14 de abril de 2011

La Flor Inexistente

"Junto a la casa había un jardín. Mis primeros compañeros de juego fueron las raíces, las hojas, y esos espíritus de la naturaleza que hablan a los niños.

Un día, del interior de una flor asomó una mano y me hizo señas para que me aproximase. Poco después, la flor se deshojó. Quise recoger sus pétalos y reconstruirla; pero me fue imposible. Pensé entonces en armar una flor de papel pintándola de colores vivos. Muchos días pasé en mi trabajo, hasta que la flor estuvo terminada. La llevé al jardín y la puse en el lugar donde apareciera la mano. Si la flor hubiese estado bien hecha, la mano volvería a asomar. Pero la mano no vino, no retornó más. Mi flor no podía compararse con  las del jardín, pintadas por el buen Dios.

(...) Había entrado en competencia con la naturaleza y con el buen Dios; había contraído, sin saberlo, el compromiso mortal de crear una flor."

Miguel Serrano, La Flor Inexistente

12 de abril de 2011

Imagen (parte III)

¿Pasa algo distinto del resto de los humanos en la cabeza de quién crea? Sí. Y no. No, porque el mero hecho de crear algo, más aún si es dado por la contingencia, para la fama, por el dinero, o cualquiera sea el móvil que sustente el acto creativo, la mente tiende a establecer patrones y cánones con lo existente. Va más a lo imitativo que a lo imaginativo. Pero cuando el móvil de un acto creativo no es ninguno, entonces deviene la obra maestra. El artista entonces, debería ser capaz de ejecutar una obra que pueda estar hecha para no ser leída, o para ser quemada, o no dada a la imprenta. Libros puestos en frigoríficos. De la conjunción de la obra instantánea, hecha para no perdurar, de sus cenizas, tendría que emerger la obra maestra, la que nos sobrevive. Toda obra maestra es de carácter iniciático. No para cualquiera. Entonces, hilando con la primera interrogante que abre esta página, en la cabeza del creador auténtico pasa algo así como un estallido de imágenes, una sucesión de lugares y rostros y personas que nunca hemos visto, quizás hemos atisbado en sueños o en otras narraciones, pero que ahora, recién ahora, se presentan con toda su realidad y nos exhortan a que los narremos. A ser dados desde ese otro mundo a este. 

Aquellos que logren ese extraño estado de vigilia y de sueño entremezclados, tendran la llave, el númen, el propio tractatus para no aburrirse nunca más en este mundo.

4 de abril de 2011

Imagen (parte II)


¿En qué momento ingresaron a la palestra narrativa los hombres con sombreros bien calados? Bien calados en un sentido más arquetípico que real, pues no deja de ser un hecho de que "aquellos" pueden vestir como la moda lo promueva. Cuando en una novela aparece un muerto ¿qué hacer? Y cuando aparecen dos muertos y tres, así en lo sucesivo, ¿es una suma de quehaceres? No. No lo parece en una primera instancia. La muerte  puede sobrevenir ya sea de manera natural, como en una novela anciana, o por asesinato (mucho más escalofriante), como en una novela pascal. La acumulación de asesinatos no debería llevarnos a pensar apresuradamente en una tragedia o en un hecatombe. La realidad se encarga de parir más muertos que vivos. Lea el noticiario y contabilice sólo a los cadáveres noticiados. En un día aparecen más muertos que en cualquier novela leída. En mi primera novela (la primera pública, hay otras tantas impúblicas), El Secuestro, tanto como la que vendrá, La Secuencia Chobart , me dispuse la tarea nada grata de repartir cadáveres por toda la mesa. Por doquier. Cada tantas páginas, ¡pum! un muertito. Eran novelas disfrazadas de Chandler, pero que formaban imágenes muy distintas a las sugeridas. Había que poner un policía, alguien que se hiciera cargo de los crímenes en cuanto papeleo, nada de lloriquear, eso está claro. Me tentó la idea de dejar a los cadáveres abandonados, pero eso le confería a los libros un toque bélico o surreal que no buscaba. Había que jugársela por un híperrealismo que desbordara a la realidad. Porque cuando en literatura no hay desborde, no hay literatura. O mejor dicho, la hay, pero corrupta, del siglo XIX.

En mi primer libro puse a muchos policías, o uno solo en un espejo de laberintos. En el segundo, en la Secuencia, tenía que ser el choque entre dos mentes, al clásico estilo noir. La mente criminal y la mente del policía pensando como criminal. O la mente del criminal y la mente del policía pensando como el policía. Podían darse aquellas variantes, sin forzar ni recurrir al elipsis fácil. Entonces, la imagen que se formó fue la imaginación de charcos de sangre recorriendo temblorosamente, página a página.