Crucé el engañoso abismo chapucero
del laberinto Naranjo, bellamente adornado y perdido en sus chinos cortinajes.
Desde el Psiquiátrico de Jung, las muñecas mudas sangraban de sus ojos frases
del futuro/ nóveles novelas se dibujaban en sus puños recortados por los aires.
Detrás del parque del Museo Histórico –pares reventados- presentes, saltó un
enano con la cara hecha mierda, parecía mujer, un travesti con peluca y los
labios rojos carmesí inyectados en sangre. Bésame, me decía el muñeco con los
muñones recogidos entre sus brazos agonizantes. Los ojos verde bosque del enano
palidecían por las explosiones subatómicas de sus iris, explosiones nunca antes
registradas por la Ciencia.
Oh perra mecánica, me cabalgabas
con una soga al cuello, vientre expeliendo un feto que era la réplica exacta
del Poder. Tus mejillas de porcelana estaban agrietadas, como que querían
detonar una cifra misteriosa, la suma del Absoluto abatimiento del metal
oxidado. Arriba, las naves voladoras surcaban el espacio, adiós Segunda Tierra,
hasta la próxima venida, decían abatidas en su lengua misteriosa.
Cortinas cerradas son la prisión,
fabuloso centro de paganos giratorios de narices, todos controlados a control
remoto por el androide bonachón. ¿Me dijeron adiós? Nada. Sus bocas
enmudecieron palas mecánicas accionadas desde los lomos. Habrán cortado sus
brazos y reemplazados por muñones, las bailarinas de la noche con tutús con
implantes abyectos. No importa, lloverán nuevas ocasiones.
Marché en un tanque de madera por
la calle R. Espinoza paseando a mis papas paseantes. Al final del camino se
veía una esplendorosa puesta de sol.