22 de junio de 2009

Y yo era su sombra

La religión es el opio del pueblo. Es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el corazón, de un mundo sin corazón. (Karl Marx, Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel)

Quien tiene el arte y la ciencia, tiene la religión. Quien no tiene el arte y la ciencia, que tenga la religión. (Johann Wolfgang von Goethe)

Durante varias semanas revisé la exhaustiva bibliografía de Ananda K. Coomaraswamy. Tuve que recurrir muchas veces al inglés, y otras pocas veces al alemán. Ayudado por un diccionario de terminología crítica, logré descifrar ciertas inquietudes que me exasperaban el juicio. La pretensión de todo academicista es elaborar un manual propio con un lenguaje particular, aprehensible para quién lo redacta. La operación sin embargo, en este terreno se redoblaba en dificultad. Una gran parte del pensamiento presentado por Ananda provenía de fuentes védicas, y en escasas ocasiones, chinas. La labor de retraducirlo en palabras inteligibles me llevó a reformular mis principios. Debajo de mi cuarto, una vieja reproducción norteamericana de una obra teatral alemana, traducida por Anselmus Brax, se repetía en mi cabeza como un mantra: Gewöhlich glaubt der mensch, wenn er hur worte hört, Es müsse sich dabei doch auch was Denken lassen. (Con frecuencia creen los hombres, cuando escuchan sólo varias palabras, que se trata de hondos pensamientos).

La fuerte acumulación de conceptos se sedimentaba con furia en mi cabeza. San Ignacio de Loyola entendió que la purificación del espíritu se encontraba por medio de la mortificación de la carne. La materia, emanación o reflejo de un largo proceso biológico, no es más que una proyección mental emanada de Dios. Por lo tanto yo quería saber qué entendía respecto a esto una religión no teísta, como era el budismo.

Luego de escabrosos meses en que me sumí en una aletargada y estéril búsqueda, decidí ensayar el proyecto de una novela. Pensaba, ingenuamente, que la elaboración de un mundo del cual yo creía conocer bien sus leyes y principios, me entregaría casi como por inercia las respuestas que necesitaba.

Por ese tiempo me confiscaron mis escritos, quemaron mi disco duro, me robaron un par de libros de mi biblioteca. Una mañana desperté en una incómoda postura; me habían amarrado los brazos y las piernas. Pero seguí adelante.

Proseguí con el proyecto de mi novela, que se titularía Las vibraciones de la sombra. Adentro de ella escribí, a la manera de la historiografía, todos los lugares que había visitado, todas las personas que había conocido, todos los libros que había leído, toda la música que había escuchado, todo el cine que había visto.

Janus Maxwell, teórico de la psicomnésis, enseñaba en un detallado tratado la manera de recuperar la memoria perdida. Durante la vigilia, existe un mecanismo dormido que es capaz de activar todo nuestro pasado. Nuestro consciente, que constantemente es empujado a crear una imagen, una figura, un yo, se encarga de apagar ese mecanismo. A mayor personalidad, a mayor afirmación del ego, mayor es el embotamiento psíquico en el que nos encontramos. Este despertar se podía lograr con un entrenamiento poco ortodoxo para nuestra cultura: la meditación. La meditación, olvidarse de uno mismo. Fernando Pessoa, que se movió en círculos esotéricos, promovió discretamente el pensamiento metafísico de la disolución de la unidad en el todo. Escribió en el sugerente poema Há metafísica bastante em não pensar em nada, bajo el heterónimo de Alberto Caeiro: Mas se Deus é as flores e as árvores/ E os montes e sol e o luar, /Então acredito nele, / Então acredito nele a toda a hora, /E a minha vida é toda uma oração e uma missa, /E uma comunhão com os olhos e pelos ouvidos.

Ello me otorgó la clave. Sin embargo, tuve que recurrir a sustancias químicas que casi me destrozaron el cerebro. La droga, de cuyo nombre no debo acordarme, me hizo recordar en un aluvión de imágenes toda mi vida, como si fuera una enorme flor salpicando pétalos de carne, girando a la velocidad de la luz. Tras cada sesión, que en tiempo real debía durar tan sólo unos minutos (y en tiempo mental se extendía por meses) debía ser sujetado firmemente de los brazos por mi maestro Eneda Karusotka. Me golpeaba con una vara de roble en el cuerpo y luego, con ayuda de sus discípulos, me sumergían la cara en una enorme vasija de cobre repleta de agua hirviendo. Cuentan que varias veces volví horrorizado, diciendo que era un espíritu del pasado que se había apoderado de mi cuerpo. Ellos entendían que sólo era una perturbación psíquica producida por la inmersión irresponsable en estados anteriores de mi vida, que debieron haber sido olvidados pero que yo recordaba a la fuerza. Encarnaba ficciones o recuerdos o sueños. Por suerte me devolvían a mí mismo, pero me recordaban que yo sólo era la construcción de un mundo ilusorio en permanente cambio.

"Lo que has experimentado, es el producto de la rapidez de tu accionar. Nosotros somos capaces de llegar parcialmente a desvincularnos de la ilusión del yo, pero eso requiere mucha fortaleza espiritual, una comunión completa de todas nuestras células en constante interconexión."
Paralelamente iba anotando todas las impresiones que tenía de estos viajes al interior de mi mente. La novela fue perfeccionándose, pero comenzó a adquirir una envergadura espantosa. Llevaba alrededor de cuatro tomos, de mil páginas cada uno. Yo no sabía muy bien por qué los monjes me ayudaban en mi proceso. Pero poco a poco fui desentrañando una verdad. Ellos me apoyaban a cambio de conseguir una manera de despertar conciencias, de manera más rápida y efectiva. En el mundo existía una jerarquía muy clara. Arriba estaba Buda y debajo de él, el Bodhisattva. Los seres a punto de despertar. Más abajo estábamos todos los mortales encerrados en la cárcel ilusoria del ego. El camino de los iniciados podía ser muy arduo y lento. Buda ya había aparecido en Nepal, porque el combate cósmico pronto se iniciaría. ¿Cuándo? Muy pronto, sentenciaron. El último avatar, el martillo de guerra, la lanza penetrante, el rayo destructor, la furia y la locura, había nacido en el siglo XIX en Austria, y se había llamado Adolf Hitler.

Sentí pánico, náuseas, asco. Lo que pretendía esta secta de fanáticos escapaba a mi entendimiento. Pensé en sacar mi revólver y matarlos a todos, ahí mismo, en el templo. Lo hice. Apunté a mi maestro directo a la cabeza. Jalé el gatillo y cerré los ojos. Pero no pasó nada. Ante mi sorpresa, un joven se acercó y abriendo la palma de su mano, cayeron todas las balas al suelo.
"Lo habíamos previsto, podemos mirar un futuro cercano, potencial e hipotético, con un margen escaso de error", dijo mi maestro. A continuación se levantó de la alfombra y se sentó en posición de loto.
Hay muchas cosas que aún debes entender, sentenció con frialdad. Luego se levantó, me tomó de las manos y me abrazó.