1. Cierto día quise escribir una historia. Entonces me senté en mi mesa de trabajo y me puse manos a la obra. Quería escribir una historia sencilla, un poco extraña, una historia que fuera en color ocre y que fuera como tomarse una taza de café en una playa solitaria. ¿Se puede escribir en colores? Me preguntó ella, sí, le respondí, además estará escrita en tercera persona pero con diálogos enrevesados, como pedacitos de olas golpeteando en las orillas del texto. ¿Y a quién se la vas a regalar? Eso no te puedo responder ahora, aún no termino mi historia.
2. La primera vez que la vio se encontraba en una plaza transversal, y lo primero que pudo distinguir de ella fue un montón de anillos como garras plateadas. Parecían las manos de una arpía, unas garras de tigre, preparadas para rasgar la carne y los telares que descansaban sobre todas las cosas del mundo. Con el tiempo descubrió que detrás del montón de maquillaje, al estilo dark, se encontraba una mujer frágil, llena de complejos, insegura, cobarde, estéril; defectos que se compensaban enormemente por su inteligencia y su rareza. No era hermosa, podía afirmar con total seguridad. Pero era terriblemente bella.
3. La primera vez que dibujó su retrato, se imaginó que detrás de sus pequeñas orejitas existían unos pequeños chips que le servían para poder existir. Era un androide, pensó, programada para esquivar cuchillos y palabras hirientes. No podía ser humana. Porque aberraba el sexo. Era una máquina de matar, una mujer que había suplantado a la verdadera chica que alguna vez fue. Ella no era ella, pero lo parecía.
4. A veces creo que nunca terminaré esta historia, ¿qué dices amor? No, no quiero historias cursis, para nada. Preferiría escribir un guión para teleseries o una novela rosa.
5- Cierta vez, comenzaron a hablar de sexo. Él juzgó que tenía unas ideas muy anticuadas, medio machistas, sobre el cortejo locuaz y rítmico del amor: el juego más antiguo del mundo, donde un par de piezas contrahechas se ensamblaban. Pura mecánica humana. No le calzaba en la cabeza que una chiquilla atea, ácida y dura, pudiese tener ideas tan medievales sobre la sexualidad humana. Qué carajo... podía serlo todo, menos ingenua.
6. Ella vivía cerca del cementerio. A veces la veía entretenerse entre las tumbas, dibujando con su mano alzada trazos invisibles y jirones de nubes en el cielo. Cada vez que veía alguna lápida extraña, ya sea por el nombre del finado, por los materiales con que estaba hecha, o por alguna suntuosidad fuera de la común, se sentaba y se ponía a susurrar, juntando sus manitos, como diciéndole un secreto al aire, a un hombre imaginario quizás. ¿Qué cosas dices tan en silencio? Le preguntaba yo. Tchh... son cosas de muertos, tú estás vivo. No te incumbe. Sigue con tu historia mejor.
7. Pero tú estás viva, respiras, yo no veo fantasmas, no te hagas la graciosa. Además las ánimas se lamentan, no hablan. Y ella, levantándose de la lápida y mirándome cara a cara me dijo: ¿darías tu vida porque yo estoy viva? No me jodas más. Vete.
8. Él acostumbraba a pasear por el malecón durante las mañanas. A esas horas veía a un par de hombres pescando y algunos deportistas trotando sobre la arena. Las condiciones solían repetirse siempre en el paisaje; sólo variaba la luz y algunos detalles imperceptibles para el ojo humano. Prendía un cigarrillo, y apoyado contra un árbol miraba hacia los cerros, de espaldas al mar. Las columnas y las escaleras se entrelazaban entremedio de plazas y parques que se dejaban ver por las sinuosidades del camino. Muchas veces vio a señoritas muy lindas trotando y deteniéndose. Cada vez que atinaba a dirigirles la palabra, preguntar por la hora, por el día, por una dirección, sentía un peso sobre sus hombros, como un ancla que tiraba de él con fuerzas. Era demasiado tímido como para abordar a una desconocida. A lo lejos se oía el golpeteo de las olas y de la brisa marina acompañando al mar. Una música para ciertos oídos, pensó el paseante.
9. ¿Tú crees en el lenguaje? No, creo en muchas cosas, como por ejemplo en la cantidad de huesos apilados en una fosa común, en un catarro, en el matrimonio, o en el precio del dólar. ¿Y por qué te gusta escribir cosas? Para ordenar mi cabeza, para matar el rato. Para sentirme menos muerta. Ya, vete, me aburriste.
10. Cierto día llegó hasta la puerta de su casa, previamente haber traspasado el cementerio, y le llevó un montón de papeles desordenados y de libros. Eran regalos, aunque todo parecía un sueño, un sueño raro. Cuando ella le preguntó que porque le pasaba tantas cosas, él le respondió que ahí estaba todo lo que pensaba sobre ella ¿y qué es?¿Se puede saber? Entonces él sacó debajo de su manga un sobre blanco. Mira la carta. Léela, escúchala. Adiós.
11. Ese él era yo, pero trasvasijado en una historia incomprensible.
12. Esa ella, era Ella, que palpitaba bajo mi sombra, con ganas de ser mi mujer y de abrasarme en su tristeza.
13. Acto seguido, ella abrió el sobre, y sosteniendo la carta con sus dulces manos, la leyó:
14. Quería terminar esta historia con una pequeña revelación, como una carta en blanco e infinita o al menos con el dibujo de una mujer paseando por las dunas de arena con una tacita de café en la mano. Quería una historia sencilla, una vida simple, color cielo, color ocre, color violeta. Verde y azul. Pero es que nunca me salen bien las cosas.