Manuel Salgado era un anciano que vivía en la zona periférica de un desgajado balneario venido a menos. Había sido militar durante su juventud - ingeniero en telecomunicaciones- y ahora en su vejez llevaba una vida calma y segura junto al mar. La pequeña villa en la que vivía era un conjunto habitacional de varias cabañas sencillas, arrendadas a precios irrisorios a militares en retiro, donde pasaba sus días el anciano junto a su criado, Helmut, un joven autista con una cara que demostraba a kilómetros su imbecilidad congénita. El anciano pensaba escribir sus memorias, pero antes, anhelaba finalizar su trilogía de ciencia ficción pulp Los Reyes del mar, publicada bajo pseudónimo y que se trataba de una saga épica que transcurría en las profundidades de Marte, donde era posible encontrar civilizaciones de ultratumba enterradas en cavernas oxigenadas, rebosantes de mares de cobre y plutonio.
Su joven criado, el niño Helmut, como lo llamaba cariñosamente don Manuel, no era en la realidad ni joven ni autista, ni ser humano. Tenía alrededor de doscientos años y poseía una inteligencia que superaba la media. Tampoco venía de esta tierra. Era una criatura que pertenecía a la sexta dimensión y que había tomado la forma de un joven idiota en el mundo en que transcurría esta historia.
Recapitulemos.
