10 de junio de 2009

Encerrado

Bajamos por la larga terraza, amanecía, y las gaviotas se iban entrecruzando muy por encima de nosotros, atravesando el muelle en un vuelo fantasmagórico. Nos detuvimos un momento. Mirábamos al oleaje arreciado por un barco de bandera japonesa. Entramos a un bar. Ahí pronunciaste por primera vez en mucho tiempo el nombre del poeta, el compañero de borracheras interminables. Mientras nos servían la cerveza negra en la barra y prendíamos los cigarrillos, lo evocabas de manera harto cinematográfica, casi como voz en off:
«El poeta... pensar que empezó como un cuentista pero antes de sus 18 argumentó que el cuento no llegaba a ahondar en la cosa, no penetraba en la superficie de la realidad. Dejó su senda de narrador y se hizo poeta. Comenzó a escribir sus primeros poemas a sus amigas, a las que solían rechazarlo ya sea por su insistencia incontinente en besarlas, o por su apariencia descuidada, como la de un oficinista salido de un incendio.»

Reíamos, entrechocábamos las copas por la salud del poeta, recordamos las veces en que acusaba a los narradores de hipócritas, de mercenarios al servicio del telón alzado, de un compromiso que distaba a kilómetros con la sinceridad del poeta, al servicio de la nada, de la palabra; el poeta como montañista perdido en la nieve, buscando desesperadamente en el aluvión las últimas huellas de los hombres.
El poeta solía fabricar imágenes para todo, para el primer beso a la novia, para los clásicos del fútbol, para el boxeo y las peleas de peso mosca, para los coches fúnebres que atravesaban el cementerio con el ataúd, para todo. El poeta personificaba en su ser mismo un alud de imágenes, como olas batientes que lo hacían ir y venir en música zigzagueante, en una zamba barriobajera, aullada por esclavos descalzos a la orilla de un mar radioactivo.
«La primera vez que supe de él fue cuando se reintegró a la universidad después de su enfermedad. Habían pasado cuatro años desde que congeló y desapareció sin dejar estela. Cuando volvió se veía mucho mejor, más recuperado, con un saco contundente de experiencias a sus espaldas. Nos contó de su alumbramiento que tuvo con Pessoa en su viaje a Portugal. De hecho, lo primero que hizo cuando llegó a la universidad, fue empapelar de poesía las paredes; el poeta es un fingidor, y desplegaba sus enormes papeletas en las paredes que borraban los anuncios de las asambleas de carrera y los manifiestos neoístas.»

Apurábamos la cerveza y corrían hilillos de nostalgia por nuestros labios, pero brindábamos por el poeta, y salíamos triunfantes del bar. Acto seguido tomábamos algún callejón y dejábamos perdernos en las callejuelas del muelle. Mirábamos las vitrinas, y yo recordaba silencioso el odio del poeta por las vitrinas. Su entretención de pendejo alucinado: aventar piedras contra éstas, y echar a correr despavoridamente, provocándose a sí mismo el miedo, como una forma de doblarle la mano a su abatimiento. Porque el poeta iba en alto y bajo, a veces presa del éxtasis, a veces presa del desasosiego. Al poeta le habían diagnosticado esquizofrenia, y su vida y sus versos eran la subida a una montaña rusa sangrienta.

Siempre me he preguntado qué clase de habilidad tiene un humano para poder cruzar los inciertos callejones de la poesía, y eso mismo preguntaba en voz alta mientras cruzábamos los barrios miserables, barrios con borrachos febriles endosados a sus calles, cantinelas que se transformaban en monólogos eternos o simplemente en balbuceos pusilánimes, toda esa fauna estaba tatuada con una resaca mortal que empalidecía sus rostros y tiznaba con el tinto sus labios. Niños venían a mendigar y les dábamos algunas monedas para que nos dejaran tranquilos. «Qué es lo que empuja a una persona ser poeta... hacerse poeta» repetía en voz alta para que mis amigos me escucharan, y ellos decían que no lo sabían, pero recordaba la voz lenta y acompasada del poeta: «Un buen poema es capaz de transformarse en edicto para quién lo lee». Y yo me quedaba tieso, parado como idiota en la calle que bajaba y descendía interminablemente en estrechos pasillos que conducían a una vista multiforme del puerto.
Alberto Caiero era su heterónimo favorito de Pessoa: decía que ser poeta no era una ambición suya, sino una manera de estar solo. Palabras que me empujaban a que tomará otra bifurcación del camino y esta vez siguiera solo mi recorrido. Pero no lo hice, y seguimos bajando juntos por la interminable avenida, que ahora se llenaba de griteríos provenientes de un corro agrupado en un bar, animando seguramente una pelea de box emitida por televisión. Llegamos a una pequeña plaza sucia. Un olor a maní confitado que salía de un carrito cercano nos hizo detenernos y nos sentamos. Le compramos unos conitos al viejo y empezamos a comer. Mira esas piernas, me dijo uno de mis amigo a la par que apuntaba hacia la acera de enfrente. Una muchachita muy blanca, calzada con sandalias, vistiendo una falda cortísima y luciendo un par de senos descomunales, iba caminando de la mano con un fantoche que al parecer era su novio. Nos abstuvimos de elogiarla a gritos, porque vimos en esas raras horas que produce la luz de la madrugada, un cuchillo brillando feroz en el pantalón del individuo. Prendí un cigarrillo y lancé unos perezosos anillos de humo de mi boca. Comentamos el detalle del arma, y cada uno elaboró su propia tesis, o mejor dicho, un pequeño relato de por qué iban así, caminando como a destiempo. De haber estado el poeta le habríamos pedido que deliberara a favor del delirio que le parecía más verosímil. De nuestras improvisaciones, el ganador tendría un premio especial: lo dejaríamos durante un día completo con la Sierva, para que hiciera lo que quisiera con ella, un detalle no menor, pues aún eran muy pocas las mujeres que se adherían a nosotros. A nuestra causa.
Cuando terminamos las historias, uno de mis amigos estaba reconcentrado, dando la impresión de que no había puesto ni la mínima atención y que el resto habíamos estado hablando sólo para nosotros mismos, nunca para él. Pero de pronto se incorporó y nos dijo que ya conocía todas las historia posibles pero quedaban otras que sólo el poeta desentrañaría; Nosotros decíamos las más fútiles, él, el poeta, habría hecho un relato repleto de detalles tan penosos y patéticos que de sólo ser enunciados agregarían otros matices a las narraciones que no habíamos inventado, y llegado a tal punto, las historias posibles se transformarían de tal modo, que las nuestras, nuestras versiones de la historia central, de la mujer con su compañero y el cuchillo, pasarían a ser un simple apéndice, un vulgar folletín que no alcanzaría a transmitir toda la sórdida música de un secuestro que se iría a realizar, y que aquellos dos que iban caminando por ahí, tendrían un eje central en su ingente materialización narrativa.
El poeta tenía esa capacidad para adelantarse a los hechos, por eso lo necesitábamos con nosotros, teníamos que recuperarlo a como fuera lugar.
El mote de poeta, se entenderá, no tiene relación alguna con una persona que escribe poesía. Hablábamos en clave. El poeta, para nosotros, era un clarividente con habilidades psíquicas, capaz de desentrañar lo que iba a ocurrir dentro de la media hora siguiente. Una habilidad que si se piensa bien, en ciertos momentos claves son capitales. Él servía para ir modificando el presente; era la llave que era capaz de abrir todas las posibilidades, era nuestro agente especial que abría los caminos necesarios y cerraba los inoportunos. Guiarlo costaba un poco. Como su mente estaba escindida, siempre vivía media hora más adelante, por lo cual era muy difícil seguir una conversación coherente con él. La otra parte, la que vivía en el presente, era muy irritable. No podía relacionar bien que él tuviera esa habilidad y nosotros no. Le costaba dar a entenderse. Sufría terribles migrañas.
Mi amigo me dejó absorto cuando habló del actual paradero del poeta, y yo sin querer indagar más, cortésmente guardé silencio para ver si finalmente me revelaba los detalles ocultos, los fragmentos perdidos que ansiaba ver y analizar para así hacerme una idea, una construcción mental más acabada del pequeño pero grandioso poeta, a quien por cierto jamás había visto en mi vida. Sólo lo conocía de oídas.
Pero la espera me congeló todo el cuerpo, y tras minutos de impostura, les dije que mejor avanzáramos, que teníamos que llegar pronto, antes de que se escucharan las primeras campanadas de las iglesias, porque de lo contrario no podríamos entrar y nuestro jefe nos reprendería de una manera brutal. Tienes razón, apuremos, acotó uno, sin aportar ya más al cansancio y al silencio que se nos iba apoderando en el pecho, en las manos y en los pies cada vez más entumecidos. Sentí un gargajo revoloteando en mi garganta. Escupí sobre un tronco tirado en una esquina.

Íbamos dejando atrás el ruido de los buses, el entrecortado ruido urbano. Las avenidas comenzaban a ensancharse hacia los bordes laterales del muelle, el mar resplandecía en su rápido oleaje, y las embarcaciones mercantiles dejaban atrás sus vibraciones en el agua. Aparecía ante nosotros un gran parque despoblado, y tras subir anchos escalones de piedra lo dejamos atrás con todo su verdor de fresnos. Ahora caminábamos por una pequeña senda de pastelones, cuando de pronto divisamos en ese frío día de cielo despejado y de recuerdos, el portón metálico del edificio blanco que aparecía tímidamente ante nosotros. Atravesamos las puertas y nos acomodamos nuestras ropas, con esa pulcritud que se tiene cuando uno sale por primera vez con la novia. Acto seguido se nos acercó una enfermera no tan vieja, pero con una frente cubierta de arrugas, lo que le otorgaba una especie de dureza y madurez impropia para su edad, pues no debía pasar los treinta. Una vez estuvo al lado de nosotros, nos dijo que la siguiéramos hasta la caseta de control. Nos pidió nuestras identificaciones y nos preguntó por el nombre del paciente. Le entregamos información falsa. Luego de eso nos condujo por un patio pequeño y embaldosado, hasta que entramos en la sala de visitas, la cual estaba iluminada por la luz natural que venía desde afuera. Ahí estaba sentado contra la pared, vestido con una cotona blanca, mal peinado, gordo, más melancólico que nosotros quizás, nuestro poeta. Desenfundamos nuestras armas y en segundos se desató el caos.