Caminando con el señor de las paltas quillotanas, los adoquines sucios que pisabas brillaban en mi mente. Una fuerza ensimismada en una mano, apoyada contra mi pecho centelleando las opacas palabras, sentí de pronto que una pesada máscara se me resquebrajaba y por fin, de manera tan poco solemne, mis ojos se alborotaron y agudizaron más su ceguera.
¿Qué hacíamos encerrados en la habitación de una oscura pensión? ¿Por qué contemplábamos a un imbécil que daba noticias? Me dijiste fuerte y claro: si quieres, puedes llorar en mi regazo... ¿y qué hice yo? Me acomodé como almohada entre tus mejillas y no vertí ninguna lágrima. Corriendo nos despedimos, mientras prefigurabas (veías ya) los latigazos de madame B, la señorita Ego, con toda su oscuridad y fuerza extraordinaria.
Por las arterias de Valparaíso cruzamos las estrechas calles y los concurridos kioskos, que repletos de cifras y letras, sobredimensionaban falsamente el presente. Una escala en la Plaza de la Victoria, los ángeles de las fuentes, las estatuas de los leones, las maquinaciones de paseos que aún no han tenido lugar, la consumición de un completo clónico, el retorno tranquilo y silencioso por la costa, sobre una liebre verde y lenta. Toda la tarde, todo el amancer sin irse, gris y crepuscular, azotaba la buena aventura de mirar el mar. Y saberse acompañado.