21 de septiembre de 2009

P

No me considero un hombre feo. He leído muchos libros, de temas variados, pero con un enfoque central por la ciencia. Además, me sé varios poemas de memoria, poemas que podrían encandilar el alma del mozo más miserable o de la muchacha más pérfida y abyecta. Como digo, no me considero feo; encuentro que poseo una cultura elevada a la media, y por lo demás, he dejado de lado la vergüenza y he aprendido a cocinar platos de todos los continentes del mundo. La cocina me parece más varonil de lo que se piensa, pero no entraré en ese tema. El problema es que no tengo novia hace más de dos años.

Cuando me bajé del tren, me encontré en la estación con Gastón Steinburg, un amigo de descendientes alemanes que conocí en el bachillerato, cuando éramos unos muchachuelos llenos de esperanzas. Ansiábamos conquistar al mundo con nuestros inventos y descubrimientos. Yo me especialicé en energía termodinámica, y él, bueno, él no terminó sus estudios, se retiró a la finca de sus padres, a las afueras de la ciudad. Recuerdo que la primera vez que nos llevaron a ver el interior de una locomotora, como prueba de campo, mi amigo se puso lívido de espanto y de horror. Algo le asfixiaba, al ver semejante espectáculo de engranajes, válvulas y ruedas dentadas que se movían a una velocidad furiosa y recalcitrante. Luego fuimos al salón de anatomía, y vomitó en el acto, cuando hicieron la disección de una guagüita, muerta a los tres meses de haber nacido. Al año siguiente se retiró de la escuela, escribiéndome una escueta carta: “los interiores no fueron hechos para mí. Adiós amigo, hasta pronto”. Al tiempo después escuché con tristeza, por boca de un tío abuelo, la noticia de su muerte. Se había suicidado, dejando en una carta la palabra escrita: “Fue por mi prima Vera”.

Al que tenía ante mis ojos en la estación, no era otro que el fantasma de Gastón Steinburg. No le di importancia. Hice como si siguiera vivo. Lo saludé fraternalmente. Él también se mostró amable. Andaba con una gastada gabardina, con la misma a la que asistía a la Escuela, sólo que un poco más sucia. No se veía ojeroso, ni pálido, ni despeinado, como se suele describir a los muertos vivientes. Se le veía muy enérgico y con mucho ánimo. Nos fuimos a un café. Mi amigo pidió un té y dos porciones de croissants. Yo me incliné por un café sin leche. Hablamos de la vida. Me preguntó si tenía novia. Le contesté que no, que me había dedicado mucho tiempo a buscar nuevas formas para potenciar las energías descubiertas hasta la fecha. Casi siempre, le expliqué, las mujeres salían arrancando despavoridas ante mí, un hombre pobre, pero altivo, lleno de fuerzas para descubrir los secretos del mundo. Mi amigo me explicó que las mujeres solían reparar más en los brutos, en seres pocos refinados que las adulasen con sus falsos encantos. Ninguna quiere compartir las molestias de un espíritu lleno de fulgor, de alguien que se desviva por aprehender lo inaprensible, sentenció. Me extrañó que mi amigo se expresara de forma tan conocedora en estos temas. Quizás después de muerto había descubierto varias verdades. Mira esa pareja de ahí, me inquirió de pronto con un brusco gesto de cabeza. ¿Cómo ese patán con cara de simio puede hacerse acompañar por tan bella dama?, preguntó de manera retórica y efectista. Por supuesto, se respondió solo: quizás no sea ni el dinero, ni su posición social, ni sus conocimientos prácticos de la vida. Tan sólo habla, y hace reír, es como un títere grotesco movido por un titiritero perverso. Basta con que las entretengan con temas mundanos, sin el calibre intelectual que precisa una conversación de altos vuelos.
Confieso que la declaración de mi amigo me sonrojó un tanto, al descubrirme los engranajes secretos que movían a la sociedad.

Estaba a mediados del siglo XIX, en un café lisboeta con el fantasma de mi amigo. No me atreví a preguntarle el por qué de su suicidio, ni quién era su enigmática prima Vera. Nos despedimos ya de atardecida, y yo, albergaba la secreta esperanza de que las cosas cambiasen en el futuro.