3 de septiembre de 2009

Retirada del poema androide

Ya viviendo, allá en la lejanía más tuerta y sucumbida, la cara se me retorció con una estampida -hidráulica- a vapor, veo un chorro lanzado desde la oscuridad por manos mecánicas, dirigidas desde una palanca de hierro, portones grises, callejones hediendo a meados -el escenario perfecto para una kriminalroman- , a la cuarta noche se me destrozó el cielo cayendo sobre mí sus pedazos de cuarzo, pude ver colgando cuerpos ZANJADOS por cicatrices y llamas, hediendo a pus, las flores cruzando de manera oblicua el espacio horizontal, flores con pétalos flamígeros y rayos X danzando en la terrible noche digital, vi bajando mis puños de golpe hacia la tierra, a las zarzas enredándose en las manos de un monarca ciego, que iba clavando sus estacas en forma de cruces generando el patíbulo de alucinaciones con forma de ánimas, númenes, perros con el hocico desencajado y aullando desesperadamente.

Monedas de cambio; la transfiguración del poeta Androide en un mutante castrado, la obliteración de la mugre bajo los párpados del alienígena a semejanza de una implosión originada por un dispositivo ubicado bajo los pliegues de la cavernosa y epidérmica Realidad.


Las funciones de la Realidad, esa rueda dentada y amarilla ensangrentada por vapor y aceite: un blanco invisible que se diluye en las paredes ahuecadas de la mente; un puñado de sangre salpicando una solución ácida expulsada de la boca, un montón de grasa derritiéndose en un horno crematorio, una garra metálica y violeta atravesando como una hoja espasmódica la cara, las sensaciones de un exoesqueleto inservible abandonado en una nave interestelar a la deriva.
No me dirán, ni siquiera bajo los aleros toscos del murmullo, que nadie le disparó al poeta Androide. Nada ni nadie, ni siquiera la galaxia creada bajo las múltiples explosiones en los múltiples mundos paralelos, vamos todos bajo la gran máquina operacional, observando cómo nuestras tuercas crecen como plantas sobre nuestros brazos.

Anoche vi mi porvenir en las estrellas holográficas, pero una vez más aparecieron los guanteletes de hierro fracturándome la quijada y dos vértebras cervicales. Sólo alcancé a leer que una mano me destrozaría parte del cuello y de la cara, y la otra, la que escribe, hundiría su dedos entremedio de la materia poética, ese flácido estómago, del poeta Androide.