Existen ciertos paisajes que parecieran invitarnos a
la reflexión, a la reposición de recuerdos primarios con amalgamas de colores,
distorsiones sutiles que se entrecruzan con el viento y el aullido de las
bestias. Al mirarnos en el paisaje, podemos extraviarnos en esos cálidos
colores que atraviesan las cortezas y las raíces de los árboles, con la
palpitante realidad de que probablemente no vivimos solamente una sola vida, la
de carne y hueso, sino también vidas ajenas, ensoñaciones que son canciones, o
trozos de películas viejas, o fotografías gastadas o pinturas deformes y
corroídas por el arrollador paso del tiempo. El apresurado diagnóstico corroborado
por el médico de cabecera, es decirnos en su insulsa orden, con letra
apresurada, abigarrada y apretada, anunciarnos que somos cadáveres, presos de
las imágenes, de la irradiación continua del mal, tristes remanentes de
pesadillas soñadas por animales torturados, atrapados en trampas mecánicas de
acero.