Todas las noches se reunían en el bar La Ese de Ene. Ocupaban siempre el sector de la esquina, bien alejados del baño, para tener una mejor “visual” de los ebrios que transitaban una y otra vez hacia la barra, arrastrando sus pesados pies como con grilletes, y que más tarde abandonaban a duras penas el local. Era una noche tan dispersa como el ininterrumpido flujo de conversaciones que tenían “los ambulantes”, mote que ellos mismos se habían puesto, y que sus orígenes se remontan a noches de juerga imposibles de consignar. Si algún parroquiano hubiese observado rápidamente al grupo, habría concluido que sólo se trataba de una pandilla de viejos desarrapados y ociosos que se dedicaban a matar el rato. En cierta forma, era así. Damiela, o Fabiola, o cómo diablos se haya llamado la camarera, advirtió que en el susodicho grupo había un aura extraña, algo raro que se materializaba en ciertos detalles físicos que no se advertían con una primera ojeada. Uno tenía una mano mecánica, enfundada en un brillante guante de cuero. Otro utilizaba una pierna ortopédica, bien disimulada en el pantalón y en el caminar. Otro, acaso el más viejo y retraído de todos, tenía un lustroso ojo de vidrio que parecía evocar a esas antiguas máscaras chinas de jade con brillantes incrustados. Cuando ya en el local se recogían los últimos botellines de cerveza, y las colillas de cigarro se amontonaban en los ceniceros esparcidos por las mesas, “los ambulantes” se levantaban en cámara lenta y poniéndose sus chaquetas con insignias patrióticas y militares, salían a caminar por las abandonadas y macilentas calles de la ciudad. Era común ver a esas horas a grupos de travestis deambulando en busca de algún potencial cliente, y a uno que otro borracho tirado en la cuneta. Para “los ambulantes”, con sus bates eléctricos en las manos, con toda la frialdad de la noche, la fiesta recién comenzaba.