8 de noviembre de 2010

Go to hell



"Mi mano puede dar en la mejilla de una mujer, pero el abofeteado seré yo, porque habré violentado mi dignidad" Antonio Di Benedetto

La primera bala ingresó por el hombro derecho, quedándose enquistada entre la articulación de la clavícula y el acromion. La segunda fue mucho más certera. Entró de lleno entre ceja y ceja. Hubo salida de bala. La sangre y los sesos mancharon una reproducción de Manifiesto autorretrato, de Maurice Chobart. Aquél, silencioso en el trabajo, no levantaba nunca la voz. Sus compañeros no sabían si era por timidez o por algo más. Probablemente era un hombre quitado de bulla, silencioso, el extraño más extraño entre los silencios que conformaban su enclenque figura. Había ascendido a gerente hace menos de un año. Hombre trabajador, serio, bien trajeado y perfumado. Sus hijos lo atendían parsimoniosamente, llevando la atención a exquisitos y exagerados detalles: le dejaban las pantuflas junto al diario dominical, un café bien caliente y el cenicero de hueso, traído desde el extranjero. Sin embargo, aquella tarde del sábado, su nervuda mano dio tres veces contra el rostro de su mujer. No era la primera vez, ciertamente. Eyaculó en su pelo y en su ropa. La mujer, aturdida ante el sistemático zamarreo, tuvo que succionar su pene hasta dejarlo totalmente limpio y seco. 

Fernando Bruna, el detective que investigó el caso, observaba una y otra vez la fotografía del difunto. Era como si sus facciones -la cara delineada y sombreada por las luces- portaran el ADN de aquellos hijos de puta que gozaban violentando a las mujeres. ¿Eran esos ojos inexpresivos? ¿esa boca desprovista de sonrisa? Todos compartían el mismo rostro, como si fenotípicamente se engarzara esa patética cara entre los millones de golpeadores de mujeres del mundo, sin importar etnia ni religión ni cultura. En la última gresca, el hijo de aquél había decidido acabar de una vez con la bestia. Lo cercó en su laberinto, aprovechando su avanzado estado etílico. No costó mucho. Su cuerpo y su espíritu temblaron, al unísono.Jaló dos veces el gatillo de la escopeta. La bestia se desparramó frenéticamente.Ya está. Que ni en paz descanses.

5 de noviembre de 2010

Esbozo de Robles Martínez


Una portada de un libro de Robles Martínez.

Primero fue en antigua reunión de amigos. Hablábamos de gente extraña, de seres ocultos que habían elaborado una obra secreta, más secreta aún que la propia existencia de ellos. El tema redundaba en torno a personas frágiles que habían pasado totalmente desapercibidas en el desafiante ambiente cultural de aquellos años. Entiéndase desafiante como amenazante, signos de una época en la cual todo transcurría de manera más lenta, con riesgos duplicados ante la creciente paranoia. No existía la autopromoción, ni los bombos y platillos orquestados por algún agente de la cultura.

Lo segundo vino después, en el alba, pero antes de pasar al segundo, elaboremos con más detalle el primero. Imagínense una reunión de amigos; hombres bebiendo algo alrededor de una mesa y hablando sobre variados temas en algún lugar de la tierra. Uno habló de la secreta obra de Jim Mendonza, pintor autodidacta, fallecido en ambiguas circunstancias. Otro mencionó a un tal Maurice Chobart, investigado por la policía desde hace años. Nadie sabía aún su real paradero.Un tercero, que sucede cronológicamente al momento segundo, dijo que el caso de Robles Martínez era aún más llamativo que los anteriores mencionados: Cobran una millonada por sus libros, aunque no lo crean amigos, de verdad, quizás exagere un poco.

Lo interrogamos el resto de los presentes, unos con miradas, otros con palabras farfulladoras y quebradas: Aunque parezca sacado de una mala novela, o de un buen cuento, o de una mediocre película, pero la verdad amigos míos, es que Robles Martínez prácticamente no existe. Con esto quiero recalcar que en realidad están sus obras, aún se puede encontrar una que otra en algún viejo puesto de saldos. Pero si consideramos que no tiene partida de defunción, ni siquiera alguna lápida perdida en un enmohecido cementerio, entonces su existencia física es puesta en duda. Al menos que su ser físico exista en este universo. Ello puede dejar abierta la posibilidad de que sus libros hayan sido enviados desde un universo paralelo al nuestro.

El que hablaba de esa forma exagerada, un poco rocambolesca, como extraído desde algún guión no muy bien elaborado, agregó que en algún mercado clandestino se cotizaban los libros de Robles Martínez que nunca habían visto la luz. ¿Cómo es eso? Se refería a obras que no habían sido comercializadas de manera pública, disponibles para cualquier transeúnte con el dinero necesario para adquirirlas. Son auténticas obras de arte, remató.

Lo segundo viene después del alba. Entre lo primero y lo tercero.

Nuestro amigo, luego de aburrirnos con una larga digresión en torno a la obra, el arte y su autenticidad, pude percibir que en verdad ni siquiera hablaba de algo normal. Me explico mejor. Cierto escritor español, de cuyo nombre no quiero acordarme, ideó en la ficción un libro que era capaz de asesinarte tras ser leído. Esto en la ficción, en el mundo de las letras. Pero la gran apuesta de Robles Martínez, en la realidad, fue que generó una especie de terrorismo cultural con sus obras. Supuestamente, quien era expuesto a las líneas de sus libros por algún tiempo, podía enloquecer. Sabemos que hay libros buenos, para relajarse, (¿con efectos sanadores? quizás sería llegar muy lejos al arriesgar tal hipótesis) con una carga energética positiva entre sus líneas. Jung se expresó con más propiedad de este tema en su Über psychische energetik und das wesen der träume, pero el que llevó más lejos esta teoría fue el místico alemán Gimmel Hizarrk, famoso por su obra Das Buch der Gartenzaun, en la cual intenta demostrar que las obras de arte abren puertas mentales a ciertas ideas arquetípicas que descansan en nuestro inconciente. Hizarrk bosquejó la idea de que una determinada disposición simbólica podía provocar la locura en el receptor de la obra. Pero no me explayaré más referente a este tema, del cual existe abundante bibliografía.

Lo segundo, lo que venía después del alba, es la posterior recreación, o en palabras más exactas, la escenificación de las obras de este autor. Pude encontrar un par de obras en una polvorienta librería de Valparaíso. Novelas que no tenían nada de extraño si se las leía distraidamente. Entonces mi búsqueda se inició ahí, tomándome como desafío el hecho de glosarlas una a una, para ver qué pasaba. Ingenuamente creía que de esta forma podía acercarme de una u otra forma al preciado botín de Robles Martínez; aquellos libros que enrarecían la mente a quienes los leyeran. Sin embargo, tal cosa no ha sucecido, hasta la fecha en que redacto esto.

28 de octubre de 2010

El año

El año de las turbulencias. El año del terremoto. El año del colapso nervioso. El año de los maremotos. El año del desencanto. El año del debut. El año de las microeditoriales. El año de los payasos. El año de los fariseos. El año de los charlatanes. El año de los jóvenes. El año de las mutaciones. El año del año. El año de los robots. El año de los policías. El año de los bebés. El año de los ladrones. El año de las películas. El año de los zombies. El año de la informática. El año del ano. El año de la paranoia. El año de la explosión. El año de las protestas. El año de la expansión. El año de los enanos. El año del revólver. El año de la familia Fontberry. El año de la dilatación. El año del espejismo. El año del oasis. El año de la mano.El año de la comezón. El año del hígado. El año de Bolaño. El año de la contracción. El año de las multinacionales. El año de la despedida. El año de los ancianos. El año de la risa torva. El año de aquellos sentados, alrededor de una mesa, jugando al póker.

1 de octubre de 2010

Rococó



Nunca he sido demasiado bueno para adornar las paredes de las distintas habitaciones que me han contenido en mi vida. Si mal no calculo, han sido por lo menos unas cinco o seis viviendas en las que habité por diversos episodios que no viene al caso relatarlos ahora. Lo que yo quería decir es que nunca fui bueno en aquello, en lo decorativo. ¿Poner fotografías de mujeres desnudas? Siempre me pareció de mal gusto. De niño sentía un poco de rubor al entrar a otras habitaciones, con sendos pósters de la cuarta, la bomba 4, o playboy. Una fijación rayana en la estupidez y la ordinariez. Mujeres con tetas flácidas o siliconadas colgando como monolitos en abismos y quebradas imposibles. Imágenes sin la autenticidad de un verdadero desnudo fotográfico, pulido a fuego vivo en el laberinto de luces y sombras.

Distinto es el caso de las ilustraciones o reproducciones de pintura. En mi primera pieza tenía algunas imágenes de Luis Royo. Pero Luis Royo era demasiado, no sé cómo decirlo, era demasiado pop y perfecto en sus detalles, pero sus mujeres parecían muertas, demasiado arquetípicas, como si el ilustrador hubiese estado toda la vida dibujando una y otra vez a la misma mujer, pero disfrazada de guerrera épica, astronauta o ángel.  No hay tensión en su trabajo. No hay nada nuevo. Si ahora tuviera que elegir a un ilustrador, no dudaría en poner imágenes de Suehiro Maruo, aquel dibujante japonés que lacera hasta la exageración la carne humana, repleta de gusanos y vísceras fosforescentes. Pero Maruo y Royo son cosas tan distintos como un cuarto de queso de libra y un jugo de ranas. 

Pero la idea no era ponerse a describir el trabajado de otros autores. La idea de todo este escrito era hablar de la pared en blanco. Lo anti-rococó, que no tendría porque ser el minimalismo tampoco. Hablo de otra cosa. Del espacio vacío. Francamente, me ha sido mucho más útil que la foto o la pintura de cualquier autor. Lo digo por aquello que genera la sostenida mirada de un fondo blanquecino, que podría ser verde, azulado o del color determinado de una habitación. Pero ahora me voy a detener en esta pequeña digresión, para ponerme a seguir una novela que tengo por ahí. Más adelante hablaré de paredes.

28 de septiembre de 2010

Doxa, aquella muñeca



Intenté de muchas formas no escribir esta historia. Mero recurso retórico en todo caso. Doxa ingresó a mi vida aquella tarde de 201X. Tenía los ojos dorados, demasiado grandes como para retirarlos con una sola mano; había que utilizar pinzas galvanizadas. Su boca siempre estaba en una "O" de soprano, como aquel círculo maldito que crecía violentamente en el patio de mi casa, ahí al lado de la higuera. Ese gran agujero gordo se tragaba todo lo que encontraba, desde niños, ancianos hasta animales. Considerar: es un agujero bastante peligroso, y que además ha sido largamente estudiado por los científicos de Corner Bay, aquel enorme y cristalizado edificio con forma de V, ubicado entre las avenidas Pounder y Aguirre Gómez. Doxa, aquella muñeca, fue la primera en darse cuenta de que el agujero crecía y crecía en aquel lugar maldito que gustosamente me gustaría olvidar de una vez y para siempre. Llevábamos tan sólo dos semanas de casado con Doxa, ese fabuloso artificio mecánico que estaba siempre dispuesto a entregarme placer absoluto. Era un artilugio adorable, el triunfo de la ciencia. Hablaba poco, sólo en plan de alertar. Incendio, lluvia ácida, etc. Ese tipo de cosas solía transmitir. Era adorable. Una vez le ingresé en su memoria varios poemas de corte clásico, para que mis invitados la percibieran culta y refinada. Desde la oscuridad, yo aún temblando y mareado por la grupa de alcohol que me había mandado al seco, terminó recitándome completo el Asno de oro, de Apuleyo. Me ponía demasiado excitado todo aquel discursito. Hubo una semana en que tenía que lavar seis veces al día a Doxa, limpiando los residuos que se acumulaban grotescamente en sus hermosos orificios. Aquello no me importó cuando ingresé al gran hoyo de Doxa, convirtiéndome yo mismo en aquel agujero que crecía y crecía en el fondo de mi patio. Terminé devorándome a Doxa y a mí mismo.

A continuación vendría el mundo.

6 de septiembre de 2010

El cine fantasmático de Alonso Luna

Alonoso Luna consiguió un dinero con Hernán Fontberry para producir su segunda película. Luna había filmado cortos caseros con su propio bolsillo y tras ganar un fondo estatal logró producir su primer largometraje.  Lo que hacía Luna, su producción cinematográfica, podía denominarse como cine de guerrillas, un cine hecho a puro pulso, con actores amateurs, que en realidad ni siquiera calificaban de actores amateurs, eran tan sólo los amigos de Luna y un hermano deportista suyo, que se prestaba para aquellos extravagantes experimentos. Pero Alonso Luna ni siquiera hacía cine de guerrillas, aquel invento norteamericano para designar a autores independientes que no eran del todo independientes.  Lo de Luna era más precario que una película de cine underground, financiada con las migajas de una productora fantasma, que en la realidad aquellas productoras fantasmas eran montadas por productoras grandes y opulentas, disfrazadas de parientes pobres del gran circuito. 

Luna hacía cine de barricadas, o a lo sumo, de basura reciclada de los vertederos clandestinos. Su primer largo, intitulado, Segmentos febriles, relata la historia de un guardia de supermercados, aficionado a comprar chucherías en los mercados libres (como se les llamaba a aquellas ferias de pulgas multitudinarias creadas para paliar la manifiesta cesantía) siendo cliente predilecto de aquellos vendedores ocasionales de lavadoras automáticas estropedas, televisores en blanco y negro, reproductores de VHS, cintas magnéticas vacías, etc. El guardia del súpermercado, solterón, de unos veintitantos años, se entretiene durante tardes enteras a reparar esta tecnología desfasada, obsoleta ante la rapidez de inventos que inundaban los escaparates de tiendas electrodomésticas. La película es muy parca en cuanto a diálogos. Durante la primera mitad, vemos al protagonista ejerciéndo de guardián en un súpermercado, silencioso, casi ensimismado ante la rutinaria tarea. En su hogar, que comparte con la madre y Ulik, su perro, apenas se ve turbado el ambiente soporífero por el zumbido de las moscas, los ladridos del perro y el entrechocar de los palillos de su madre, quien teje una bufanda para la mascota. El protagonista reparte su tiempo entre el trabajo, las compras dominicales de sus chucherías y los escasos progresos en su mesa de disección, donde abre, mutila y revisa sus aparatos. adquiridos a precio de huevo. Ha logrado hacer funcionar una secadora para el pelo, la cual utiliza su madre, un destornillador electrónico, para él mismo, que le facilita sus tareas de mecánico improvisado, y un walkie-talkie viejísimo, que lamentablemente no tiene su par para poder hacerlo funcionar de manera adecuada. Casi al final de la primera mitad de la película, el mutismo soso y reinante se rompe, cuando se provoca un asalto en el súpermercado donde el protagonista trabaja.Tres jóvenes portando máscaras plásticas de animalitos (un león, una oveja y un lobo) disparan a quemarropa a una de las cajeras del establecimiento, ante la lentitud de ésta para entregarles rápidamente el dinero. El protagonista, preso del shock, se esconde tras una puerta lateral, casi al borde del desmayo, incapaz de cualquier acción para intentar repeler el atraco, o al menos para informar a la central de seguridad, que no logra reaccionar con rapidez ante el imprevisto. Planos cerrados filmados con cámara al hombro, le otorgan toda la belleza poética y turbulenta a la escena, coronado con un largo travelling de las distintas cajas del súpermercado y sus correspondientes pasilllos, con las escasas personas tendidas en el suelo o parapetadas tras frigoríficos, al borde del llanto y la desesperación. Luego un corte. Un curioso stop-motion con variante de pixilación, muestra la cara frenética del protagonista, huyendo del súpermercado, atravesando rápidamente la escenográfica ciudad, que se ve gris, casi despedazada, hasta llegar a un enorme potrero. Un primer plano de una radio a pilas destruida. Luego todo se va a negro. Vemos a continuación al protagonista tratando de hacer funcionar su nuevo adquisición, con infractuosos resultados. No sabemos cuál fue el descenlace del asalto al súpermercado, sólo vemos al joven con su oreja pegada a la radio a pilas, tratando de oír algo entre las distorsionadas voces, que se superponen y se anulan, sin lograr entender nada de lo que dicen.
(continúa...)

20 de agosto de 2010

Los catapultos, la novela

Entonces la novela comenzaría así. Jorge Jorge, su protagonista, despierta una apacible mañana recostado en su suave y tersa cama (me imagino que un ser humano se puede despertar de miles de formas, ¿no? Ésta es la más genérica, pero acá viene lo bueno). Se despereza, corre las cortinas (ponemos un rayito de sol con toda la descripción de la escena) se lleva la mano a los testículos en intención acariciadora, bosteza. Todo está en orden, ni un elemento se ha salido de su cauce. Jorge Jorge recuerda que la última noche se bebió solo una botella de pisco, mientras ensayaba torpes cartas de amor a la luz de su linterna (su destinataria no nos interesa por mientras). De súbito siente la voz de su madre (Jorge Jorge es un niño, tiene 19 años, y como la mayoría de los niños de 19 años, sigue viviendo con sus padres) que lo llama a desayunar.

En ese momento las cosas se trastornan, truncándose todo de manera inevitable.

La voz de su madre es la de siempre, fea, aguda, pero cuando se dirige al comedor ve que la cara de su madre repentinamente (de la noche a la mañana) es otra. Es decir, es otra persona, otra figura, que asume la personalidad de su madre. Jorge Jorge piensa velozmente, en fracciones de segundos pero que en términos narrativos se prolongará por decenas de páginas, piensa Jorge Jorge que tiene básicamente dos reacciones ante el hecho: salir de casa como loco, aúllar a los cuatro vientos que no, que esa señora no es su madre; o al revés, disimular lo mejor posible que todo va bien, como si la cosa no fuera con él.

En la primera posibilidad se desarrolla una historia de la locura. Jorge Jorge se tropieza con la falsa madre, la golpea, la tetera se voltea, se quema los muslos, tropieza con una mesa y se rompe una pierna, el gato se prende en llamas, los vecinos se alertan, llaman a la policía y Jorge Jorge termina finalmente encerrado en el frenopático, escribiendo en las paredes con restos de orines y caca. En la segunda posibilidad se desarrolla una historia de la hipocresía. Jorge Jorge se muestra condescendiente con su falsa madre, le hace los mandados sin chistar, obedece a sus más mínimos pedidos, en suma, se comporta como el hijo modelo. Jorge Jorge no sabe si su sumisión es en parte por temor a que descubran su farsa, en parte porque no quiere quedar de loco (desarrollándose así la primera historia), en parte porque no hay otra alternativa, o a lo mejor las tres cosas a la vez o ninguna. Jorge Jorge de todas formas terminaría loco, pero no como loco encerrado, sino como loco suelto.

Todo eso irá ampliamente narrado, en unas veinte páginas, o mucho más. Todo depende de cómo pueda calibrar mi muñeca. Entonces, Jorge Jorge vuelve de un mazazo a la realidad, y es el momento en que debe escoger una postura. La madre falsa sostiene una tacita de café. La madre falsa lo mira desde su bata azulada con ojos desorbitados, con una sonrisa muy  torcida, de mueca muy mal hecha, marginal. Entonces Jorge Jorge escoge la opción menos pensada: la mejor de todas.

¿Se puede imaginar el lector cuál puede ser?

Asesina a su madre. Siempre hay que meter cadáveres en las novelas, así se pone más interesante todo. (Que el lector perdone mi cinismo, pero es un truco antiguo tan usado y manido, que no obstante siempre resulta). Pero los detalles y otros pormenores serán desarrollados en Los catapultos, novelita que francamente ya no pienso escribir. (O sí, la quiero escribir, pero de otra forma, con otro inicio, y otro final, a modo de desconcertar a mi fantasma).