3 de octubre de 2011

Yo era aquel..........

Pablo Rumel Espinoza a los 4 años, vestido de rey mago.



Yo era aquel niño que nadie sabía qué diablos hacer con él. Aún recuerdo las mañanas atragantadas en la esperanza, los sueños como colores que desdibujaban el horizonte. Pintaba  los bordes grises de las cosas, porque pocas cosas podía hacerlas bien.

Yo era aquel niño que nadie sabía muy bien qué hacer con él. Títeres, marionetas recortadas, sombras expresionistas que mostraban el Destino. Recuerdo que me recostaba en las tardes para dibujar, tratando de calcar una flor en papel, algo, una imagen que devolviera la misma imagen mental que soñaba. Un solo asesinato bastaba en mi mente para colorear con matices a esa flor. Traerla a la vida. Hacerla florecer desde adentro hacia fuera. Era mi secreto predilecto. Y nadie lo sabía.

En mis dibujos siempre perdían los buenos. No podía hacer nada por ellos, porque el Destino era inevitable. Los buenos eran humillados en goleadas catastróficas, barridos por ejércitos de soldaditos de plomo.

Yo no lloraba en público, trataba, y el premio era esbozar la sonrisa de Ella, una Niña Frágil roja de vergüenza, escondida en sus juegos de manos,  en sus secretos de portal de muñeca.

Me gustaba la pintura, me gustaban las marinas heroicas, de buques destrozados en la guerra, y los cuerpos blancos de mujeres desnudas. La leche derramada hablaba por sí sola. Y yo sabía muy bien que mi destino era crear. Recrear en miniatura los juegos del Universo, lugares donde era imposible aburrirse.

A veces el ego se destruía, pero me enseñaba unos cuantos misterios.

A veces no sabía qué hacer conmigo, no era que dudara de mi existencia, pero los otros se empeñaban secretamente en hacerlo. Yo era el pájaro desfigurado que volaba de nido en nido. A medio volar. Tratando de ser el águila, el halcón que volara de frente, sin vacilar. Mi abuelo pilotaba aviones en picada, 180 grados volteado, el lunático encantador, camarada de sus camaradas. Abrigado en los sueños de los amigos. Poseedor de la llama, de la secreta juventud.

Yo era ése niño. Y tú eras el niño que no hablaba, en una partida a muerte con el Universo. La Niña que armaba su corte con sus cartas. El naranjo esplendor de la vida, la vitalidad que empujaba a no morir. Tú estabas en mis sueños, porque yo antes soñaba en colores, y la melodía de los pájaros era tenue. Y aparecí porque me soñaste. No sabías que yo existía, me presentiste.

Puedo decir lo mismo de ti, oh lector.

Te soñé porque ya era tarde, pero aprendí que tras cada vuelco, tras cada acometida suicida, hay un bandejón cargado de futuro. Marquesas, príncipes, condesas. Los naipes marcados del ayer. Las figuras que ahora presiento, emergen en la lluvia. La primavera que ya llega.

Los últimos brillos del otoño, como sombras que marchaban desde atrás.

1 de octubre de 2011

Máscara de cuero



Al tercer día
vi como tu negra máscara de cuero
te explotó en la cara
lágrimas de sangre
esferas perfectamente pulidas
para recordarnos;
tras el silencio
había un mar de melodías negras
pulsaciones del amor
corazones abiertos de sangre
sangre sobre la sangre
pelo rojo en el cabello de fuego
de la nada
sobre pulsaciones
que te dibujan en esta página
que escribo.

(esto lo escribió Rubem Ferreira, en un faro gris, en un viaje de vuelta a Lisboa)