5 de agosto de 2009

Frac/tura

Mi misión era salvar a la literatura chilena. Tenía la frente llena de sudor. Cuesta llevar un mecanismo tan complejo encajado en la frente, y disimularlo, para que la gente que está a tu alrededor no lo note. Me puse unos pliegues de látex firmemente adosados en el rostro. Para completar el secreto de mi cara, me puse una profusa peluca con chasquilla y pelo cano, conjunto que terminaba de salvaguardarme y completaba a la perfección mi disfraz. Del vestuario no hubo problemas: revisé un par de revistas digitalizadas de aquella época; unos pantalones de tela, una chaqueta, una camisa blanca y unos zapatos de cuero sintético bastaban. Me puse un dispositivo en mi cabeza, un pequeño chip que me permitía pronunciar correctamente el idioma chileno de esos años. Mi gerente financiaba, y pagaba bien. Luego las luces revoloteando encima de mi cara, los mareos, las ganas de vomitar, el desvanecimiento de la sala de control; mi piel, los órganos, los huesos expuestos. No sé cuántos segundos transcurrieron, pero de pronto me vi a mí mismo sentado con un maletín en un desgajado y sucio banco. Saqué mi pequeña plaqueta conectada a mi antebrazo derecho, y disimuladamente, apreté la secuencia. Un plano virtual de Santiago me sirvió para llegar hasta la Plaza Mulato Gil de Castro. Era obvio que tenía que caminar como un ciudadano más, no llamar la atención bajo ningún motivo. Si un policía me agarraba tendría que abortar de inmediato el plan y todo se habría ido al carajo. No mirar mucho a la gente, ni a los grandes autos amarillos repletos de cabezas asfixiadas y sudorosas. No podía intervenir ni un milímetro con mi presencia; sólo recorrer correctamente el perímetro señalado en mi plano virtual y seguir las indicaciones al pie de la letra.

No abundaré en detalles pintorescos. No habrá acá descripciones del ambiente más o menos histérico de la fecha señalada. Ese no es el fin de este informe. Me limité a ingresar a un bar (el cual olvidé anotar su nombre por un torpe descuido) y a sentarme al lado de una animada mesa, donde un grupo de personas debatían, reían y brindaban. Disimuladamente observé sus rostros, y pude comprobar la identidad de cada uno; de dos en realidad, los que importaban para esta crónica: Los señores L y B. El primero iba con un paño blanco sujeto a la cabeza, vestido de luto completo. B iba más o menos vestido como yo. Una coincidencia nada más. Ajusté el receptor detrás de mi oreja y sintonicé la percepción auditiva para poder escuchar mejor la conversación. La música y las risas dificultaban las cosas. Escuché que L hablaba sobre los piratería, sobre los pequeños pueblos que traficaban libros y que gracias a esto podían llegar al “pobre cabro patipelao” (transcribo lo más fiel posible) que apenas “tenía pa zapatos”, pero al menos podía escapar de la caja maldita de la televisión y leer un buen libro. Y resulta que de esos libros, una gran parte son los tuyos, replicó B. L estalló en carcajadas y luego rompió a cantar, un bolero que hablaba de un marinero que desafiaba a duelo a un pirata por un jovencito que trabajaba en una humilde pescadería. Los dos morían, con sendas estacadas en el corazón. Una de las comensales lo siguió en la canción. B, medio desconcertado, sonreía con una mueca torcida, y luego aspirando una larga bocanada de su cigarrillo, se puso a aplaudir.

L y B hablaron de algunos autores, de ciertas novelas que habían causado pésima o buenísima impresión en la crítica. De escritores que ya no figuran en el Registro Oficial de mi época, por lo cual da lo mismo anotar o no sus nombres. B se fue en una digresión interminable, sorbiendo un líquido que al parecer era agua con gas. En un momento me dio la impresión de que L tenía las ganas de acariciar el pelo de B, de tomarlo por la solapa de su chaqueta y besarlo apasionadamente. Pero no, sólo pequeños gestos entreveían esto que yo alucinaba. Las nervudas manos de L se movían nerviosas; tamborileaba con los dedos la melodía que inundaba el bar. Muchos pasaban cerca de la mesa, pero no atinaban a reconocerlos, excepto una muchachita de unos veinte años que se detuvo unos segundos, mirando fijamente a L, pero que una vez éste le devolvió la mirada, ella volteó rápidamente su cabeza y salió caminando rápidamente del local.

Todo esto lo registraba de memoria, simulando que esperaba a alguien, al lado de un vaso de vodka, mirando un reloj imaginario en mi muñeca izquierda, contabilizando los minutos y los segundos, pues cada vez me quedaba menos tiempo. De pronto vi un haz de luz recorriendo el local; un punto rojo casi imperceptible que se movía de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, buscando algo, un objetivo. Era el dispositivo infrarrojo de un arma, no lo dudé ni un minuto. No pasaron más que segundos cuando vislumbré la pronta desgracia: ese punto iluminaba la frente de B, el cual se veía muy serio hablando con L, contándole quizás qué confidencia.

No lo dudé, estiré un billete de diez mil pesos en la mesa y salí raudo del local. El haz de luz venía desde una ventana. Ahí pude ver a un hombre apostado con un rifle láser. Si no actuaba todo acabaría en desgracia. Miré al suelo y tomé la primera piedra que encontré: con fuerzas la arrojé al lado de la ventana donde se encontraban L y B. Los vidrios se trizaron. A continuación todo se acelera, pero en fracciones de segundo.

L se levanta de la mesa y me mira con odio, apunta con su mano y todo el grupo se pone en alerta. Me van a triturar si no arranco, pienso. Miro en dirección a la ventana y veo que el francotirador ha desaparecido, ni un rastro ha quedado de él. Por lo menos he evitado la desgraciada, pero no dejó de cuestionarme quién pudo haber sido el artífice del frustrado atentado. Debe haber una equivocación. Debieron haberme mandado a uno de los tantos pasados posibles que nunca existieron. Esos que están ahí sentados no son los verdaderos L y B que la historia ha registrado en sus libros.

Pero ahí están, frente a mí, el grupo, los garzones, los guardias, insultándome, todos apilados en la puerta de entrada. En la calle algunos peatones se detienen para contemplar el escándalo. Una mujer toma un celular y hace una llamada. Un hombre calvo y enorme se me acerca y no con buenas intenciones. Me toma de la chaqueta, y yo al retroceder hacia atrás caigo. Caímos juntos, rodando en el piso. Le pego un codazo en el estómago y aprovecho de correr. Escucho tras de mí gritos e imprecaciones. Corro. No sé hacia dónde. No hay tiempo para mirar mi mapa virtual. No hay espacio suficiente como para terminar de redactar esta crónica. Habrá que dejarla en bruto. Me meto en el borde lateral de un pabellón abandonado y comienzo a relatar rápidamente todo esto a una grabadora portátil que llevo en caso de emergencia. No debo dejar ningún rastro de mi presencia. Retiro de mi suela el aparato teletrasportador. En unos segundos me habré desvanecido en el aire y todo habrá terminado.
(fragmento de escrito que aspira a convertirse en novela)