5 de febrero de 2010

Pierre Bayard, o el arte de la no-lectura


Siempre me ha gustado enfermarme, ojala de alguna dolencia que termine postrándome durante semanas en algún hospital público. No porque sienta un placer sadomasoquista en el hecho, sino porque libros como En busca del tiempo perdido, de Proust, o Umbral de Juan Emar, fueron concebidos para gente con piernas fracturadas, caderas rotas, tísicos, y toda una larga lista de patologías que nos inmovilizan, nos anclan en una cama. Es en esos momentos, de soledad absoluta, donde se tiene la libertad completa para que esas lecturas afloren. Sin embargo, la realidad suele ser cruel con nosotros, y por eso nos enfermamos tan poco, encontramos trabajo, nos casamos, tenemos hijos, etc.

En la farragosa y atenuante vida en que nos encontramos sumergidos, no nos queda otra que devorarnos los libros en esos arrebatos de soledad que nos ataca, aún sabiendo que en la biblioteca existen millones de libros que nos esperan con sus tapas cerradas, y hablo de los buenos libros, pues si contabilizáramos el total, sería como contar granos de arena en una playa.
Ante esa ansiedad de no-lecturas, Pierre Bayard expone una singular tesis. En su libro, Cómo hablar de los libros que no se han leído -título mordaz, más propio de un humorismo inglés que de uno francés-, Bayard se cuestiona el hecho de que en nuestra memoria, en nuestra biblioteca individual, existen un montón de baches, de lagunas mentales causadas por la desmemoria y/o la imposibilidad física o azarosa de conseguir libros fundamentales para nuestro espíritu tan culto, cautivo y cautivante de lecturas. Bayard toma esta premisa, pero da un paso más. Afirma que en un contexto académico, tales lagunas son imperdonables. La no-lectura de Hamlet para un profesor de literatura inglesa, es igual de devastadora que la no-lectura del Quijote, si se trata de un profesor de literatura hispánica.

Pero en este caso ¿a qué se refiere Bayard con la no-lectura? El asunto parte con la proposición lógica de que somos incapaces de retener la totalidad de un libro: la memoria actúa como una especie de fotocopia errónea, llena de jeroglíficos que luego son reinterpretados por nuestro consciente. Pierre Bayard traslada un concepto del psicoanálisis a este ámbito: los “recuerdos-pantalla”. Esto tiene que ver con ciertos recuerdos de nuestra infancia, que al ser tan dolorosos, nuestro inconciente incapaz de tolerar tales imágenes, suplanta con otro recuerdo al trauma, haciendo más tolerable nuestro porvenir. En el caso de la lectura, al no poder recordar cada fragmento del libro, creamos un “libro-pantalla”, una superposición general y bastante antojadiza del verdadero libro.

Sin embargo, el concepto de no-lectura no se limita a los libros olvidados, también existen las categorías de “libros hojeados” y “libros desconocidos”. Son tantos los libros que los cánones culturales (piénsese en el monstruoso Harold Bloom) empujan a leer, y es tan escaso el tiempo, que muchas veces debemos aplicar lecturas antojadizas, rápidas, para hacernos una idea general de un libro. También existen comentaristas que nos hablan sobre libros que jamás hemos escuchado hablar, ilustrándonos a veces en dos líneas, o con el mero título del libro en cuestión, de lo que podría tratarse tal obra. La no-lectura empuja entonces al lector a situarnos de manera imaginativa al interior de las páginas del libro hipotético, a recrearlo por medio de un par de líneas, o inclusive por la portada de libro.

Pierre Bayard, por cierto, no escribe un burdo manual para “hablar en público de libros que no se han leído”, sino que al contrario, toma como hecho fundamental que en todo ámbito de la vida humana reina una gran hipocresía –más aún en el mundo académico- por lo que la no-lectura no debe ser un escollo a la hora de hablar sobre aquellos libros no leídos, sino que nos insta a utilizar esta desventaja como un resorte imaginativo, que nos empuje a analizar detalles, arcos temáticos o personajes inexistentes, que sólo son capaces de existir gracias a la actividad creativa de los interlocutores.

Cada capítulo del libro contiene un ejemplo literario, que es examinado como si se tratara de hechos reales. Así, tenemos el secreto de la abadía y el libro maldito, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, las delirantes aventuras de un escritor de best-sellers que es confundido con otro más selecto, en El tercer hombre, de Graham Greene, o el caso de un cerrado grupo de críticos y editores que publican y critican sin la necesidad de leerse los libros, en Las ilusiones perdidas, de Balzac.

Este libro es una exquisitez, tanto por su humor ácido y refinado, propio de un Oscar Wilde disparando a quemarropa (el cual también es mencionado en la obra) como por su sentido lúdico de la literatura, que podríamos encontrarlo en otro epígono francés: George Perec. Una vez terminada la lectura de la obra, de seguro que quedará discurseando en nuestras cabezas eso que siempre supimos referente a la conversación en torno a los libros, pero que nunca tuvimos la posibilidad de leerlo en un trabajo dedicado íntegramente al tema.