17 de noviembre de 2009

Zoon Politikon

La ciudad desaparece. Tragada por un monstruo de siete cabezas. O de cinco. O por un flipper bestial con todas las pelotas del mundo adentro. La ciudad tambalea, los viejos salen disparados de las cantinas, escupiendo vino añejo y arena podrida. La ciudad es dibujada por los escritores. No saben muy bien a qué mitologías atenerse. Porque la ciudad guarda en sus pliegues pedazos de cadáveres que funcionan como máquinas narrativas perfectas. Objetos aislados que brillan por sí mismos. La ciudad es un perro apaleado en una plaza. O la misma puta abuela de piernas abiertas, que va pariendo nene tras nene en una orgía frenética. La ciudad es una fotografía de un equipo futbolístico de cuarta división. O una imagen fragmentada de jóvenes escritores con sus caras emborronadas por la inclemencia del tiempo. La literatura, el oficio raro. ¿El oficio? Pero para que sea oficio debe ser enseñada de maestro a discípulo. Los maestros murieron en el último holocausto, dejando a la intemperie a sus discípulos. La literatura no es una fábrica de embutidos, es una explosión calculada, para construir los átomos de nuevos escritores. Los nuevos escritores se sumergen en el charco. Se toquetean a veces. Decir que la literatura se debe a la literatura, es casi tan absurdo como plantear que la ciudad se debe a la ciudad. Porque la ciudad va unidendo sus puntos nerviosos mediante puentes, calles, escaleras, ascensores. Y la literatura va unida con la nada. A lo más, el consabido cliché de que la literatura es un espejo empañado de la realidad. Pero la realidad no necesita de la literatura. No necesita que sea codificada bajo signos impostados, ejecutada por actores mediocres. De todas maneras, de esa inutilidad, de esa insistencia barata, me parece que los mejores reflejos, los mejores rayos proyectados de la ciudad se lo debo a la literatura. El día en que la ciudad desaparezca, las últimas huellas de las letras habrán quedado borradas por siempre.-