17 de octubre de 2009

El Escritor, I

Dentro del ambiente no era muy respetado. O mejor dicho, sí, había un respeto, pues el escritor tenía un halo frío, un aura polar que hacía congelar a quien se pusiera en su camino. No lo querían, pero le tenían una especie de temor reverencial. No tenía amigos, pues su trabajo era el peor al que puede aspirar un escritor. Se deduce bien; por su trabajo, no tenía amigos. Su obra publicada contaba de dos novelas extrañas, Agujero, y Agonía, novelas gemelas como él las llamaba. La primera narraba la historia de un bombero que se perdía entre las llamas de un incendio, y extrañamente su cadáver no aparecía después del siniestro. Ni siquiera algún hueso carbonizado. Simplemente se había evaporado en el aire. Toda la novela trata sobre la persecución del bombero, una indagación a su memoria, a su vida, a su oscuro pasado. La segunda, Agonía, habla de un militar que se pierde en una poderosa ventisca de nieve, en la Antártica. Se nos sugiere que es el mismo bombero de la novela anterior, pero transfigurado, un otro en un mundo paralelo. Las novelas son más extrañas de lo que quiere explicar esta breve reseña, y tampoco es lo que nos preocupa de esta nota. El tema es otro. Es el temor, mezclado con asco, que provocaba el escritor. El escritor, no está de más decirlo, se llamaba Pablo Rumel Espinoza. No era detestable por su figura o por sus modales. Lo detestaban por lo que hacía. Aunque los que sabían cómo realmente se ganaba la vida, eran unos pocos, que lo descubrieron tendiéndole una trampa. Pusieron un aviso en el diario, y el tipo cayó como una mosca. No. No era un escritor fantasma, su profesión era la menos honrada de todas, la más detestable. Escribía notas de suicidios. Se ponía en contacto con un futuro suicida y le redactaba sus ideas de la forma más clara posible. No le importaba que fueran adolescentes anoréxicas, ancianos jubilados o escolares preadolescentes. Tan sólo les confería la calma necesaria, para que sus últimas palabras fuesen leídas y recordadas por todos, con orgullo, con alegría. Luego cobraba su dinero, y resonando tenuemente el percutor del arma, escuchaba a lo lejos el disparo que se pegaba un determinado desgraciado. Pero eso no es todo. Hay algo más que me gustaría referir.