9 de octubre de 2008

Círcular Nº4



Hace un tiempo pensé en escribir un poemario. Tendría un título y varios poemas que tratarían de una u otra forma la mecanización del hombre. En la portada iría un dibujo de un androide en posición del loto. Cada poema estaría planeado como la estampa de una ciudad vacía. Una plazoleta desierta, un café con las luces apagadas, un conjunto de edificios demolidos, un museo en ruinas, una compañía de bomberos en llamas. Los poemas simularían la obra de una máquina de escribir poemas. Una máquina rodante que por medio de fotografías y una vasta, pero finita, combinatoria, lograría captar cada segundo de la ciudad abandonada y transformar estos segundos en poemas. El recorrido de la máquina rodante terminaría ante un escaparate con libros agujereados. Todos, con una gran O en el medio. Meses más tarde, hojeando en un libro sobre tankas y haikus, me enteré de un monje japonés analfabeto, que antes de expirar, había escrito un círculo como poema de despedida. Al comparar ese agujero con el de mis hipotéticos libros, me di cuenta que eran idénticos; el proyecto estaba acabado. No tenía para qué escribirlo, pues seguía en mi cabeza y con eso bastaba. Desde el otro lado, todo me parecía perfecto, acabado, bello. Cerré mi cuaderno de apuntes y cuando me dormí, el agujero todavía estaba ahí.