3 de mayo de 2010

Apuntes sobre una historia robada


Hubo una época, ya olvidada por la mayoría, en que apareció una extraña secta que comenzó a acaparar a muchos fieles. Utilizando las ceremonias y las doctrinas de los derviches, combinaban esta estética con la antigua religión que reinó en el Ganges. Se denominaban La Serpiente. Se especuló que se trataba de un grupo económico que buscaba -como todo grupúsculo megalómano- instalarse en las cúpulas del poder, y desde ahí imponer su nuevo régimen. En los enormes y gastados muros de la hemeroteca pública, se podían consignar cientos de revistas y boletines pseudocientíficos que estaban catalogados bajo la pretenciosa y algo humorística etiqueta de “Conspiraciones”. El periodismo de ese entonces nutría sus páginas con estas supuestas conspiraciones secretas que surgían en todas partes del mundo, señalando que algunas eran tan antiguas que se remontaban a la primera época cristiana. Vladimir Von Himelzark, teólogo, asustado ante la avalancha especulativa que generaba opiniones encontradas entre la gente, citó a un antiguo místico sufí, Ibn Arabí, el cual decía que el ser humano tenía que abrirse a todas las experiencias posibles, para poder ser hombre y no quedarse en el intento. Von Himelzark había sido invitado a un programa televisivo de baja sintonía, pero él sabía que aún así tendría a un público cautivo de sus palabras. Y lo que vendría a continuación, recorrería la vuelta al mundo.
De una bolsa de papel oscura, Vladimir sacó una cabeza humana. El entrevistador pegó un acrobático salto hacia atrás, un salto poco televisivo, pero que ante la descabellada situación se justificaba. El teólogo se levantó de su asiento, y dijo: “acá cómo ven, una persona que quiso abrir su cabeza a todas las posibilidades que nos entrega el mundo, pero un rayo cayó del cielo y lo fulminó en el instante. No crean nada de lo que les dicen, y jamás vayan a rezar por un Dios que cortó los cables a tierra hace muchos siglos. Estamos creados a imagen y semejanza de Satanás…” Pero antes de que terminara sus palabras la señal se cortó.

De lo que ocurrió detrás de las cámaras mucho se ha escrito y comentado. Algunos dicen que el teólogo escupió una sustancia morada y muy ácida de su boca que llegó corroer el piso. Otros, que se desvaneció bajo una cortina de humo. No falta quienes atestiguan haber estado ahí y desmienten estas versiones. Dicen que el teólogo se había parado en las manos y pronunció unas palabras ininteligibles. Luego sacó una rosa negra de su bolsillo, se la tragó, y se apagaron las luces del estudio. Lo único que cierto es que cabeza y teólogo desaparecieron de la faz de la tierra. La policía estuvo analizando fotograma por fotograma la grabación, rastreando de manera detallada con un poderoso zoom digital todo lo que se grabó antes del corte de transmisión. Se determinó que la cabeza era real en un 90% y el 10% de utilería. Pertenecía a un hombre de unos veinticinco años, pero sus rasgos faciales coincidieron con más de ochenta en la base de datos. Fueron ubicado setenta y ocho, todos vivos. Uno se había ido del país hace muchos años y ahora trabajaba en una empresa de lácteos alrededor del mundo. El otro había muerto hace más de cinco años. Se dictaminó exhumar su cadáver. Cuando abrieron el ataúd, se dieron cuenta que su cabeza había sido cercenada. El sepulturero que estaba junto a la diligencia, se persignó y rezó tres padres nuestros, para que el difunto obtuviera nuevamente la paz, argumentó. El joven había muerto por una sobredosis de aerosoles, y según el parte médico, tenía un tratamiento contra la adicción que venía desde sus trece años años, cuando aún estaba en la escuela y había abandonado hace poco la tierna infancia.

Cuando los niños se negaban a comer la comida, las madres lo asustaban con el teólogo de la televisión. Les decían que les cortaría la cabeza y se los llevaría al infierno. Una banda de heavy metal le dedicó un disco a su nombre, que se tituló Headbanger Addiction. En la portada aparecía un intrincado dibujo lleno de símbolos y alusiones diabólicas. En el centro, la imagen del teólogo junto a la cabeza. El disco no vendió muchas copias, pero varios de sus singles sonaron durante más de un año en las radios, y fueron ampliamente pirateados en la web.

Las palabras del teólogo, sin embargo, tuvieron su esperado eco en un montón de especialistas de todas las áreas. Entrevistaron a Ernesto Verdenegro, sociólogo de la Universidad del Estado, de bajo perfil hasta ese entonces, que trató de explicar el fenómeno bajo la lógica del delirio. Dijo que la cantidad de información y de imágenes que rondaba en torno a la desaparición del teólogo auguraba una nueva era, la era de la simulación y de la alucinación colectiva pero con todos los soportes técnicos a su disposición. Se explayó en su idea, indicando que antiguamente, en los inicios remotos del hombre, se había creado una casta sacerdotal arquetípica para ejercer un control mental sobre la tribu. Por medio de ungüentos, música hipnótica, pequeñas bombas de humo, y un largo instrumental más, generaban una realidad llena de efectos especiales, como diríamos actualmente. La casta desarrolló a su vez la medicina, para darle mayor espectacularidad a sus intervenciones, y justificarse ante la tribu y a los gobernantes. Se hablaba de fuerzas cósmicas que dominaban al mundo y que podían ser controladas mediante la oración, de seres de ultratumba que eran capaces de controlar las mentes de los más débiles y enfermos. En un momento del discurso, el sociólogo empezó a tiritar y a tartamudear. El tono de la voz le cambió por uno más profundo. Le salió espuma por la boca. Luego se desmayó y cayó suelo. Un equipo de paramédicos lo atendieron en el acto. El sociólogo trataba de incorporarse pero unos fuertes sacudones lo lanzaban con violencia hacia atrás. Empezó a patalear y a agitar los brazos. Su cabeza rebotó tres veces contra el piso flotante del estudio, pero por suerte le pusieron un cojín en la base de la nuca y lo amordazaron fuertemente de la mandíbula, para que no se mordiera. Todo eso pasó en la tanda de comerciales. Pasados sus dos minutos, el sociólogo se quedó inmóvil y luego se levantó, ordenándose la ropa y peinándose los cabellos. Dijo que no era un vulgar ataque de epilepsia lo ocurrido, si no algo más complejo de describir. Bebió un vaso de agua que le ofreció el productor y se retiró pensativo del estudio televisivo. Al día siguiente apareció en las portadas de los diarios más sensacionalistas.

Otro relato, que no tuvo ninguna repercusión mediática, pero que sí coincide mucho con éste, comenzó a desarrollarse en las fauces de una novela aún no escrita, ni siquiera pensada.