11 de enero de 2011

Wolfront


Repartido en fragmentos, va cruzando entre sombras, lianas de hielo
Entrecortando rostros, labios dóciles, ojos en flor
Cardenales empantanados, surgiendo de grutas ancestrales
No quedan más que los fantasmas, la sombra de los robots
Que se entierran torpemente en la arena, intentando acaso
Una zambullida hacia las rocas enormes
Gigantes colosales que destruyen la belleza del cielo.

O vendrá o no vendrá.

O se acabará y el brillo final tendrá que rociar con sangre negra
Todo lo que carcome y destruye la naturaleza
Cruel, despiadada hasta el tuétano
Adjetivos para intentar asir de una forma u otra
Que para crear hay que destruir,
y viceversa.

Hormigas colapsando en inframundos,
subterráneos carcomidos por el ácido
De la baba titilante, muerta, que va recubriendo el cuerpo de la tierra
Moliendo la carne volátil, como si fuéramos la presa de un hocico negro y gris
El del perro deforme
El enemigo
El cráneo colosal donde habitamos.

10 de enero de 2011

Extracto de una hipotética novela

Al comienzo, la madre de Alonso le limitaba el uso de la cámara, debido a lo cara y frágil que era, por lo cual ella misma se encargaba de supervisar las exploraciones de su hijo con el aparato, restringiendo que por ejemplo, en un ataque de entusiasmo, el niño quisiera llevarla fuera de casa para filmar a los escasos autos que atravesaban la avenida central. Lo primero que filmó, o lo primero que recuerda Alonso Luna, fue un pequeño corto de tres minutos, en plano secuencia, donde salía un árbol de navidad atestado de regalos, repleto de luces de colores y adornos; a un costado corría un pequeño trencito de juguete. Alonso le pasó una panty de media a su hermano Carlos y le dijo que se la pusiera en la cabeza. Para darle un aspecto más fantasmal aún, le colocó un  costal de papas en el cuerpo, amarrado con una soga en la cintura, que haría de cinturón. El corto se llamó El Monje Loco se come un tren. En los primeros minutos se ve el tren dando vueltas una y otra vez por el riel. Se escucha el sonido que emiten las lucecitas del árbol de navidad, sumado al ruido de la locomotora y sus bocinazos. En el último minuto aparece el Monje Loco, un gigante, que según la voz en off (leía en un papel garabateado por el mismo Alonso) se había escapado de la cárcel de la montaña, donde lo habían encerrado por alterar el orden público. El Monje Loco (Carlos) se golpeaba el pecho imitando a King Kong, mientras miraba fijamente a la cámara. Luego se lanza al suelo, y gateando lentamente tomaba al tren con sus manos y se lo introduce por la boca. Luego la cámara hace un corte, para mostrar a continuación un primer plano con pequeños muñequitos humanoides lanzados en el suelo, manchados totalmente con tempera roja, formando un charco de falsa sangre que dice THE END. Los muñequitos eran realidad figuras del pesebre familiar, más algunos soldaditos de plomo que tenían los hermanos. Cuando les enseñaron la película a los padres, en una cena familiar, los chicos estaban tan entusiasmados que gritaban coléricos en varios tramos de la pequeña película. Los padres parecían celebrar las ocurrencias, menos el final, en el cual la madre reprendió a los niños, diciendo que no debían utilizar figuras religiosas para tales fines. Y menos, mucho menos, mancharlas con tempera roja. Los mandó castigados a su habitación, diciendo que al día siguiente deberían limpiar a las figuritas del pesebre y volverlas a pintar con los colores que les correspondía.