Suponen mis hipotéticos lectores, que hablaré sólo sobre escritores en esta humilde sección literaria. Pero no, en realidad hablaré de personas relacionadas con el mundo literario en general. Uno de ellos es el organizador de encuentros poéticos provincianos, el señor Leonel Hernández (o Leo Herna, para los amigos y enemigos). Lo conocí en el congreso de literatura fantástica, aunque no sé muy bien qué hacía por ahí pues me confesó que en su vida sólo había leído a Kafka y a un tal Roberto Bolaño ¡ah! y a Fernando Vallejo, al cual imitaba en sus diatribas y posturas políticas. Su personalidad era una rara mezcla: una especie de florero de mesa combinado con ataques abruptos de timidez y pronvincianismo. También le gustaba mentir, pero en el sentido peyorativo de la palabra: mentía para engañar, no para entretener. Todavía recuerdo la brutal ofensa que ensució mis límpidas manos. Uná noche lo vi en una esquina con su sombrero, afirmándolo en el suelo, como reteniendo algo. Me dijo que tenía escondido ahí las obras completas de J.G. Ballard, pero temía que algún ladrón de libros se las robara. El problema es que necesitaba urgente ir a encontrarse con su amante santiaguina para echar un polvo. Codicioso, le dije, no te preocupes hombre, yo te cuido el sombrero con las obras completas. Bien, me contestó, y a continuación me preguntó: "¿tienes diez lucas para pagar el motel?" Saqué de mi cartera un lustroso billete azul y se lo tendí. Cuando se fue, y ya estando solo en aquel callejón, metí la mano bajo el sombrero, y una fétida bosta de perro se me pegó como engrudo a los dedos. Una vez más Leones Hernández me había cagado.