Nota del transcriptor: Hace un tiempo vengo investigando la figura del difunto escritor mexicano Francisco Tario, que en realidad se llamaba Francisco Bellatín Peláez. Consultando en varias casas editoriales y en dudosos árboles genealógicos, di con lo que me parecía probable: Tario fue el abuelo paterno de Mario Bellatín. Sin embargo, lo curioso es que la revitalización de su obra (porque Francisco entra en ese panteón de grandes olvidados como Macedonio, Felisberto Hernández, Juan Emar, Julio Garmendia y Pablo Palacio) ha corrido más gracias a unos pocos fanáticos, que nunca nada tuvieron que ver con Tario, que el de su ingrato nieto. A continuación les dejo una entrevista que me hizo llegar mi amigo Jacinto Margas, estudioso a fondo del escritor desaparecido.
Por Alejandro Casas
(Extraído de Línea Recta, 1948, México. Nº4)
Cuando me detuve ante el arco principal de su casa, y toqué la campana, muy nervioso, pensé que mi visita era inoportuna y absurda. Me impresionó cuando lo vi asomarse por la puerta, con la cabeza rasurada, con una calva reluciente que le daba un ligero aspecto de presidiario.
Después de saludarme, cortésmente, me dijo que tuviese la amabilidad de pasar. Ingresé por un estrecho pasillo que me causó un poco de incomodidad por la rareza de su construcción: se asemejaba a un laberinto circular sin salida, pero sólo era un efecto óptico causado por la curvatura de sus muros. Recordé una frase que le oí en un café a Octavio Paz, durante una lectura: «Francisco Tario se decanta por relatos oscuros, donde sus escenarios están rodeados por un halo de abismos imperceptibles, como si el hastío, el absurdo y el horror estuvieran siempre al acecho.»
Estaba todo silencioso. Deduje que nos encontrábamos a solas. Al final del salón pude un piano precedido de una larga alfombra azul que cubría toda la antesala. La habitación estaba muy mal iluminada y para romper la tensión le pregunté a Francisco si podía descorrer las cortinas. Me miró con los ojos abiertos, mirándome todo el rostro, como si le hubiese hecho una pregunta impertinente o descabellada. Luego me indicó con un gesto silencioso que me sentara (a lo cual acudí de inmediato) y acercándose a la ventana más próxima, corrió la cortina y miró hacia fuera, como dándome a entender que los motivos para tener las cortinas cerradas eran más que claros. La luz se filtraba lentamente por en el desvencijado salón.
Luego procedió a tomar asiento. El silencio sepulcral amenazaba con hacerse inquebrantable. Para entrar en confianza justifiqué vanamente mi visita, aludiendo a razones de tipo personal; le mencioné la pasión desde pequeño que tenía por las letras y a la consiguiente admiración que sentía por su obra. Me sentí ridículo. Francisco sólo se limitó a afirmar con la cabeza, muy serio, como dando a entender que mi presencia en la casa era injustificada, como si él fuera una excusa para suplir mi soledad y que en el fondo los hombres éramos unos perros, unos lobos en conflicto permanente.
De pronto, interrumpiendo mis aciagos pensamientos, Francisco dijo:
— Todas las ventanas iluminadas anuncian sólo una cosa: el miedo. Miedo a las tinieblas, miedo al hombre, a la conciencia, a uno mismo. Por eso las ventanas están tapadas, para ocultarme la mirada de la calle, que está siempre repleta como un detestable hormiguero humano.
Cuando dijo “detestable” ni siquiera hubo una inflexión en su pareja voz, ni siquiera entreví rabia, ni rencor. Sentí que Tario, por sus palabras, era un hombre triste, melancólico, a pesar de que se mostraba imperturbable, casi dichoso como un buda. Le pregunté:
— Si usted piensa a la humanidad como un detestable hormiguero, ¿es posible la redención, la salvación, huir de ese miedo primordial?
— No. La gente acude a los templos por temor al Gran Día, las sombras van a eso, no por angustia o dolor a la muerte, sino por la oscuridad que se presiente al otro lado.
— Y esa oscuridad, ¿a qué instancia, a qué idea se asocia exactamente?
—Al infinito que pesa. En el fondo todos estamos sobre una piedra en medio de una llanura inconmensurable y blanca. Y el orden de esta casa, y de esta misma conversación, y del mundo entero, obedecen a una fuerza extraña, imposible de burlar. Es como una mano gigante, calzada con un grueso guante de cuero, una mano mecánica que acciona una palanca: billones y billones de hilos reciben esa descarga y se mueven, billones y billones de hombres se mueven y encienden un cigarrillo, se atan una bufanda al cuello, y finalmente se mueren.
Me quedé un tiempo reflexionando, admirado a la vez por sus elocuentes palabras. Luego proseguí:
— Entonces ¿cuál es esa muerte a la que usted alude precisamente?
— Cuando la gente deja de recordarnos. Ahí es cuando morimos, cuando ya no tenemos a nadie. Cuando nos quedamos completamente solos.
— ¿Usted me dice que la vida solitaria se hace imposible de vivir, y que por eso nos morimos?
— Al contrario. Para escapar de la muerte debemos vivir sin renuncia alguna, viendo crecer los frutos, ir y venir las estaciones, ver desplomarse las estrellas fugaces y observar los cambios de la luna.
—¿Y el hormiguero humano, es un problema que tiene solución?
—Es que la pregunta está mal enfocada, ¿a qué tanto venir con lo humano acá, lo humano allá? ¡La tierra madre debería vivir sin un solo hombre! O si realmente fuera necesario, con uno solo, pero nadie más. El poeta, el hombre común, debe bastarse con la compañía de su más cercano. No, no es el mono, el mono es más bien una caricatura siniestra, retorcida del ser humano, y ya de por sí el hombre es medio retorcido, me refiero al perro. Al perro, y su extensión natural, la noche. Un hombre puede ser feliz viviendo con su perro y su noche.
— ¿Pero no cree señor Tario en la necesidad de tener a la mujer a nuestro lado, de al menos aferrarse al amor? Yo pienso que usted está negando algo fundamental, algo que siempre ha estado y estará en los hombres.
Francisco enmudeció por un momento. Parece haber salido súbitamente de un trance, de una conversación larga consigo mismo. Miró sus manos, luego miró hacia una de las paredes, en la cual se divisaba el retrato de una hermosa mujer, de tez morena y cabellos ondeados. Arqueó levemente las cejas y dijo con un ligero tono de enojo en su voz:
— Siempre…siempre. Me suena como una palabra más bien hueca y desoladora. Es como la imagen de una olla rota que alguien pretende llenar de agua a toda prisa. ¿Y en el fondo el amor no es ese misterio que es la noche? El amor es algo que me produce una contradicción. No puedo entender que todos los hombres lo persigan y luego se destruyan, y destruyan todo a su paso.
—No me pareció muy claro lo que me dijo. Usted piensa que el hombre tarde o temprano se quedará solo, y que ni el amor lo salvará. Usted es un pesimista.— le dije en tono de reproche.
— Si usted lo interpreta así, allá su forma de ver las cosas. Pero déjeme decirle algo, un día, un irremediable día sin fecha fija, todos los hombres se pondrán de acuerdo, abandonarán los lienzos y las plumas, los martillos y el papel higiénico, tomarán aliento, abrirán las bocas, se levantarán en puntas y lanzarán el grito más espantoso y dilatado de que se tiene memoria. Ese gran día merece la pena vivirlo. Difícilmente la tierra, o lo que fuera alcanzará a soportarlo. Y todo se vendrá al suelo, en tal caso al vacío, como una catedral mal construida al tronar fuerte del órgano. La humanidad perecerá a gusto. Todo habrá sido un fracaso y Dios volverá a extender su prodigiosa mano sobre el azul infinito y yaciente y surgirá de la Nada un nuevo mundo. Un mundo de esta o de la otra forma en el que ¡quién sabe! Tal vez fuera posible no gritar más; y reír con todas las fuerzas, y sentarse en el inodoro sin cerrar la puerta.
Parecía que Francisco rara vez entablaba conversaciones, de lo contrario no se explicaba el descargo que me hacía, como si se le fuera el alma en las ideas que me declaraba. O más bien Francisco tenía esa condición, ese dote que muy pocos tienen, que no es otro que el de poder hablar consigo mismo y llegar a desbordar y destruir las concepciones mundanas que uno se forja en la ignorancia, en el día a día. En ese momento recordé algo que había leído en una carta que me mandó Octavio, en la cual me decía algo más o menos así: “Francisco es un hombre muy supersticioso, no le gusta tocar ni el metal ni las monedas”
— He sabido que usted repugna el dinero.
—Bien le habrán informado. Me desagrada ese mundo truculento y lívido de los negocios, de las transacciones, de los grandes cálculos y las triquiñuelas bursátiles. Me desagrada al igual que esa gente que posee automóviles carísimos, una casa con jardín, estufa y terraza, y una respetable colección de hijos y trajes y que se la pasan todo el día sonriendo y asistiendo a fiestas sociales.
— ¿Y qué hace para suplir todo ese desencanto que lo amarga?
—Viajo. Suelo viajar mucho al norte y también al sur. De vez en cuando voy a Acapulco, soy dueño de una pequeña salita de cine, aunque no sé que haré con ella pues pienso radicarme en España. No sé que haré, ya lo pensaré bien.
— ¿Y la escritura no es también un medio de liberación?
Francisco cambió un poco su postura en el asiento, y mirándome a los ojos, como rumiando las palabras que pronunciaría, me dijo:
—¿Usted cree que hay una diferencia sustancial entre el viaje y la escritura? Escribiendo no me libero, sino que me adentro hacia mí mismo y la relación que tengo con el mundo, con los objetos que nos sostienen, hago un viaje arqueológico por las ruinas de mis entrañas, para entender un poco más todo esto.
— ¿Esto qué, señor Francisco?
— Pues esto mismo. Esta extraña sensación que tengo, desde que empezó esta conversación, de que usted se me escapó de algún cuento, y que ahora, si miramos con atención su cara, no es más que el pálido reflejo de otro objeto, de un objeto inerte, pero que en cierta forma está vivo, y que está acá para evocarnos algo, algo que no se puede evocar a través de las palabras.
— No me asuste don Francisco. Por que yo también podría decirle que su casa tiene un halo fantasmal que me agobia, y que usted mismo es una suerte de fantasma, de un fantasma que se resiste a expirar, o que está expirando de alguna manera entre todas las cosas, que se diluye lentamente en esta conversación que registro.
— No me haga reír caballero. No nos tomemos tan en serio la realidad. Vamos a tomarnos el café al salón, antes de que se enfríe, y los cimientos de esta casa terminen destruyéndose.
— De acuerdo señor Francisco, apagaré el magnetófono.
Click.
Por Alejandro Casas
(Extraído de Línea Recta, 1948, México. Nº4)
Cuando me detuve ante el arco principal de su casa, y toqué la campana, muy nervioso, pensé que mi visita era inoportuna y absurda. Me impresionó cuando lo vi asomarse por la puerta, con la cabeza rasurada, con una calva reluciente que le daba un ligero aspecto de presidiario.
Después de saludarme, cortésmente, me dijo que tuviese la amabilidad de pasar. Ingresé por un estrecho pasillo que me causó un poco de incomodidad por la rareza de su construcción: se asemejaba a un laberinto circular sin salida, pero sólo era un efecto óptico causado por la curvatura de sus muros. Recordé una frase que le oí en un café a Octavio Paz, durante una lectura: «Francisco Tario se decanta por relatos oscuros, donde sus escenarios están rodeados por un halo de abismos imperceptibles, como si el hastío, el absurdo y el horror estuvieran siempre al acecho.»
Estaba todo silencioso. Deduje que nos encontrábamos a solas. Al final del salón pude un piano precedido de una larga alfombra azul que cubría toda la antesala. La habitación estaba muy mal iluminada y para romper la tensión le pregunté a Francisco si podía descorrer las cortinas. Me miró con los ojos abiertos, mirándome todo el rostro, como si le hubiese hecho una pregunta impertinente o descabellada. Luego me indicó con un gesto silencioso que me sentara (a lo cual acudí de inmediato) y acercándose a la ventana más próxima, corrió la cortina y miró hacia fuera, como dándome a entender que los motivos para tener las cortinas cerradas eran más que claros. La luz se filtraba lentamente por en el desvencijado salón.
Luego procedió a tomar asiento. El silencio sepulcral amenazaba con hacerse inquebrantable. Para entrar en confianza justifiqué vanamente mi visita, aludiendo a razones de tipo personal; le mencioné la pasión desde pequeño que tenía por las letras y a la consiguiente admiración que sentía por su obra. Me sentí ridículo. Francisco sólo se limitó a afirmar con la cabeza, muy serio, como dando a entender que mi presencia en la casa era injustificada, como si él fuera una excusa para suplir mi soledad y que en el fondo los hombres éramos unos perros, unos lobos en conflicto permanente.
De pronto, interrumpiendo mis aciagos pensamientos, Francisco dijo:
— Todas las ventanas iluminadas anuncian sólo una cosa: el miedo. Miedo a las tinieblas, miedo al hombre, a la conciencia, a uno mismo. Por eso las ventanas están tapadas, para ocultarme la mirada de la calle, que está siempre repleta como un detestable hormiguero humano.
Cuando dijo “detestable” ni siquiera hubo una inflexión en su pareja voz, ni siquiera entreví rabia, ni rencor. Sentí que Tario, por sus palabras, era un hombre triste, melancólico, a pesar de que se mostraba imperturbable, casi dichoso como un buda. Le pregunté:
— Si usted piensa a la humanidad como un detestable hormiguero, ¿es posible la redención, la salvación, huir de ese miedo primordial?
— No. La gente acude a los templos por temor al Gran Día, las sombras van a eso, no por angustia o dolor a la muerte, sino por la oscuridad que se presiente al otro lado.
— Y esa oscuridad, ¿a qué instancia, a qué idea se asocia exactamente?
—Al infinito que pesa. En el fondo todos estamos sobre una piedra en medio de una llanura inconmensurable y blanca. Y el orden de esta casa, y de esta misma conversación, y del mundo entero, obedecen a una fuerza extraña, imposible de burlar. Es como una mano gigante, calzada con un grueso guante de cuero, una mano mecánica que acciona una palanca: billones y billones de hilos reciben esa descarga y se mueven, billones y billones de hombres se mueven y encienden un cigarrillo, se atan una bufanda al cuello, y finalmente se mueren.
Me quedé un tiempo reflexionando, admirado a la vez por sus elocuentes palabras. Luego proseguí:
— Entonces ¿cuál es esa muerte a la que usted alude precisamente?
— Cuando la gente deja de recordarnos. Ahí es cuando morimos, cuando ya no tenemos a nadie. Cuando nos quedamos completamente solos.
— ¿Usted me dice que la vida solitaria se hace imposible de vivir, y que por eso nos morimos?
— Al contrario. Para escapar de la muerte debemos vivir sin renuncia alguna, viendo crecer los frutos, ir y venir las estaciones, ver desplomarse las estrellas fugaces y observar los cambios de la luna.
—¿Y el hormiguero humano, es un problema que tiene solución?
—Es que la pregunta está mal enfocada, ¿a qué tanto venir con lo humano acá, lo humano allá? ¡La tierra madre debería vivir sin un solo hombre! O si realmente fuera necesario, con uno solo, pero nadie más. El poeta, el hombre común, debe bastarse con la compañía de su más cercano. No, no es el mono, el mono es más bien una caricatura siniestra, retorcida del ser humano, y ya de por sí el hombre es medio retorcido, me refiero al perro. Al perro, y su extensión natural, la noche. Un hombre puede ser feliz viviendo con su perro y su noche.
— ¿Pero no cree señor Tario en la necesidad de tener a la mujer a nuestro lado, de al menos aferrarse al amor? Yo pienso que usted está negando algo fundamental, algo que siempre ha estado y estará en los hombres.
Francisco enmudeció por un momento. Parece haber salido súbitamente de un trance, de una conversación larga consigo mismo. Miró sus manos, luego miró hacia una de las paredes, en la cual se divisaba el retrato de una hermosa mujer, de tez morena y cabellos ondeados. Arqueó levemente las cejas y dijo con un ligero tono de enojo en su voz:
— Siempre…siempre. Me suena como una palabra más bien hueca y desoladora. Es como la imagen de una olla rota que alguien pretende llenar de agua a toda prisa. ¿Y en el fondo el amor no es ese misterio que es la noche? El amor es algo que me produce una contradicción. No puedo entender que todos los hombres lo persigan y luego se destruyan, y destruyan todo a su paso.
—No me pareció muy claro lo que me dijo. Usted piensa que el hombre tarde o temprano se quedará solo, y que ni el amor lo salvará. Usted es un pesimista.— le dije en tono de reproche.
— Si usted lo interpreta así, allá su forma de ver las cosas. Pero déjeme decirle algo, un día, un irremediable día sin fecha fija, todos los hombres se pondrán de acuerdo, abandonarán los lienzos y las plumas, los martillos y el papel higiénico, tomarán aliento, abrirán las bocas, se levantarán en puntas y lanzarán el grito más espantoso y dilatado de que se tiene memoria. Ese gran día merece la pena vivirlo. Difícilmente la tierra, o lo que fuera alcanzará a soportarlo. Y todo se vendrá al suelo, en tal caso al vacío, como una catedral mal construida al tronar fuerte del órgano. La humanidad perecerá a gusto. Todo habrá sido un fracaso y Dios volverá a extender su prodigiosa mano sobre el azul infinito y yaciente y surgirá de la Nada un nuevo mundo. Un mundo de esta o de la otra forma en el que ¡quién sabe! Tal vez fuera posible no gritar más; y reír con todas las fuerzas, y sentarse en el inodoro sin cerrar la puerta.
Parecía que Francisco rara vez entablaba conversaciones, de lo contrario no se explicaba el descargo que me hacía, como si se le fuera el alma en las ideas que me declaraba. O más bien Francisco tenía esa condición, ese dote que muy pocos tienen, que no es otro que el de poder hablar consigo mismo y llegar a desbordar y destruir las concepciones mundanas que uno se forja en la ignorancia, en el día a día. En ese momento recordé algo que había leído en una carta que me mandó Octavio, en la cual me decía algo más o menos así: “Francisco es un hombre muy supersticioso, no le gusta tocar ni el metal ni las monedas”
— He sabido que usted repugna el dinero.
—Bien le habrán informado. Me desagrada ese mundo truculento y lívido de los negocios, de las transacciones, de los grandes cálculos y las triquiñuelas bursátiles. Me desagrada al igual que esa gente que posee automóviles carísimos, una casa con jardín, estufa y terraza, y una respetable colección de hijos y trajes y que se la pasan todo el día sonriendo y asistiendo a fiestas sociales.
— ¿Y qué hace para suplir todo ese desencanto que lo amarga?
—Viajo. Suelo viajar mucho al norte y también al sur. De vez en cuando voy a Acapulco, soy dueño de una pequeña salita de cine, aunque no sé que haré con ella pues pienso radicarme en España. No sé que haré, ya lo pensaré bien.
— ¿Y la escritura no es también un medio de liberación?
Francisco cambió un poco su postura en el asiento, y mirándome a los ojos, como rumiando las palabras que pronunciaría, me dijo:
—¿Usted cree que hay una diferencia sustancial entre el viaje y la escritura? Escribiendo no me libero, sino que me adentro hacia mí mismo y la relación que tengo con el mundo, con los objetos que nos sostienen, hago un viaje arqueológico por las ruinas de mis entrañas, para entender un poco más todo esto.
— ¿Esto qué, señor Francisco?
— Pues esto mismo. Esta extraña sensación que tengo, desde que empezó esta conversación, de que usted se me escapó de algún cuento, y que ahora, si miramos con atención su cara, no es más que el pálido reflejo de otro objeto, de un objeto inerte, pero que en cierta forma está vivo, y que está acá para evocarnos algo, algo que no se puede evocar a través de las palabras.
— No me asuste don Francisco. Por que yo también podría decirle que su casa tiene un halo fantasmal que me agobia, y que usted mismo es una suerte de fantasma, de un fantasma que se resiste a expirar, o que está expirando de alguna manera entre todas las cosas, que se diluye lentamente en esta conversación que registro.
— No me haga reír caballero. No nos tomemos tan en serio la realidad. Vamos a tomarnos el café al salón, antes de que se enfríe, y los cimientos de esta casa terminen destruyéndose.
— De acuerdo señor Francisco, apagaré el magnetófono.
Click.