A ella nunca la vi posando junto a los escritores, todos frente a las lustrosas cámaras fotográficas y de video. Tampoco estuvo en el vino de honor que nos dio la Cofradía y menos en la recepción. Nunca estuvo en el Congreso de Literatura Fantástica. Por automatismo, me fui con Oscar Zeta y Fernando de la Torre a un pequeño bar que estaba frente al mar. Esa noche, una anciana llena de tatuajes hablaba con una camada de jóvenes, todos sentados en una mesa dispuesta al fondo del salón, que la escuchaba atentamente y celebraba cada una de sus ocurrencias. Oscar Zeta afirmó que su padre la había conocido, hace no sé cuántos años, en un lanzamiento de un libro, una antología de aburridos jóvenes realistas y neocostumbristas. Era una abuela de senos prominentes y labios sensuales, que sin alterar ni exagerar sus ademanes, deleitaba a su fiel séquito. A fragmentos, pude escuchar; “Lo escupí por haberme lanzado un libro a tierra”, “Me los culié a todos en una noche”, “en ese tiempo vendía coca en los bares del puerto”, “Cagué uno de los eventos poéticos de Hernández, para ello hice una masacre en el club de putas de la ciudad”, “no hay deber ni ética ni moral, a la hora de escribir y de follar”, “prefiero infinitamente ser cruel y sádica que fingir caridad y sonrisa”, “he probado todos los fluidos corporales, hasta la mierda”, “siempre me di cuenta que todos los que escribían eran unos chicuelos bien alimentaditos, con muchos gastitos y por supuesto, bien educaditos”, “nunca quise escribir grandes parrafadas, pues no creo ni en la obra ni en el autor, creo en el ser humano”, “muchas cosas las hacía sólo por joder, pero como no se daban nunca cuenta, recién ahí hacía algo en serio. Claro, pensaban que en esos momentos jodía. Tiren apuntes chiquillos, la teoría de Pedrito y el lobo”. Yo fumaba, al lado de una ventana enmarcada en unos gastados muros de piedra, mirando el oleaje, escuchando a las rocas azotadas, el bebop frenético de la banda que amenizaba el ambiente del bar, las recortadas palabras de la vieja, la risa estruendosa de los comensales, y ahí estaba, tratando de recordar alguna vida pasada, que de seguro, había compartido alguna grata velada con la mujer. Más tarde me contaron que se llamaba Valeska Symns. Ahí entendí todo. O nada. O una parte.