6 de febrero de 2009

Matilde Benavides (de la serie, El Congreso de Literatura Fantástica, 9)

Geóloga que llegó a la literatura por casualidad, reza en la contratapa de su única publicación hasta la fecha, un librito de poesía que pasó sin pena ni gloria. Yo la conocí hace mucho tiempo, cuando éramos unos jovenzuelos que compartían sus poemas y sus lecturas. Siempre pensé que algún día sería mi perfecta mujer casada, pero en realidad siempre me vio como su amigo, adjetivización detestable cuando se trata de una mujer no pacata, no convencional, no típica, ¿qué digo? Casi no mujer. Ella tenía todo lo que mi pervertida imaginación había maquinado. Ni siquiera pude robarle un beso cuando me invitó a su fiesta de graduación. Muchas veces me dijo que en realidad no le interesaba el sexo, ni tener una relación fugaz con un idiota. Luego, en alguna disco de algún perdido suburbio, era capaz de hacerles el beso negro a camioneros o a físico culturistas, de lo caliente que se ponía. Recuerdo que en una noche, entre tres se la follaron, cual de todos más horribles que yo. Y para mí nada, nada, pero nada, porque era su amigo y me veía como su hermano y podía dormir horas apoyando su cabecita en mis rodillas o pasearse semidesnuda delante de mí, pero sólo lo hacía por la confianza de hermano/amigo que me tenía. Pero otras cosas prefiero acallármelas, tanto por pudor como por vergüenza, y prefiero centrarme mejor en su propuesta escritural y no divagar tanto sobre su persona. Ella ese día exponía sobre: El Crecimiento exponencial aplicado a la raza humana, en el cual explicó el fatal destino de nuestra especie, la que básicamente está condenada a perecer asfixiada en el planeta tierra, tanto por falta de espacio como de recursos. Recuerdo que utilizó conceptos matemáticos bien bonitos y sofisticados, para llegar a una cuestión ética que al menos a mí me conmovió. El problema es que si seguimos poblando el planeta, llegará un momento en que la gente se desbordará de los márgenes físicos, como muñequitos de trapo cayendo al mar por exceso de tripulación; no habrá espacios ni recursos. Entonces cosas punibles como el aborto, el genocidio, o el asesinato, más adelante serán males necesarios para establecer un equilibrio planetario. Antes que cualquiera de los asistentes replicara su tesis, dijo: “sí, pensemos en colonizar otros planetas. Lo único que causará es que se retrasará un poco más la debacle final, por ende, estaremos condenados a vagar por siempre en el espacio, casi sin saber por qué, a la manera de La muralla china, de Kafka. Una conquista galáctica carente de sentido, automatizada, planeada por una sociedad pretérita, paranoica y neurótica ávida de más, que por supuesto, nos impulsará en una tarea absurda de un pasado que ya nadie recordará”. Cuando terminó su presentación, recibió una ovación por parte de los presentes, pero ella, tomando sus gafas y desenredándose su rizado pelo, detuvo con una mano en alto aquella espontánea manifestación, diciendo: “No me interesan mayormente estos temas. Déjenme leerles una poesía”:

(esta parte y otros sucesos y hazañas, saldrán en la novelita de quizás póstuma publicación:Una Novela de Ciencia-Ficción)

Nadie dijo nada. Se retiró discretamente y no la volví a ver ningún día más de lo que duró el Congreso de Literatura Fantástica. Pero una noche, cuando me acerqué para felicitarla por su poema en un bar, la vi sentada en las faldas de otra chica, dándose un beso apasionado, de esos que provocan una erección instantánea y una sensación infinitamente lastimera.