15 de enero de 2009

León Lunardi-Almonacid (de la serie, El Congreso de Literatura Fantástica, 8)


Un tipo con el cráneo afeitado y múltiples tatuajes en su cabeza, trajeado de cuero, de una edad indefinible, se dirigió al estrado para realizar su ponencia, intitulada: Mi generación, la que vino después, y luego la otra. Apuntes etnográficos para un humus literario. Partió citando al Dr. Samuel Johnson: “cada generación tiene a un par de genios visibles, y a otro par escondidos bajo tierra.” Nos explicó León, que durante toda su vida se ha encargado de buscar precisamente en esa tierra baldía, en ese lugar de nadie donde se ocultaban en impenetrables galpones los que escribían sin ser vistos, los que alejados de cualquier moda leían vorazmente a escritores anticanónicos, y que realizaban en el más estricto secreto sus obras. Su plan era asediar estos lugares, examinar entre las rocas, limpiar y excavar hasta dar con los resto de una obra, de un personaje, de un ser humano, y limpiando de polvo al sucio ataúd, sacando al cadáver y exponiéndolo a la luz pública, celebrar el hallazgo como una verdadera epifanía. Sus descubrimientos postmortem habían sido pocos, pero bien valían una misa examinarlos. En el proyector de películas vimos un pequeño documental, donde León Lunardi-Almonacid caminaba por las calles de una ciudad atestada de vehículos, entraba a bares clandestinos, visitaba una iglesia derruida y de rodillas conversaba con Dios, y así, los fragmentos de la película mostraban un largo flaneur, un periplo en el cual León sólo caminaba y caminaba, sin hablar con nadie más que fuera Dios. Después del documental siguió hablándonos de su microeditorial, Las hostias de San Alberto, donde publicaba los mejores trabajos de sus talleres literarios, el laboratorio perfecto para experimentar y ensayar, nos recalcó. Luego nos explicó que parte de su trabajo consistía en descubrir nuevos talentos, algo así como lo que hacen agentes futbolísticos que viajan a zonas rurales para ver partidos de tercera y cuarta división, ahí donde estaban los que no tenían más recursos que su pelota y sus piernas. Al final de su ponencia, un muchachito le preguntó en qué se diferenciaba su generación, la que vino después, y la otra. León explicó que los primeros habían sido unos idealistas que cayeron en las trincheras muertos por gas sarín, los siguientes habían muerto inmolados como fanáticos kamikazes, y la última, la de ahora, se desangraba lentamente en el infierno de lo plástico digital. Pero si quieres saber más, lee mi libro, sentenció. A continuación sacó de su casaca un pasamontañas, se lo puso en su cabeza, y haciendo un juramento a una bandera inexistente, se retiró marchando, junto a un grupo de gente que lo seguía como una pequeña procesión católica. Desde la ventana vimos que se dirigía al Palacio de Gobierno. Luego se escuchó una detonación que hizo vibrar los muros del recinto. Supimos al instante, de manera colectiva, que el Congreso de Literatura Fantástica había finalizado.