12 de mayo de 2009

Me gusta cuando llueve, porque estoy como ausente (las crónicas que escribiré cuando sea viejo y rabioso)

Siempre cuando se larga a llover, es para mí puro motivo de alegría. La apestosa aridez del verano, y de cualquier clima cálido, ponen a la gente de muy mala facha, vestida con desparpajo y por si fuera poco, las hace putrefactas (por el excesivo calor), como momias recién sacadas del sarcófago. En el invierno, en la lluvia, no pasa así. Es al revés. La gente se viste con elegancia, y artículos como el abrigo y el paraguas dan la impresión de que tomaran su propia razón de ser, fueran un ser en sí mismo; objetos que más allá de lo práctico y lo sensible, te empujan a llevarlos contigo, como si se trataran de verdaderas extensiones naturales del cuerpo.

Hoy miraba mi paraguas, y pensaba también en los anacrónicos bastones. Digo, anacrónicos, porque actualmente sólo los cojos y los ancianos van con uno. La gente prescindió de ellos hace bastante tiempo, calculo que antes de la época hippie, donde todavía se solía andar con sombrero, bastón y levita, por las calles. Pero seguí mirando detenidamente el mango de mi paraguas (que el lector no haga libres asociaciones en este momento crucial de mi relato) y pensaba en lo fabuloso que sería encontrar alguno con estoque oculto, así el paraguas tendría la obvia utilidad más una de añadidura: el de arma punzante. Pero no, para qué. Si en esta época los delincuentes no salen a molestar a la gente. No habría de quién defenderse entonces, y es lógico suponerlo, ya que debido al persistente afán que tienen los criminales para no bañarse, evitan siempre la lluvia. El agua para ellos debe ser una especie de sustancia tóxica, es por eso que se ocultan debajo de la maleza o en sus cuevas subterráneas, como las ratas, esperando que la lluvia cese para poder cometer sus fechorías.
Por eso me recogijo en la lluvia, y aplaudo los días grises que transforman todo en partículas lentas el flujo acelerado de la vida.