21 de agosto de 2016

EL CINEMATÓGRAFO TOTAL *





*Texto leído el 11 de agosto de 2016 en la Biblioteca Libre, en el contexto del lanzamiento de "Atentado Celestial"

Imaginemos una invasión. Pero no una invasión referente al campo de la guerra (aunque podríamos suponer que sí), sino que una invasión un poco más modesta, pero con alcances realmente perturbadores. Supongamos que estuviésemos invadidos por cámaras de video, las cuales superpuestas, como una gran telaraña tejida de forma mecánica, tuvieran en su suma una visión total de todo lo que ocurre en un presente determinado hasta un futuro inexacto. 

Me dirán ustedes que aquella abominación no es tan difícil de imaginar, puesto que vivimos en una época en que casi el total de la población, al menos en las ciudades, cuenta con algún dispositivo de captura de video. Ahora mismo, entre sus manos tienen en sus celulares a un clic de distancia la posibilidad de recortar la realidad y generar una imagen instantánea. Pero yo quiero llevar más allá esta locura, e imaginar esta ficción donde existen cámaras sobrepuestas, una tras otra, y que ni siquiera en la privacidad de nuestras casas, en nuestros dormitorios, en nuestros baños, en el tejado o en el entretecho o en las azoteas y sótanos, en el último recoveco del pasillo más estrecho donde ni siquiera llega la luz, nada, pero nada queda fuera del campo de visión de esta monstruosa tecnología, pudiendo capturarlo todo en 360° de forma ubicua, o sea, sin dejar vestigio o tramo alguno de la realidad sin ser atrapada.

Para que el experimento imaginario suene más verídico, supongamos limitaciones técnicas. Por supuesto que estas cámaras que están en todas partes no son capaces de capturar temperaturas u olores. Tampoco pueden revelarnos la interesante y rica vida de los microorganismos, los cuales llevan sus procesos y sus guerras invisibles delante de nuestros ojos y ni siquiera nos enteramos. Hagamos menos paranoica la experiencia y dejemos de lado los sonidos. Obviemos la imagen en alta definición a la cual cada vez estamos más acostumbrados,  y supongamos que estas hipotéticas cámaras captan la realidad con colores deslavados y de baja calidad. Algo así como las imágenes que nos entregan las cámaras de tele-vigilancia instaladas en los buses del Transantiago, o aquellas que multiplican la visión de los pasillos de los locales chinos, o las que entregaban las antiguas cintas de VHS o Betacam.

¿Sabría la población que existe esta tecnología? Quizás sí, quizás no, a lo mejor se especularías ideas y hasta tesis conspirativas. Una atrocidad de esta magnitud nos muestra la fragmentaria película de David Lynch, “Carretera perdida” que nos cuenta varias historias contradictorias y complementarias entre sí, y en la que en su centro parece descansar la idea de que alguien o algo nos vigila. El film comienza con un saxofonista que comienza a recibir videos caseros con grabaciones de su casa, cada vez más intimidantes, hasta el paroxismo de mostrarlo en la cama en un momento de intimidad con su mujer. ¿Pero cómo pasó esto? ¿En qué momento los filmaron? Se pregunta desesperado el protagonista, que momento a momento comienza a perder su integridad mental, hasta que de pronto aparece una nueva cinta que revela un crimen que él comete, siendo arrestado por la policía y terminando en prisión. Como si no fuera poco,  de repente todo se disuelve con un rayo en la pantalla y aparece en la cárcel otro hombre que no es el saxonista, sino que es otro que ha ocupado el lugar de éste, quien ni siquiera sabe qué diablos hace ahí. Es como si David Lynch nos dijera que en una economía basada en las imágenes, todos los sujetos pueden ser sustituidos por otras imágenes, como piezas intercambiables, porque los argumentos no serían más que operaciones mentales que nosotros mismos realizamos para darle continuidad al agujero faltante en un relato.

Esto en cine se llama el efecto Kuleshov, en el cual es puesto en escena un plano de un hombre, intercalado en varias tomas junto al de un ataúd donde está muerta un niñito, un plato de sopa y una niñita jugando. Fue descubierto por el cineasta ruso Lev Kuleshov (de ahí el nombre del efecto) y fue la base para comenzar a teorizar seriamente sobre el montaje en el film.

La película del austriaco Michael Haneke, “Caché” (o Escondido) juega con la misma idea que hemos venido anunciando, pero en su vertiente realista, donde nos cuenta la historia de un periodista francés que comienza a recibir en su domicilio cintas con imágenes de la fachada de su casa, donde se le ve junto a sus familiares en tareas domésticas. Cada vez estas cintas son más osadas y de mayor duración, y están grabadas en cualquier momento del día. El periodista va a la policía con las cintas, pero estos, algo desencajados, dicen que aquello no es constituyente de amenaza, pues sólo son cintas normales grabadas desde el exterior. ¿Ustedes no se sentirían intimidados en recibir este tipo de material, de forma sistemática y sin remitente en sus propias casas? Bueno, la película oculta un tema social, y también racial, pero la verdadera fuerza de la cinta es hacernos reflexionar respecto a la ambigüedad en torno a las imágenes, y a que la pretendida neutralidad o imparcialidad de las cosas creadas por el hombre, no es más que dejar de hacer un esfuerzo para intentar comprender que nada es inocente, ni la tecnología, ni los videojuegos, ni una película ni un libro, pues detrás de cada producto cultural existe una ideología subyacente, que la sustenta e incluso la justifica. Ello no debería entrar en contraposición con la idea de la belleza de las formas puras, como la música o la pintura abstracta, pero extenderme en ese punto ahora, sería alargarme innecesariamente, así que sigamos con la idea principalmente planteada.

Esta nueva fábula que hemos imaginado -que no es tan nueva (ya veremos por qué)-, de las cámaras que están en todas partes, pone en contradicción las fronteras entre lo público y lo privado, disolviendo la realidad psíquica del sujeto libre, a la de un sujeto carcelario que vive en un estado totalitario, prisionero de las imágenes, y en el cual la transparencia es tal, que se ha perdido todo atisbo de intimidad. Rápidamente surgirían grupúsculos o sectas contrarias que venerarían y rechazarían este sistema. Los primeros, los defensores, dirían que en pos de la seguridad ciudadana,  la libertad individual debe ser sacrificada: se sabría quiénes son los próximos delincuentes que planifican el próximo golpe, y todas las actividades ilícitas quedarían descubiertas, sobre todo en la política. Los grupos detractores criticarían el modelo, argumentando que aquel poder detentado en pocas manos se podría convertir en una herramienta letal para incriminar y silenciar a la disidencia, puesto que el modelo de un Estado funcionando de esta manera no tendría más fin que uniformar a los ciudadanos, tarjando del modelo a lo diferente, viviéndose en un permanente clima de sospechas y de desconfianza: se entendería así, que el fin de este imaginario flujo de imágenes sería utilizado para fines judiciales y políticos, jamás artísticos; dejando de lado por ejemplo, la contemplación de una puesta del sol, el paso de un gato negro a través del tejado, el parpadeo de una luz de neón en un cine de periferia, la confidencia secreta entre los amantes, la figura de un minusválido pidiendo ayuda desde el punto ciego de una calle cualquiera, el momento en que se esconde la luz y una flor cierra sus pétalos, o la descomposición de un animal muerto en medio de un basural clandestino.

Todas esas secuencias de imágenes capturadas y rechazadas por el sistema imperante, (puesto que no tendrían ninguna utilidad pública) podrían ser películas, pequeñas películas que contendrían imágenes a veces estáticas de casas deshabitadas, o la sucesión de personas en distintas fases de un día haciendo sus actividades cotidianas. Me refutarían, y con razón, que aquello no serían películas, puesto que un film debe tener en resumidas cuentas un inicio, un desarrollo y un desenlace con una coherencia interna, ojala con varios plot points diferenciados y reconocibles por el espectador.

Raúl Ruiz dijo que para que una película fuera realista, debíamos entender un 10% de lo que pasaba en ella, porque si entendíamos más o menos, ya dejaba de ser realista. Quiso decir con esto, que en la vida misma existen misterios que no todos entendemos, tan insignificantes como el funcionamiento de un celular o un microondas, o más inexplicables como la aparición en el cielo de luces que podrían ser fenómenos meteorológicos, pero que para otros podría significar la inminente aparición de ángeles o platillos voladores. Y ni hablemos del misterio de la muerte o de la Creación.

En los años 20 del siglo pasado, un cineasta y teórico ruso de nombre Denis Arkadi Kaufman, que luego cambió su nombre artístico al de Dziga Vertov (que en ucraniano quiere decir Gira! Trompo!), anunció su particular visión respecto al cine. Para él debía ser más que un pasatiempo y un espectáculo, más que un arte entrecruzado entre la literatura y la puesta en escena teatral, para él, el cine debía independizarse radicalmente de todas las artes y levantarse como un alfabeto universal común para todos, como una especie de poesía visual involuntaria, en la que las imágenes circularían una tras otra y constituirán una verdad objetiva para el ojo, para el Cine Ojo, como lo llamó Vertov, donde seríamos capaces de captar la realidad de una ciudad,  desde la contemplación de la exhibición de un film en un cine, siguiendo con el amanecer, la tarde y la noche, con planos que se van sucediendo, los cuales nos muestran niños en las calles, escaparates de tiendas, la puesta en marcha de una fábrica, y así en un sinfín de situaciones que vistas por separado no parecen decirnos nada, pero que vistas como una globalidad, un total, nos damos cuenta de la visión que nos quería entregar Vertov, hacernos sentir por un momento como Dioses capaces de contemplar todos los puntos de una urbe, con el poder mecanizado de la cinematografía a nuestro alcance. Todo esto y más ocurre en su film “El hombre de la cámara”, el cual visto casi cien años después no deja de sorprendernos por su capacidad vanguardista de mostrarnos desde otra perspectiva la realidad representada.

Lamentablemente, y como ocurrió con muchos artistas de la Rusia soviética, Vertov fue acusado de antirrealista, narcisista y especulador reaccionario del proceso comunista, siendo silenciado y puesto en un lugar menor y funcionario dentro de la jerarquía artística del régimen, hasta su desaparición.  Luego de eso llegaría propiamente tal el cine sonoro y a color, y el imperio de Hollywood con su visión absolutista de la teoría del conflicto central, ahogando casi definitivamente los intentos por crear un cine B, paralelo, distinto, para terminar permeabilizando nuestras propias opiniones como espectadores, de cómo debe componerse un film, y más aún, cómo se debe apreciar y realizar un film.

Es la corriente ganadora en la actualidad, pero aún quedan verdaderos guerrilleros del cinematógrafo, que no han claudicado en batallar contra la dictadura del conflicto central del cine convencional, comercial y estandarizado, y son las ideas que de forma resumida he presentado hoy ante ustedes, es las que me afirmé para crear esta novela “Atentado Celestial” en la que presentamos la historia de un cineasta legendario llamado Alonso Luna, un autor anti-convencional, heredero de un cine distinto, y que a través de una trama policial y convencional, con evidentes toques folletinescos, sin que falten por supuesto los detectives duros y cavernarios, intento hacer chocar contra otra historia que se intenta narrar, como una película, en la cual podemos ver el nacimiento y el ocaso de una artista misterioso, que de modo bastante peculiar y trágico, pone a correr su teoría del cine total hasta las últimas consecuencias, esto es, de un cine que es capaz de estar en todas y en ninguna parte a la vez, y donde la vida y la muerte son generadoras de un juego más allá del intelecto y el crimen, de un cine imaginado que no intenta secuestrar a la vida, sino que trata de mostrarla sin fisuras, aún cuando aquello lleve a la locura, al crimen, al asesinato.