13 de noviembre de 2014


Para A.M


En las páginas de los libros se nos va la vida, o la vida se nos va en ellas, porque ahí se cocinan los ingredientes que nos prepararán para el futuro y que amablemente nos explican el pasado. O quizás nos ayuden a sortear las interminables colas de los bancos, las filas largas y abominables que existen sólo para rascarnos al oído, para gritarnos que ahí es el momento para detenerse y avanzar hacia adelante, atrás, o mejor aún, hacia los lados.

Los libros son mapas, brújulas para los navegantes extraviados, testamentos legados a la nada. Existen sinónimos: la Odisea. La invención de la soledad. La escritura es el cuerpo. El texto es la realidad. El universo existe para llegar a un libro. Narraciones extravagantes. Campanas que se doblan. Leer por placer. El erotismo de las páginas rasgadas. Los pies de la mujer. Interestellar. El puro olvido. El diario de la peste negra. Moby Dick. Don Quijote de la mancha. Hamlet. La estrella del porno que se perdió en Rimbaud. El ciudadano de Maoriland. La mano del escultor. La emergencia extraterrestre. La república de Chilenia. El curioso impertinente. El taller del escritor. Poeta chilena dispara. El lenguaje es un virus. El hombre que corre y va. La mujer que espera. Los tabaquería de Pessoa. Los fantasmas de Mishima. El último suspiro.

Los libros son los videojuegos por excelencia. Y siguen en el anaquel acumulando polvo, y nosotros existimos para llegar a ellos. A ellos le debemos todo. Ellos a nosotros, nada.