eventos paranormales, lucir marca de ropa original es casi una imposibilidad debido a lo cara, proliferando las marcas piratas o clónicas, y la intrigante existencia de una empresa llamada Nixon la cual acapara de forma monopólica al comercio, siendo normal encontrarse con lentes Raybans Nixon, televisores Sony Nixon, o chicles bazooca Nixon, dejando expuesto que detrás de toda la maquinaria social y económica existe una mega transnacional que es manejada por un esquivo empresario, escritor y gurú, de nombre Walt Oberton, el cual pasa sus días en la inventada nación de Estolia, donde a momentos escuchamos como a retazos en la misma novela, de que su población ha enloquecido al grado de comenzar a canibalizarse entre sí.

Fritz escribe en un apartado del libro: “Un mundo paralelo es un mundo donde lo imposible es posible. Donde los años no pasan. No hay futurismo; no hay cambio; todo es como en el pasado.”

La Indiferencia de Dios” está escrita en HD, con imágenes que se desplieguen a alta fidelidad, al revés de toda aquella literatura minimalista tan en boga hoy en día: acá no hay nebulosas que prefiguran o sugieren una historia, ni tampoco espacios mentales cerrados y claustrofóbicos, sino que líneas totalmente abiertas, dislocadas por un paisaje extraño que parece la alucinación de un psicópata, o la pesadilla dirigida por fuerzas invisibles en una mala noche de verano. A  Fritz no le interesa mostrarnos la punta del iceberg y dejar el resto como materia seminal de interpretaciones y elucubraciones. Al contrario, como sus parientes literarios norteamericanos más avezados, pienso en David Foster Wallace o Thomas Pynchon, la estrategia que despliega Fritz a lo largo de las páginas se centra en narrarnos con detallismo las muecas, tic y gestos de los personajes, sus manías, sus formas de hablar; la propia filosofía del vacío y del hastío que transmiten los diálogos, crueles y punzantes. Algunos capítulos están tan híper-condensados con la información que nos entrega la historia, que pareciera que de un momento a otro una explosión nos estallará en la cara, dejando sus esquirlas enquistadas en nuestros cerebros.

Pero creo que me estoy adelantando. Les he hablado de las características que me parecieron destacables del libro, pero no he referido la trama con el fin de darle mayor atención al estilo de Fritz, que no se puede resumir en unas pocas líneas, pero que está fraguado a partir de referencias reales y apócrifas —a la manera de un Borges pop—  y en el cual los nombres de los personajes y de los lugares van configurando el caos y el orden de este libro: están las calles Clive Barker, Richard Matheson, Patricia Higshmith o Kurt Vonnegut, como claras marcas textuales de escritores inscritos en la ciencia-ficción, el relato policial, el terror y la distopía.

Y acá es donde me detengo un momento, para sacar a relucir la característica más atractiva de “La Indiferencia de Dios”: podríamos decir que estamos frente a una novela mutante que se va transformando en cada capítulo y en cada escena relatada, transitando desde el absurdo y el surrealismo, pasando por la novela negra y de espionaje, la ciencia-ficción más desopilante y terminando en un terror que va emergiendo lentamente con la figura de un empresario todo poderoso, el cual podría ser el mismísimo Dios, o su avatar negativo y nefasto.

En las primeras páginas se nos explica sobre un policía que viene del pasado escapando de la muerte, para ello viaja en el tiempo hasta el año 2070. Se le asigna un caso que encierra más de un enigma: un hombre muere en un atentado explosivo perpetrado dentro de un auto. Las pesquisas de este despistado policía son infructuosas, por lo cual decide contactar a la abogada y detective privado Delfina Edith, quien junto a su fiel ayudante, comenzarán a indagar quién o quiénes son los culpables de la muerte de este hombre.

Podemos soportar que Dios sea indiferente ante nuestras penurias y problemáticas; que tras nuestras plegarias no exista nada más que el vacío o el silencio; me parece no obstante, que la indiferencia de los lectores ante esta nueva novela de Fritz tendrán como futuro corolario una enfermedad que cada vez detectamos a diario entre quienes cultivamos el amor a los libros y en especial a la literatura: el mal de la indiferencia, en especial con  aquellas obras raras y desmarcadas de la moda, que sin embargo rara vez naufragan, pero si lo hacen, vuelven a emerger fortalecidas, con la fuerza total y siniestra del voraz Kraken.*

*El texto fue presentado el 5 de noviembre de 2016 en la Filsa.



[1] Idea más extraña para nosotros ahora, en el siglo XXI, en que la rúbrica del autor es crucial como santo y seña para valorar un escrito. 

21 de agosto de 2016

EL CINEMATÓGRAFO TOTAL *





*Texto leído el 11 de agosto de 2016 en la Biblioteca Libre, en el contexto del lanzamiento de "Atentado Celestial"

Imaginemos una invasión. Pero no una invasión referente al campo de la guerra (aunque podríamos suponer que sí), sino que una invasión un poco más modesta, pero con alcances realmente perturbadores. Supongamos que estuviésemos invadidos por cámaras de video, las cuales superpuestas, como una gran telaraña tejida de forma mecánica, tuvieran en su suma una visión total de todo lo que ocurre en un presente determinado hasta un futuro inexacto. 

Me dirán ustedes que aquella abominación no es tan difícil de imaginar, puesto que vivimos en una época en que casi el total de la población, al menos en las ciudades, cuenta con algún dispositivo de captura de video. Ahora mismo, entre sus manos tienen en sus celulares a un clic de distancia la posibilidad de recortar la realidad y generar una imagen instantánea. Pero yo quiero llevar más allá esta locura, e imaginar esta ficción donde existen cámaras sobrepuestas, una tras otra, y que ni siquiera en la privacidad de nuestras casas, en nuestros dormitorios, en nuestros baños, en el tejado o en el entretecho o en las azoteas y sótanos, en el último recoveco del pasillo más estrecho donde ni siquiera llega la luz, nada, pero nada queda fuera del campo de visión de esta monstruosa tecnología, pudiendo capturarlo todo en 360° de forma ubicua, o sea, sin dejar vestigio o tramo alguno de la realidad sin ser atrapada.

Para que el experimento imaginario suene más verídico, supongamos limitaciones técnicas. Por supuesto que estas cámaras que están en todas partes no son capaces de capturar temperaturas u olores. Tampoco pueden revelarnos la interesante y rica vida de los microorganismos, los cuales llevan sus procesos y sus guerras invisibles delante de nuestros ojos y ni siquiera nos enteramos. Hagamos menos paranoica la experiencia y dejemos de lado los sonidos. Obviemos la imagen en alta definición a la cual cada vez estamos más acostumbrados,  y supongamos que estas hipotéticas cámaras captan la realidad con colores deslavados y de baja calidad. Algo así como las imágenes que nos entregan las cámaras de tele-vigilancia instaladas en los buses del Transantiago, o aquellas que multiplican la visión de los pasillos de los locales chinos, o las que entregaban las antiguas cintas de VHS o Betacam.

¿Sabría la población que existe esta tecnología? Quizás sí, quizás no, a lo mejor se especularías ideas y hasta tesis conspirativas. Una atrocidad de esta magnitud nos muestra la fragmentaria película de David Lynch, “Carretera perdida” que nos cuenta varias historias contradictorias y complementarias entre sí, y en la que en su centro parece descansar la idea de que alguien o algo nos vigila. El film comienza con un saxofonista que comienza a recibir videos caseros con grabaciones de su casa, cada vez más intimidantes, hasta el paroxismo de mostrarlo en la cama en un momento de intimidad con su mujer. ¿Pero cómo pasó esto? ¿En qué momento los filmaron? Se pregunta desesperado el protagonista, que momento a momento comienza a perder su integridad mental, hasta que de pronto aparece una nueva cinta que revela un crimen que él comete, siendo arrestado por la policía y terminando en prisión. Como si no fuera poco,  de repente todo se disuelve con un rayo en la pantalla y aparece en la cárcel otro hombre que no es el saxonista, sino que es otro que ha ocupado el lugar de éste, quien ni siquiera sabe qué diablos hace ahí. Es como si David Lynch nos dijera que en una economía basada en las imágenes, todos los sujetos pueden ser sustituidos por otras imágenes, como piezas intercambiables, porque los argumentos no serían más que operaciones mentales que nosotros mismos realizamos para darle continuidad al agujero faltante en un relato.

Esto en cine se llama el efecto Kuleshov, en el cual es puesto en escena un plano de un hombre, intercalado en varias tomas junto al de un ataúd donde está muerta un niñito, un plato de sopa y una niñita jugando. Fue descubierto por el cineasta ruso Lev Kuleshov (de ahí el nombre del efecto) y fue la base para comenzar a teorizar seriamente sobre el montaje en el film.

La película del austriaco Michael Haneke, “Caché” (o Escondido) juega con la misma idea que hemos venido anunciando, pero en su vertiente realista, donde nos cuenta la historia de un periodista francés que comienza a recibir en su domicilio cintas con imágenes de la fachada de su casa, donde se le ve junto a sus familiares en tareas domésticas. Cada vez estas cintas son más osadas y de mayor duración, y están grabadas en cualquier momento del día. El periodista va a la policía con las cintas, pero estos, algo desencajados, dicen que aquello no es constituyente de amenaza, pues sólo son cintas normales grabadas desde el exterior. ¿Ustedes no se sentirían intimidados en recibir este tipo de material, de forma sistemática y sin remitente en sus propias casas? Bueno, la película oculta un tema social, y también racial, pero la verdadera fuerza de la cinta es hacernos reflexionar respecto a la ambigüedad en torno a las imágenes, y a que la pretendida neutralidad o imparcialidad de las cosas creadas por el hombre, no es más que dejar de hacer un esfuerzo para intentar comprender que nada es inocente, ni la tecnología, ni los videojuegos, ni una película ni un libro, pues detrás de cada producto cultural existe una ideología subyacente, que la sustenta e incluso la justifica. Ello no debería entrar en contraposición con la idea de la belleza de las formas puras, como la música o la pintura abstracta, pero extenderme en ese punto ahora, sería alargarme innecesariamente, así que sigamos con la idea principalmente planteada.

Esta nueva fábula que hemos imaginado -que no es tan nueva (ya veremos por qué)-, de las cámaras que están en todas partes, pone en contradicción las fronteras entre lo público y lo privado, disolviendo la realidad psíquica del sujeto libre, a la de un sujeto carcelario que vive en un estado totalitario, prisionero de las imágenes, y en el cual la transparencia es tal, que se ha perdido todo atisbo de intimidad. Rápidamente surgirían grupúsculos o sectas contrarias que venerarían y rechazarían este sistema. Los primeros, los defensores, dirían que en pos de la seguridad ciudadana,  la libertad individual debe ser sacrificada: se sabría quiénes son los próximos delincuentes que planifican el próximo golpe, y todas las actividades ilícitas quedarían descubiertas, sobre todo en la política. Los grupos detractores criticarían el modelo, argumentando que aquel poder detentado en pocas manos se podría convertir en una herramienta letal para incriminar y silenciar a la disidencia, puesto que el modelo de un Estado funcionando de esta manera no tendría más fin que uniformar a los ciudadanos, tarjando del modelo a lo diferente, viviéndose en un permanente clima de sospechas y de desconfianza: se entendería así, que el fin de este imaginario flujo de imágenes sería utilizado para fines judiciales y políticos, jamás artísticos; dejando de lado por ejemplo, la contemplación de una puesta del sol, el paso de un gato negro a través del tejado, el parpadeo de una luz de neón en un cine de periferia, la confidencia secreta entre los amantes, la figura de un minusválido pidiendo ayuda desde el punto ciego de una calle cualquiera, el momento en que se esconde la luz y una flor cierra sus pétalos, o la descomposición de un animal muerto en medio de un basural clandestino.

Todas esas secuencias de imágenes capturadas y rechazadas por el sistema imperante, (puesto que no tendrían ninguna utilidad pública) podrían ser películas, pequeñas películas que contendrían imágenes a veces estáticas de casas deshabitadas, o la sucesión de personas en distintas fases de un día haciendo sus actividades cotidianas. Me refutarían, y con razón, que aquello no serían películas, puesto que un film debe tener en resumidas cuentas un inicio, un desarrollo y un desenlace con una coherencia interna, ojala con varios plot points diferenciados y reconocibles por el espectador.

Raúl Ruiz dijo que para que una película fuera realista, debíamos entender un 10% de lo que pasaba en ella, porque si entendíamos más o menos, ya dejaba de ser realista. Quiso decir con esto, que en la vida misma existen misterios que no todos entendemos, tan insignificantes como el funcionamiento de un celular o un microondas, o más inexplicables como la aparición en el cielo de luces que podrían ser fenómenos meteorológicos, pero que para otros podría significar la inminente aparición de ángeles o platillos voladores. Y ni hablemos del misterio de la muerte o de la Creación.

En los años 20 del siglo pasado, un cineasta y teórico ruso de nombre Denis Arkadi Kaufman, que luego cambió su nombre artístico al de Dziga Vertov (que en ucraniano quiere decir Gira! Trompo!), anunció su particular visión respecto al cine. Para él debía ser más que un pasatiempo y un espectáculo, más que un arte entrecruzado entre la literatura y la puesta en escena teatral, para él, el cine debía independizarse radicalmente de todas las artes y levantarse como un alfabeto universal común para todos, como una especie de poesía visual involuntaria, en la que las imágenes circularían una tras otra y constituirán una verdad objetiva para el ojo, para el Cine Ojo, como lo llamó Vertov, donde seríamos capaces de captar la realidad de una ciudad,  desde la contemplación de la exhibición de un film en un cine, siguiendo con el amanecer, la tarde y la noche, con planos que se van sucediendo, los cuales nos muestran niños en las calles, escaparates de tiendas, la puesta en marcha de una fábrica, y así en un sinfín de situaciones que vistas por separado no parecen decirnos nada, pero que vistas como una globalidad, un total, nos damos cuenta de la visión que nos quería entregar Vertov, hacernos sentir por un momento como Dioses capaces de contemplar todos los puntos de una urbe, con el poder mecanizado de la cinematografía a nuestro alcance. Todo esto y más ocurre en su film “El hombre de la cámara”, el cual visto casi cien años después no deja de sorprendernos por su capacidad vanguardista de mostrarnos desde otra perspectiva la realidad representada.

Lamentablemente, y como ocurrió con muchos artistas de la Rusia soviética, Vertov fue acusado de antirrealista, narcisista y especulador reaccionario del proceso comunista, siendo silenciado y puesto en un lugar menor y funcionario dentro de la jerarquía artística del régimen, hasta su desaparición.  Luego de eso llegaría propiamente tal el cine sonoro y a color, y el imperio de Hollywood con su visión absolutista de la teoría del conflicto central, ahogando casi definitivamente los intentos por crear un cine B, paralelo, distinto, para terminar permeabilizando nuestras propias opiniones como espectadores, de cómo debe componerse un film, y más aún, cómo se debe apreciar y realizar un film.

Es la corriente ganadora en la actualidad, pero aún quedan verdaderos guerrilleros del cinematógrafo, que no han claudicado en batallar contra la dictadura del conflicto central del cine convencional, comercial y estandarizado, y son las ideas que de forma resumida he presentado hoy ante ustedes, es las que me afirmé para crear esta novela “Atentado Celestial” en la que presentamos la historia de un cineasta legendario llamado Alonso Luna, un autor anti-convencional, heredero de un cine distinto, y que a través de una trama policial y convencional, con evidentes toques folletinescos, sin que falten por supuesto los detectives duros y cavernarios, intento hacer chocar contra otra historia que se intenta narrar, como una película, en la cual podemos ver el nacimiento y el ocaso de una artista misterioso, que de modo bastante peculiar y trágico, pone a correr su teoría del cine total hasta las últimas consecuencias, esto es, de un cine que es capaz de estar en todas y en ninguna parte a la vez, y donde la vida y la muerte son generadoras de un juego más allá del intelecto y el crimen, de un cine imaginado que no intenta secuestrar a la vida, sino que trata de mostrarla sin fisuras, aún cuando aquello lleve a la locura, al crimen, al asesinato.