*Texto leído el 11 de agosto de 2016 en la Biblioteca Libre, en el contexto del lanzamiento de "Atentado Celestial"
Imaginemos una
invasión. Pero no una invasión referente al campo de la guerra (aunque
podríamos suponer que sí), sino que una invasión un poco más modesta, pero con
alcances realmente perturbadores. Supongamos que estuviésemos invadidos por
cámaras de video, las cuales superpuestas, como una gran telaraña tejida de
forma mecánica, tuvieran en su suma una visión total de todo lo que ocurre en
un presente determinado hasta un futuro inexacto.
Me dirán ustedes
que aquella abominación no es tan difícil de imaginar, puesto que vivimos en
una época en que casi el total de la población, al menos en las ciudades,
cuenta con algún dispositivo de captura de video. Ahora mismo, entre sus manos
tienen en sus celulares a un clic de distancia la posibilidad de recortar la
realidad y generar una imagen instantánea. Pero yo quiero llevar más allá esta locura,
e imaginar esta ficción donde existen cámaras sobrepuestas, una tras otra, y
que ni siquiera en la privacidad de nuestras casas, en nuestros dormitorios, en
nuestros baños, en el tejado o en el entretecho o en las azoteas y sótanos, en
el último recoveco del pasillo más estrecho donde ni siquiera llega la luz,
nada, pero nada queda fuera del campo de visión de esta monstruosa tecnología,
pudiendo capturarlo todo en 360° de forma ubicua, o sea, sin dejar vestigio o
tramo alguno de la realidad sin ser atrapada.
Para que el
experimento imaginario suene más verídico, supongamos limitaciones técnicas.
Por supuesto que estas cámaras que están en todas partes no son capaces de
capturar temperaturas u olores. Tampoco pueden revelarnos la interesante y rica
vida de los microorganismos, los cuales llevan sus procesos y sus guerras
invisibles delante de nuestros ojos y ni siquiera nos enteramos. Hagamos menos
paranoica la experiencia y dejemos de lado los sonidos. Obviemos la imagen en
alta definición a la cual cada vez estamos más acostumbrados, y supongamos que estas hipotéticas cámaras
captan la realidad con colores deslavados y de baja calidad. Algo así como las
imágenes que nos entregan las cámaras de tele-vigilancia instaladas en los
buses del Transantiago, o aquellas que multiplican la visión de los pasillos de
los locales chinos, o las que entregaban las antiguas cintas de VHS o Betacam.
¿Sabría la
población que existe esta tecnología? Quizás sí, quizás no, a lo mejor se
especularías ideas y hasta tesis conspirativas. Una atrocidad de esta magnitud
nos muestra la fragmentaria película de David Lynch, “Carretera perdida” que
nos cuenta varias historias contradictorias y complementarias entre sí, y en la
que en su centro parece descansar la idea de que alguien o algo nos vigila. El
film comienza con un saxofonista que comienza a recibir videos caseros con
grabaciones de su casa, cada vez más intimidantes, hasta el paroxismo de
mostrarlo en la cama en un momento de intimidad con su mujer. ¿Pero cómo pasó
esto? ¿En qué momento los filmaron? Se pregunta desesperado el protagonista,
que momento a momento comienza a perder su integridad mental, hasta que de
pronto aparece una nueva cinta que revela un crimen que él comete, siendo
arrestado por la policía y terminando en prisión. Como si no fuera poco, de repente todo se disuelve con un rayo en la
pantalla y aparece en la cárcel otro hombre que no es el saxonista, sino que es
otro que ha ocupado el lugar de éste, quien ni siquiera sabe qué diablos hace
ahí. Es como si David Lynch nos dijera que en una economía basada en las
imágenes, todos los sujetos pueden ser sustituidos por otras imágenes, como
piezas intercambiables, porque los argumentos no serían más que operaciones
mentales que nosotros mismos realizamos para darle continuidad al agujero
faltante en un relato.
Esto en cine se
llama el efecto Kuleshov, en el cual es puesto en escena un plano de un hombre,
intercalado en varias tomas junto al de un ataúd donde está muerta un niñito,
un plato de sopa y una niñita jugando. Fue descubierto por el cineasta ruso Lev
Kuleshov (de ahí el nombre del efecto) y fue la base para comenzar a teorizar
seriamente sobre el montaje en el film.
La película del
austriaco Michael Haneke, “Caché” (o Escondido) juega con la misma idea que
hemos venido anunciando, pero en su vertiente realista, donde nos cuenta la
historia de un periodista francés que comienza a recibir en su domicilio cintas
con imágenes de la fachada de su casa, donde se le ve junto a sus familiares en
tareas domésticas. Cada vez estas cintas son más osadas y de mayor duración, y
están grabadas en cualquier momento del día. El periodista va a la policía con
las cintas, pero estos, algo desencajados, dicen que aquello no es
constituyente de amenaza, pues sólo son cintas normales grabadas desde el
exterior. ¿Ustedes no se sentirían intimidados en recibir este tipo de
material, de forma sistemática y sin remitente en sus propias casas? Bueno, la
película oculta un tema social, y también racial, pero la verdadera fuerza de
la cinta es hacernos reflexionar respecto a la ambigüedad en torno a las
imágenes, y a que la pretendida neutralidad o imparcialidad de las cosas
creadas por el hombre, no es más que dejar de hacer un esfuerzo para intentar
comprender que nada es inocente, ni la tecnología, ni los videojuegos, ni una
película ni un libro, pues detrás de cada producto cultural existe una
ideología subyacente, que la sustenta e incluso la justifica. Ello no debería
entrar en contraposición con la idea de la belleza de las formas puras, como la
música o la pintura abstracta, pero extenderme en ese punto ahora, sería
alargarme innecesariamente, así que sigamos con la idea principalmente
planteada.
Esta nueva fábula
que hemos imaginado -que no es tan nueva (ya veremos por qué)-, de las cámaras
que están en todas partes, pone en contradicción las fronteras entre lo público
y lo privado, disolviendo la realidad psíquica del sujeto libre, a la de un
sujeto carcelario que vive en un estado totalitario, prisionero de las
imágenes, y en el cual la transparencia es tal, que se ha perdido todo atisbo
de intimidad. Rápidamente surgirían grupúsculos o sectas contrarias que venerarían
y rechazarían este sistema. Los primeros, los defensores, dirían que en pos de
la seguridad ciudadana, la libertad
individual debe ser sacrificada: se sabría quiénes son los próximos
delincuentes que planifican el próximo golpe, y todas las actividades ilícitas
quedarían descubiertas, sobre todo en la política. Los grupos detractores
criticarían el modelo, argumentando que aquel poder detentado en pocas manos se
podría convertir en una herramienta letal para incriminar y silenciar a la
disidencia, puesto que el modelo de un Estado funcionando de esta manera no
tendría más fin que uniformar a los ciudadanos, tarjando del modelo a lo
diferente, viviéndose en un permanente clima de sospechas y de desconfianza: se
entendería así, que el fin de este imaginario flujo de imágenes sería utilizado
para fines judiciales y políticos, jamás artísticos; dejando de lado por
ejemplo, la contemplación de una puesta del sol, el paso de un gato negro a
través del tejado, el parpadeo de una luz de neón en un cine de periferia, la
confidencia secreta entre los amantes, la figura de un minusválido pidiendo
ayuda desde el punto ciego de una calle cualquiera, el momento en que se
esconde la luz y una flor cierra sus pétalos, o la descomposición de un animal
muerto en medio de un basural clandestino.
Todas esas
secuencias de imágenes capturadas y rechazadas por el sistema imperante,
(puesto que no tendrían ninguna utilidad pública) podrían ser películas,
pequeñas películas que contendrían imágenes a veces estáticas de casas deshabitadas,
o la sucesión de personas en distintas fases de un día haciendo sus actividades
cotidianas. Me refutarían, y con razón, que aquello no serían películas, puesto
que un film debe tener en resumidas cuentas un inicio, un desarrollo y un
desenlace con una coherencia interna, ojala con varios plot points
diferenciados y reconocibles por el espectador.
Raúl Ruiz dijo
que para que una película fuera realista, debíamos entender un 10% de lo que
pasaba en ella, porque si entendíamos más o menos, ya dejaba de ser realista.
Quiso decir con esto, que en la vida misma existen misterios que no todos
entendemos, tan insignificantes como el funcionamiento de un celular o un
microondas, o más inexplicables como la aparición en el cielo de luces que
podrían ser fenómenos meteorológicos, pero que para otros podría significar la
inminente aparición de ángeles o platillos voladores. Y ni hablemos del
misterio de la muerte o de la
Creación.
En los años 20
del siglo pasado, un cineasta y teórico ruso de nombre Denis Arkadi Kaufman, que luego cambió su nombre artístico al de Dziga
Vertov (que en ucraniano quiere decir Gira! Trompo!), anunció su particular
visión respecto al cine. Para él debía ser más que un pasatiempo y un
espectáculo, más que un arte entrecruzado entre la literatura y la puesta en
escena teatral, para él, el cine debía independizarse radicalmente de todas las
artes y levantarse como un alfabeto universal común para todos, como una
especie de poesía visual involuntaria, en la que las imágenes circularían una
tras otra y constituirán una verdad objetiva para el ojo, para el Cine Ojo,
como lo llamó Vertov, donde seríamos capaces de captar la realidad de una
ciudad, desde la contemplación de la
exhibición de un film en un cine, siguiendo con el amanecer, la tarde y la
noche, con planos que se van sucediendo, los cuales nos muestran niños en las
calles, escaparates de tiendas, la puesta en marcha de una fábrica, y así en un
sinfín de situaciones que vistas por separado no parecen decirnos nada, pero
que vistas como una globalidad, un total, nos damos cuenta de la visión que nos
quería entregar Vertov, hacernos sentir por un momento como Dioses capaces de
contemplar todos los puntos de una urbe, con el poder mecanizado de la
cinematografía a nuestro alcance. Todo esto y más ocurre en su film “El hombre
de la cámara”, el cual visto casi cien años después no deja de sorprendernos
por su capacidad vanguardista de mostrarnos desde otra perspectiva la realidad
representada.
Lamentablemente, y como ocurrió con muchos artistas de
la Rusia
soviética, Vertov fue acusado de antirrealista, narcisista y especulador
reaccionario del proceso comunista, siendo silenciado y puesto en un lugar
menor y funcionario dentro de la jerarquía artística del régimen, hasta su
desaparición. Luego de eso llegaría
propiamente tal el cine sonoro y a color, y el imperio de Hollywood con su
visión absolutista de la teoría del conflicto central, ahogando casi definitivamente
los intentos por crear un cine B, paralelo, distinto, para terminar permeabilizando
nuestras propias opiniones como espectadores, de cómo debe componerse un film,
y más aún, cómo se debe apreciar y realizar un film.
Es la corriente
ganadora en la actualidad, pero aún quedan verdaderos guerrilleros del
cinematógrafo, que no han claudicado en batallar contra la dictadura del
conflicto central del cine convencional, comercial y estandarizado, y son las
ideas que de forma resumida he presentado hoy ante ustedes, es las que me
afirmé para crear esta novela “Atentado Celestial” en la que presentamos la
historia de un cineasta legendario llamado Alonso Luna, un autor
anti-convencional, heredero de un cine distinto, y que a través de una trama
policial y convencional, con evidentes toques folletinescos, sin que falten por
supuesto los detectives duros y cavernarios, intento hacer chocar contra otra
historia que se intenta narrar, como una película, en la cual podemos ver el
nacimiento y el ocaso de una artista misterioso, que de modo bastante peculiar
y trágico, pone a correr su teoría del cine total hasta las últimas
consecuencias, esto es, de un cine que es capaz de estar en todas y en ninguna
parte a la vez, y donde la vida y la muerte son generadoras de un juego más
allá del intelecto y el crimen, de un cine imaginado que no intenta secuestrar
a la vida, sino que trata de mostrarla sin fisuras, aún cuando aquello lleve a
la locura, al crimen, al asesinato.