28 de septiembre de 2010

Doxa, aquella muñeca



Intenté de muchas formas no escribir esta historia. Mero recurso retórico en todo caso. Doxa ingresó a mi vida aquella tarde de 201X. Tenía los ojos dorados, demasiado grandes como para retirarlos con una sola mano; había que utilizar pinzas galvanizadas. Su boca siempre estaba en una "O" de soprano, como aquel círculo maldito que crecía violentamente en el patio de mi casa, ahí al lado de la higuera. Ese gran agujero gordo se tragaba todo lo que encontraba, desde niños, ancianos hasta animales. Considerar: es un agujero bastante peligroso, y que además ha sido largamente estudiado por los científicos de Corner Bay, aquel enorme y cristalizado edificio con forma de V, ubicado entre las avenidas Pounder y Aguirre Gómez. Doxa, aquella muñeca, fue la primera en darse cuenta de que el agujero crecía y crecía en aquel lugar maldito que gustosamente me gustaría olvidar de una vez y para siempre. Llevábamos tan sólo dos semanas de casado con Doxa, ese fabuloso artificio mecánico que estaba siempre dispuesto a entregarme placer absoluto. Era un artilugio adorable, el triunfo de la ciencia. Hablaba poco, sólo en plan de alertar. Incendio, lluvia ácida, etc. Ese tipo de cosas solía transmitir. Era adorable. Una vez le ingresé en su memoria varios poemas de corte clásico, para que mis invitados la percibieran culta y refinada. Desde la oscuridad, yo aún temblando y mareado por la grupa de alcohol que me había mandado al seco, terminó recitándome completo el Asno de oro, de Apuleyo. Me ponía demasiado excitado todo aquel discursito. Hubo una semana en que tenía que lavar seis veces al día a Doxa, limpiando los residuos que se acumulaban grotescamente en sus hermosos orificios. Aquello no me importó cuando ingresé al gran hoyo de Doxa, convirtiéndome yo mismo en aquel agujero que crecía y crecía en el fondo de mi patio. Terminé devorándome a Doxa y a mí mismo.

A continuación vendría el mundo.