1 de mayo de 2012

Rey de espadas



Así es la escena. Estoy consciente de quien lea esto, pensará que es un dislate. Pero todo lo que relataré a continuación es verdadero.

Estoy sentado con una princesa china, muy hermosa. Su hermosura no es sólo física, sus pies son realmente lindos. Delineados, los dedos de sus pies si bien no son asimétricos del todo, están bien compuestos. Las uñas están pintadas de un color naranjo, fosforescente. Sus ojos no son rasgados, son grandes, y su cabello es ondulado. Muy bien, no tiene nada que ver con una "belleza típica de la China". No se ajusta al cánon. Es diferente. Pero sus antepasados fueron chinos, por ende, ella también es china. Tiene que ser así.
Ella se viste de manera sencilla, ocasional. Como se vestiría cualquier mujer de la clase media chilena en la actualidad. Pero ella es una princesa. De hecho, su nombre, su traducción, quiere decir "Bella Campana". Muchos, de los que me conocen, podrán pensar que sólo se trata de ficción, de pura fabulación mía. Como si tratara de hacer una proyección ficticia de mis deseos más ocultos y reales. Y no es tan cierto. Si tuviera que elegir, en el caso hipotético y bastante irreal, de estar en una soledad profunda con una mujer, sería una princesa alemana, una mujer audaz de ojos azules y pelo claro. O mejor aún, para las carcajadas del respetable lector amigo, diría no. Rumel habría escogido a una princesa del Japón, con un nombre largo y reverencial. Una princesa pálida de uñas negras.

En el mundo, ser japonés es una cosa casi tan diametralmente opuesta como ser chino. Y eso lo sabe muy bien quien tenga un mínimo conocimiento histórico de las cosas. Que los ignorantes den una vuelta de tuerca, o que mejor aún, se pongan a estudiar las claras diferencias culturales entre Japón y China. Problema de ellos, no el nuestro.

De todas formas, da igual. La escena se agudiza.

La princesa China, quien posee el trauma filogenético de "haber sido bombardeada históricamente por Nelson, durante la guerra del opio, hace más de dos siglos" identifica de forma natural a un hombre de ojos azules y pelo claro, como "el enemigo". No obstante, todas las noches de luna llena, ella abre sus piernas en compás para dejar que un hombre de características anglosajonas la posea hasta el éxtasis. Lame de sus sexo, aunque no es capaz de beber hasta la última gota. Le gusta que le toquen sus pies (¡una vez más sus extremidades!) y que le besen el empeine y le acaricien con su lengua la planta. Pero lo que más disfruta es que entrelacen sus manos (manos con manos) y la pongan hacia arriba, para que cabalgue una y otra vez, con frenesí. De forma trepidante, lírica, pornográfica.

Yo no oigo todo eso. Ni siquiera lo imagino o lo fabulo. Es así. A pesar de que dentro de este relato no he definido quién soy, les puedo adelantar que tengo habilidades de mago blanco, que tengo el pelo negro y la tez morena. Y que mi apellido, en una lengua casi muerta, quiere decir "eternidad".No más digresiones. Simplemente así finaliza la escena:

"Saco de mi bolso verde un juego de cartas. Es un Tarot. Lo pongo sobre la mesa. En las cartas desfilan imágenes que representan una corte de hombres varoniles de todas las edades y colores. Y ella, con una malicia inquietante en sus ojos, pone su mano sobre una carta. Veo cómo brillan sus ojos, su boca tornazul. Y ella pone su dedo sobre una cara, elegida de forma deliberada, no por azar."

Extraño.

Es el rey de espadas.

El rey de espadas usa el pelo con un corte tipo mohicano, y es moreno. No sólo eso. Tiene el pelo negro como la boca del lobo. Ella se pone de pie, me besa la mejilla, y se va. Yo no me voy. Me quedo, con su imagen imprengada en mi retina. Miro la cordillera, de manera pensativa. Sorbo unos tragos de café. Fumo. Entro al baño del lugar, y veo, con una extrañeza irreal, cómo la carta que ella escogió, coincide palmo a palmo con mi rostro. Yo soy su rey de espadas. Yo heredé una espada para defenderme de quienes me atacan, y ella un ábaco, para seguir las cuentas numéricas y hacerse millonaria. Sonrío, porque no es una victoria mía, ni de ella, ni de nadie. Es un largo periplo elaborado desde hace milenios atrás, cuando el hombre aún no conocía nuestros actuales misterios. Es el triunfo de quienes nos precedieron. Es la victoria real de nuestros antepasados.