21 de agosto de 2014

EL NIÑO DEFORME QUE QUERÍA DEFORMAR AL MUNDO

(Inicio de la inédita novela Hamelin)

I



Vivía al lado del Gran Cordón Industrial junto a mi madre, en el barrio de Casavieja. No teniendo trabajo, dependía de ella, quien a su vez dependía de los bonos sociales entregados por La Compañía, y La Compañía a su vez dependía de todos nosotros, cerrando el ciclo con una precisión mecánica y voraz, con su asquerosa estructura lógica. 

Había cumplido la mayoría de edad hace tiempo y me consideraba un perfecto inútil. Un pedazo de mierda destinado a la extinción. Por lo demás, tenía una serie de malformaciones genéticas, lo que me confería un aspecto horrible y lamentable, aunque podía caminar y mover mis brazos con normalidad. No tenía novia ni amigos, y mis únicas entretenciones eran los videojuegos retro de colección, los libros de ciencia y las fotografías de perros históricos. 

Un día, estando en mis labores, vi de repente una pelusa en el bolsillo de mi chaqueta. Estiré mi mano para limpiarla, palpando sin querer una pequeña rugosidad que sobresalía del bolsillo. Busqué en el interior y descubrí un pequeño folletín rosa con letras oscuras,  decía: 

“Se necesita recaudador de información para viajes. No importa edad ni apariencia física. Buen sueldo. Agencias de Viajes B.L.A.S.T. Contactarse al número que figura en el dorso”. 

¿Recaudador? Me pareció raro, pues nunca había escuchado que existiese ese trabajo, o mejor dicho, ese tipo de trabajador, y menos aún que no se preocupasen del aspecto físico, sobre todo en estos tiempos, cuando todo el mundo invertía grandes sumas de dinero en mejorar su apariencia por medio de cirugías y aceites colágenos y productos similares, para lucir una belleza resplandecientemente bella y artificial. Lo triste es que yo ni con mil cirugías tendría remedio, pues mi deformidad era degenerativa, naciendo en las extremidades y ramificándose siempre en un continuo azar, como en una semiveloz canción de un future jazz sincopado.

Eso sí, no era un monstruo del todo; en honor a la verdad mi apariencia semihumana asustaba, un poco, y eso me daba igual, porque el aspecto que tenía era un rasgo genético propio, y no me había pasado de la noche a la mañana, sino que mutaba de manera progresiva. Lo que no sabía, era que mi mutación no sólo era física, sino que también psíquica: afectaría a mi mente, y luego al entorno y quizás al universo entero. Pero eso lo sabría después, mucho más adelante.

Por ese tiempo rondaba constantemente en mí la idea de suicidarme, pero ¿quién no ha coqueteado con eso alguna vez? Aún recuerdo esos días, en los cuales no paraba de imaginar mis posibles muertes, auto-eliminándome de mil maneras, a pesar de que nunca concreté nada, quizás por miedo o a lo mejor porque muy en el fondo albergaba alguna esperanza de renacer, de encontrar la dicha divina. Pero tenía que hacer algo más práctico, porque el suicidio era una molestia demasiado compleja. En vez de matarme, buscaría trabajo, sí que sí señor.

Tomé el panfleto rosa, y marcando el número que salía en el aviso, me presenté y solicité la entrevista de trabajo. Pasaron unos cinco segundos, silenciosos, expectantes. La voz llegó desde el otro lado, imperturbable, casi mecánica, de mujer: 

—Muy bien, ya tiene su hora tomada, pero antes, una pregunta.
—Espero que no sea difícil, señorita —le contesté.
—Para nada joven, es sencilla: ¿a cuántos mundos ha viajado? 

Perdido en una confusa marea de recuerdos, colgué de golpe, temblando. Reconozco que la pregunta me anduvo descolocando, pues yo no conocía ni siquiera mi país, apenas mi prefectura, a duras penas mi barrio. Realmente, había salido sólo una vez de la ciudad, de niño, cuando me llevaron al Centro Especial de Rehabilitación para Niños Deformes Doctor Jorge Araya. Fue la única vez que hice un viaje en mi vida, si descontamos ir a comprar el pan, o pagar la luz, o el agua, a pocas cuadras de mi casa, en el latón periférico donde un viejo pelado cubierto de chatarra oxidada, y conectado por cables en su nuca a una terminal electrónica, recibía los pagos de todas las deudas que se puedan pagar. 

Me cuesta confesar que sentí vergüenza ante mi nula capacidad de tránsito espacial. La publicidad, la historia, la moda, nos dice que todo ser humano debe formarse recorriendo el mundo, conociendo las culturas, las costumbres, la gente, las formas, las vestimentas, los brebajes, las comidas… y yo, que tan sólo había salido de la ciudad de niño, sentía una vergüenza sin límites, una vergüenza mayestática y brutal pues no era un hombre de mundo, y me dolía no serlo, por mucho que un sabio chino dijera que El-Hombre-No-Necesita-Viajar -Para-Conocer- Sabiduría-del-Universo, pues le bastaba con su corazón y sus cuatro paredes para palpar de cerca a la Totalidad. Algo así decía este puto chino de mierda, que de seguro era un cretino, un montón de baba mojada, un ignorante de primera categoría avalado por la academia. 

¿Cómo podía enfrentarme así a la sociedad? ¿Con qué armas? Feo, desfigurado, ignorante del mundo. Mi vida era como una novela de aprendizaje, pero mala por partida doble; mal escrita, sin viajes, ni esfuerzos, ni descubrimientos. Tenía que viajar, salir, recorrer, oxigenarme, rendir, conocer, pero cómo, si no tenía ni el dinero ni las ganas... fue inevitable que la tristeza me embargara, tanto, que permanecí una semana acostado en cama, sin levantarme ni siquiera para ir al baño, haciendo mis necesidades en una bacinica electrónica y mirando todo el día a un pájaro pardo que tejía y destejía su nido.

—Hola gorrioncito, cómo va tu vida. ¿Vale la pena ser tan pequeñito y tener alas para volar y recorrer el mundo? —pero el ave no me escuchaba, tan sólo picoteaba y agitaba sus alas, para emprender vuelo y volver a la mañana siguiente. El gorrioncito sin nombre volaría y yo seguiría postrado en mi silencio, esperando aturdido el colapso del universo o el arribo del invierno, aquella estación en que todo transcurría en cámara lenta, y las bufandas y los gorros y los abrigos y las botas de agua y las calzas y los mitones volvían a nacer, como una esperanza renovadora de que la vida cambiaría, de que todo sería mejor, y que por fin hallaría mi lugar en el mundo.

20 de agosto de 2014

Como un paisaje desvanecido I



Existen ciertos paisajes que parecieran invitarnos a la reflexión, a la reposición de recuerdos primarios con amalgamas de colores, distorsiones sutiles que se entrecruzan con el viento y el aullido de las bestias. Al mirarnos en el paisaje, podemos extraviarnos en esos cálidos colores que atraviesan las cortezas y las raíces de los árboles, con la palpitante realidad de que probablemente no vivimos solamente una sola vida, la de carne y hueso, sino también vidas ajenas, ensoñaciones que son canciones, o trozos de películas viejas, o fotografías gastadas o pinturas deformes y corroídas por el arrollador paso del tiempo. El apresurado diagnóstico corroborado por el médico de cabecera, es decirnos en su insulsa orden, con letra apresurada, abigarrada y apretada, anunciarnos que somos cadáveres, presos de las imágenes, de la irradiación continua del mal, tristes remanentes de pesadillas soñadas por animales torturados, atrapados en trampas mecánicas de acero.