Roberto Anki me dijo que quería ser poeta. Más que escribir poesía y publicar versitos, quería hincarle duramente el diente a la realidad, y extraer como un veneno lacrimógeno, un pequeño sustrato de infrarrealidad transformada en poesía. Por aquel entonces Anki tenía 15 años, pero por su baja estatura cualquiera diría que no pasaba de un niñito de 10. Creo que partió a México por una temporada y se alistó en el taller de Leonardo Luciérnaga-Alejo. No estoy seguro de este dato, me parece haberlo leído en una revista under, de esas fotocopiadas en papel roneo y corcheteada a mano. Me parece que ahí apareció su primer poema, titulado La batalla del gato contra la centolla. Se trataba de dos luchadores enmascarados enfrentados en un ring en llamas. El dilema que presentaba el escrito se diluía en constantes reflexiones en torno a cuál de los dos luchadores ganarían. Si ganaba el gato, simbolizaría el triunfo del proletariado, que pudo salir del campo y establecerse en la ciudad. La victoria del gato salvaje transformado en un gato de chalet, correctamente capado y bien alimentado. Si ganaba la centolla, el triunfo sería de la revolución industrial. El crustáceo feliz y paseante por el mar Mediterráneo mutado a producto congelado y enlatado, listo para su distribución a nivel mundial. Años más tarde, invité a Anki a un restorán de sushi. No llevábamos más de quince minutos degustando las exquisitas piezas orientales, cuando la cara de Anki enrojeció y sus brazos se llenaron de ronchas. Partió corriendo al baño. Como tardaba mucho, fui a ver qué le había pasado. Pero ni rastros de él. Sólo había una pequeña centolla en el lavamanos. La tomé con cuidado de una pata, tratando de no herirme con las espinas, y lanzándola con fuerzas al suelo la rematé de un pisotón. Hasta el día de hoy, nunca más supe de Roberto Anki.