26 de septiembre de 2009

Anotaciones: 26/26

"Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar." Empédocles de Agrigento.
Como dijo Ibn Arabí, todo hombre debe abrirse a todas las experiencias, para llegar a ser. La vida como trampolín suicida, para tratar de alcanzar esas falsas nubes de algodón que pululan en el cielo, o quitarle la gorra a un capitán distraído. Buscar un agujero por el cual salir de esta vida, y recomenzar una nueva, al otro lado del mar, buscando las últimas ruinas de Lemuria, sumergida y sepultada hace eones en un punto incierto de la realidad. La conversación con los fantasmas, las almas errabundas que tratan desesperadamente por hacerse reales, por palpitar como fuegos fatuos en los pantanos cenagosos de la memoria. Y sí, señores y señoras, aunque no le encontremos una lógica a esas películas que pasan en cines subterráneos, buscarles entonces nosotros mismos el sentido, aún en las quemaduras de cigarro que se forman en el celuloide, esos pequeños destellos fugaces que se pasean a lo largo de las dos horas promedio que dura una proyección. El año del despegue o del colapso total. La última jugada en el tablero, el castillo de naipes que se desarma con el viento abrasador.
(Antes de los 30, tener 10 novelas escritas. Antes de los 40, haber filmado una película sobre la muerte y el tiempo. Antes de los 50, haber saltado en un paracaídas agujereado. Antes de los 60, haber fabricado un invento para fragmentar la realidad, antes de los 70, haber actuado en una película gore de bajo presupuesto, antes de los 80 haber fundado un pueblo de artistas deformes, antes de los 90, haber boxeado sobre un cuadrilátero en llamas, ante de los 100, haber conducido un automóvil sobre un lago congelado, antes de los 110, haber naufragado hasta una isla perdida de seres antopomórfos, antes de los...)
¿Qué lees Pablo?: Anotaciones, anotaciones, anotaciones.

24 de septiembre de 2009

Después del Terremoto

Después de la curadera bestial, atravesé el puente de la memoria, caminando hacia atrás, con un libro en las manos. El libro en el que llevaba mi nariz metida, se titulaba El día de la mandrágora. Su autor, Nilo Porvenir. Fuera de consignar esos datos, iba leyendo de atrás para adelante, para atraer como un imán los pedazos de múltiples mundos que rugían por existir. Adentro de sus páginas brotaban flores, valles, lagunas, crepúsculos, relojes, sombreros de copa, fantasmas, arrayanes, revólveres, clubes de fútbol, mujeres que de sus agujeros brotaba un vino milenario. Ahí adentro, los personajes se alborotaban para beber desesperadamente de estas hendiduras, que las mujeres exponían libres de todo pudor.

El libro llegó a mis manos gracias a Pablo León, que me confesó ser el transcriptor, el albacea literario de Nilo Porvenir. Con la urgencia de quienes precisan calmar la sed con un jarrón de cerveza, nos dirigimos a un pequeño tugurio, ubicado en un rincón de la Plaza de Armas. Cuando uno bebe y fuma, las ideas salen entrecortadas, o medio disparadas, abiertas y cerradas bajo el influjo de una digresión que se tropieza en cada jugada. No fue esta vez la excepción. Pero debíamos seguir bebiendo y conversando, variando la escenografía del acto, cambiar de espectadores, transfigurar al dramaturgo. Salimos del restorán. Un mendigo nos requisó el Zippo. Llegamos al pub Monja en llamas. De fondo tocaba Cazuela de Cóndor. Pablo me comentó que llevaba más de tres años habitando un mundo paralelo, del cual extraía la materia gris para sus relatos. ¿No se te hace confuso pasar entre varias realidades?, le pregunté. Me explicó que siempre había un pequeño desfase temporal cuando salía de Umbral (así se llamaba su mundo) y entraba al mundo en que cohabitamos todos, las almas que titilábamos con gestos y voces de ultratumba. Pero esos desfases se corregían con la voluntad de perseguir la sombra de los árboles, que eran los verdaderos señeros de esta vida, terminó Pablo, con su elegante explicación.

La tarde recién empezaba. Antes de abandonar el pub, escuché que Cazuela de Cóndor cantaba algo sobre un ataúd donde habitaba un monstruo, y advertía que no se debía abrir bajo ningún motivo. Horas más tarde, antes de la borrachera bestial y definitiva, llegamos al restorán céntrico La Pupila Dormida. Del encuentro tomé notas (incluso hice algunos dibujos), que más tarde transcribiré.

23 de septiembre de 2009

El síndrome de Gernsback (novela inédita)

Recorté el manuscrito de la novela y saqué diez fragmentos al azar. A continuación, el resultado del experimento:
No sé. No sabía mucho de ciencia-ficción, ¿qué podía responderles? Me pedían además alguna cuenta bancaria para depositarme el dinero del adelanto. / Se cuenta que el pintor llega a una zona portuaria y rápidamente comienza deambular por los cerros de la ciudad. / Siempre me he preguntado qué clase de habilidad requiere una persona para cruzar los inciertos callejones de la poesía./ Estaba paranoico, de eso no tenía ninguna duda. «Me persiguen, a ti también te perseguirán»./ Me era difícil rechazar la oferta, considerando que las novelas se vendían casi por inercia, e inclusive, según ellos, las más demandadas eran reeditadas y eso aumentaba la cantidad de dinero que recibía un autor./ Pero termino con esos pensamientos cuando me llega una carta para que me presente de nuevo en la capital./ Podía ser un profesor demente, un emperador galáctico que agonizaba en su planeta, un mutante resentido que había sido creado en un laboratorio, una computadora con conciencia de sí misma./ Vi por ejemplo una especie de hospital donde abandonaban fetos ensangrentados y amarillentos -como la yema de un huevo- en recipientes transparentes y vidriosos./ Los consejos iban y venían, pero su cara continuaba con un aspecto lamentable. Pese a su fealdad, nunca tuvo mayores problemas para conseguir mujeres, ya que siempre aparecía alguna, dispuesta a caer rendida en el antiguo juego de las sábanas./ Mi carrera de ciencia-ficción la daré por saldada. Quizás más adelante me den ganas de publicar esas novelitas con mi verdadero nombre.

21 de septiembre de 2009

P

No me considero un hombre feo. He leído muchos libros, de temas variados, pero con un enfoque central por la ciencia. Además, me sé varios poemas de memoria, poemas que podrían encandilar el alma del mozo más miserable o de la muchacha más pérfida y abyecta. Como digo, no me considero feo; encuentro que poseo una cultura elevada a la media, y por lo demás, he dejado de lado la vergüenza y he aprendido a cocinar platos de todos los continentes del mundo. La cocina me parece más varonil de lo que se piensa, pero no entraré en ese tema. El problema es que no tengo novia hace más de dos años.

Cuando me bajé del tren, me encontré en la estación con Gastón Steinburg, un amigo de descendientes alemanes que conocí en el bachillerato, cuando éramos unos muchachuelos llenos de esperanzas. Ansiábamos conquistar al mundo con nuestros inventos y descubrimientos. Yo me especialicé en energía termodinámica, y él, bueno, él no terminó sus estudios, se retiró a la finca de sus padres, a las afueras de la ciudad. Recuerdo que la primera vez que nos llevaron a ver el interior de una locomotora, como prueba de campo, mi amigo se puso lívido de espanto y de horror. Algo le asfixiaba, al ver semejante espectáculo de engranajes, válvulas y ruedas dentadas que se movían a una velocidad furiosa y recalcitrante. Luego fuimos al salón de anatomía, y vomitó en el acto, cuando hicieron la disección de una guagüita, muerta a los tres meses de haber nacido. Al año siguiente se retiró de la escuela, escribiéndome una escueta carta: “los interiores no fueron hechos para mí. Adiós amigo, hasta pronto”. Al tiempo después escuché con tristeza, por boca de un tío abuelo, la noticia de su muerte. Se había suicidado, dejando en una carta la palabra escrita: “Fue por mi prima Vera”.

Al que tenía ante mis ojos en la estación, no era otro que el fantasma de Gastón Steinburg. No le di importancia. Hice como si siguiera vivo. Lo saludé fraternalmente. Él también se mostró amable. Andaba con una gastada gabardina, con la misma a la que asistía a la Escuela, sólo que un poco más sucia. No se veía ojeroso, ni pálido, ni despeinado, como se suele describir a los muertos vivientes. Se le veía muy enérgico y con mucho ánimo. Nos fuimos a un café. Mi amigo pidió un té y dos porciones de croissants. Yo me incliné por un café sin leche. Hablamos de la vida. Me preguntó si tenía novia. Le contesté que no, que me había dedicado mucho tiempo a buscar nuevas formas para potenciar las energías descubiertas hasta la fecha. Casi siempre, le expliqué, las mujeres salían arrancando despavoridas ante mí, un hombre pobre, pero altivo, lleno de fuerzas para descubrir los secretos del mundo. Mi amigo me explicó que las mujeres solían reparar más en los brutos, en seres pocos refinados que las adulasen con sus falsos encantos. Ninguna quiere compartir las molestias de un espíritu lleno de fulgor, de alguien que se desviva por aprehender lo inaprensible, sentenció. Me extrañó que mi amigo se expresara de forma tan conocedora en estos temas. Quizás después de muerto había descubierto varias verdades. Mira esa pareja de ahí, me inquirió de pronto con un brusco gesto de cabeza. ¿Cómo ese patán con cara de simio puede hacerse acompañar por tan bella dama?, preguntó de manera retórica y efectista. Por supuesto, se respondió solo: quizás no sea ni el dinero, ni su posición social, ni sus conocimientos prácticos de la vida. Tan sólo habla, y hace reír, es como un títere grotesco movido por un titiritero perverso. Basta con que las entretengan con temas mundanos, sin el calibre intelectual que precisa una conversación de altos vuelos.
Confieso que la declaración de mi amigo me sonrojó un tanto, al descubrirme los engranajes secretos que movían a la sociedad.

Estaba a mediados del siglo XIX, en un café lisboeta con el fantasma de mi amigo. No me atreví a preguntarle el por qué de su suicidio, ni quién era su enigmática prima Vera. Nos despedimos ya de atardecida, y yo, albergaba la secreta esperanza de que las cosas cambiasen en el futuro.

16 de septiembre de 2009

Teoría de la Novela

Yo antes tenía una Novela. De ella recuerdo algunas vagas impresiones. La manera en que sus párrafos se intercalaban, algunos adjetivos tendenciosos que se repetían, su peculiar manera de abrir y cerrar capítulos, su retórica a prueba de balas. Con el transcurrir de las páginas, sus personajes parecían no volver, algo se los iba tragando, o simplemente eran reemplazados por nuevas marionetas que respondían tímidamente a sus rasgos. Los personajes fueron suplantados por la Novela. En ella había una peruana que usaba implantes ortópedicos, tanto en sus brazos como en sus piernas. Físicamente no era bella, pero sus ocurrencias me deslumbraban. Era estudiante de pedagogía en castellano, y en sus ojos se leían una verdad oculta a la mirada del resto. También había un personaje adorable, un estudiante de medicina que le gustaba jugar al fútbol en los cementerios, con una calavera en vez de un balón. El mundo se acababa, pero todos dentro de la Novela lo afrontaban con una dignigidad memorable; nada de llantos histéricos, ni de consolaciones religiosas, ni de orgías.
Pero la Novela me engañaba, haciéndome creer con una pretenciosa ilusión, que adentro corrían como bravos huracanes los acontecimientos. No está de más decir que los acontecimientos eran mujeres. Las mujeres, por lo tanto, fueron brotando de sus páginas como heridas o cuchilladas brillando en la oscuridad. En una extraña nota al pie, la Novela afirmaba ser la copia número 365 de otra Novela, mucho más perfecta y armoniosa y legible.
En aquellos años yo era una letra de la Novela que aspiraba a ser personaje.
Luego la Novela desapareció de mi biblioteca. Desde entonces, intento secretamente recuperarla por medio de mis escritos, que no son otra cosa que meros simulacros de un Simulacro Mayor. En ello se me va la vida.

11 de septiembre de 2009

Si tuviera que escribir a mano

Recuerdo que partí escribiendo a los siete años, en una vieja máquina de escribir Smith-Corona. Más que escribir cosas mías, transcribía algunas líneas de los Papeluchos que leía, o de los suplementos deportivos de la Nación. Me gustaba ver cómo iban apareciendo las letras en el papel, oír el sonido de las teclas, hundir mis dedos en la máquina me hacía sentir como una especie de alquimista, que transformaba en letras fragmentos de libros ajenos.
Recién a los doce años empecé a escribir mis propias cosas. La máquina de escribir se había averiado, por lo cual mi abuelo me compró una Olivetti más moderna. Por aquella época, estaba yo alucinando con los clásicos (Verne, Salgari, Dickens, Stevenson), de la biblioteca familiar. Por supuesto, nunca tuve la biblioteca de Borges, con todos los libros escritos en su lengua original. Era una biblioteca modesta la mía, pero que tuvo la gracia de iluminarme en mis primeros años de lector. Por esos doce años, me había leído la trilogía completa del Señor de los Anillos, y uno que otro cuento de Lovecraft. Sin saber nada de política, escribía historias de condes que buscaban la sangre de doncellas vírgenes, de reyes malígnos que secuestraban a pueblos enteros y que envenenaban los ríos, de caballeros que renegaban de su juramento y se había ido hacia el lado de la oscuridad. Todo lo hacía a mano, en un cuaderno Mistral de preferencia. En aquellos años había leído uno que otro poeta (Neruda, Huidobro, César Vallejo) pero la poesía me parecía algo demasiado cursi o inentendible, lejana es el término más exacto.
Pero a los quince, revisando los anaqueles de la biblioteca de mi colegio, di con Poemas para combatir la calvicie, una antología de Nicarnor Parra. Eso era la poesía, eso era lo que tenía que escribir, pensé. Me inventé una amante imaginaria (siguendo el juego del hombre imaginario) y le escribía poemas que no eran nada imaginarios, digo, eran brutales y sarcásticos, por no decir toscos y de mal gusto. Pero eran mis poemas, y los ocultaba bajo siete llaves, para que nadie más que yo lo léyese, pues en el fondo intuía que debía pulirlos mucho más.
Cada ocurrencia la anotaba en un gastado cuaderno Torres de tapas oscuras. Eran cuadernos feos, sin duda, pero no me importaba. A los dieciocho años, las computadoras ya habían ingresado a la realidad. Mi vieja máquina de escribir descansaba moribunda en un rincón de mi closet, con el rodillo desgastado. Al comienzo, sentía el word como una extensión de una máquina de escribir, pero no, era otra cosa. No tenía ese aire solemne del escritor que en una pieza mal iluminada, vestido de funcionario público, intenta desentrañar el mundo. El word era más bien como un escritor dentro de una novela de ciencia-ficción, que ya ha perdido el gusto por el papel y el lápiz, rasgando y manchando una superficie sólida.
Han pasado los años, y siempre miro con algo de nostalgia a los lápices y a las hojas. Ya casi nadie se escribe cartas que no sean de manera digital. Hemos ido entrando a la velocidad de la luz a la era de la mediación tecnológica. A veces, he pensado hacer una falsificación. Escribir una novela en word, completamente, para luego traspasarla en una libreta moleskine. Falsificar la idea del manuscrito. Revalorizarlo por medio de una treta, pues tengo entendio que la fecha de creación de un archivo word no se puede adulterar, ¿pero una libretita? ¿Un papelito? Evidentemente que sí. Y el soporte de este manuscrito apócrifo, pero verdadero, sería una Moleskine. Desde hace mucho tiempo que quiero una Moleskine, para caminar entre las sombras con un abrigo largo y una pipa, sombrero verde oliva, y sentado, ponerme a escribir profundos pensamientos y curiosos aforismos, pero sólo hacer la performance de que lo hago, la idea es que la gente al pasar se pregunte: "¿qué hace ese señor tan solitario escribiendo?¿Estará loco?Debe ser un escritor, sin duda."
Anónimo y fantasmático lector. Hazme llegar una Moleskine, para este mes o para cuando sea. Verás cómo se me dispara la escritura en ese pequeño recuadrito forrado en cuero, o simplemente no se me ocurre anotar nada. Pero es muy probable que una palabra me salga disparada, y sin querer, termines herido.

8 de septiembre de 2009

Estética del secuestro

La historia debe partir con la intriga resuelta.
Un cadáver, el asesino, el lugar del crimen, todo explicitado desde el primer párrafo. Al correr las páginas de la novela, ciertos elementos deben colocarse de manera subrepticia a través de sus hojas. Como pétalos pisados u hojas otoñales resecas. Un niñito debe hacer una aparición más o menos mágica -pero creíble-, para explicar la trama completa de la novela, pero sólo con la minuciosa descripción de sus manos. Las sombras chinescas serían válidas en este caso. También el uso de marionetas o cualquier artilugio que reemplace palabras por gestos. Termina así el primer capítulo. En el cuarto capítulo, el niñito aparece en la portada de un periódico y el detective comienza a investigar su desaparición. En los tres capítulos anteriores no ocurre nada de importancia: el detective se junta con una amiga, saca a pasear a su perro, pelea con su novia, le regala una moneda a un mendigo. Geométricamente, si trazamos una línea, esta debería desprenderse levemente del plano central de la trama. El cuerpo del niño es encontrado en un callejón oscuro, agujereado, las balas deben estar aún silbando en el aire. Los capítulos se ramifican en párrafos que son a la vez capítulos independientes de la novela. Cada párrafo se subdivide en la cantidad de frases que se escriben sobre su rugosa superficie. De manera lógica, entendemos que cada frase es otro capítulo más de la novela, pero que calza de manera más o menos perfecta con la intriga ya resuelta desde el primer capítulo. Por ende, cada palabra es un personaje encabalgándose con otra palabra. Para que quede más claro: la novela está poblada de personajes que se relacionan intrínsecamente, unos con otros. Se muerden, se succionan, se miran, se acarician, se seducen, se cachetean, etc. Los signos de puntuación vendrían a ser las armas o las palabras que los personajes enarbolan entre sí, para lograr sus intenciones. En los casos en que aparezca, #, quiere decir acuerdo tácito para encontrar una prisión compartida, %, quiere decir división intermitente, amor sin realidad palpable o sin condiciones materiales, * entiéndase como ligazón mental, telepatía o cualquier manifestación extra-sensorial. La explicación de los otros signos ha desaparecido de este escrito. Dejando de lado los aspectos formales, el hecho es que la historia central ha sido secuestrada al comienzo de la novela. El narrador también ha sido secuestrado, pero en el capítulo quinto. Sólo quedan los personajes deambulando, a golpes y cabezazos, en una dimensión fantasmal, que atraviesa tangencialmente a la realidad, contaminándola con sus propias equivocaciones, con sus emborronamientos producidos por la falta de fe que se nos tiene, a los que echamos a correr la cuerda que da la cuenta regresiva a una bomba de tiempo. En el último párrafo, la detonación será inminente. Con los trozos chamuscados de la carne, se procederá a encuadernar la novela, empaquetarla y/o distribuirla en algún mercado clandestino previamente dispuesto. Una Figura espera al otro lado de la carretera el envío. Una camioneta roja entrega el paquete. Noche total, sin sombras, sin estrellas, sin carretera, nada. Sólo una camioneta roja con las luces encendidas. El despacho es entregado sin mayor contratiempo. Fin de la camioneta roja. En las manos blanquecinas de la Figura, descansan las susodichas alas. Las introduce en las páginas centrales del libro. La novela comienza a volar.
Nadie sabe quién es la Figura.

7 de septiembre de 2009

Flor de oro

Maori Pérez me dice/ que ha perdido a su amor y que la luna/pronto dejará de existir/engullida por un monstruo./Las veces en que salgo a caminar perdido/ con la elegancia del solitario/y en mi corazón se albergan las dudas y los relojes/inutilizados por su corta duración/ veo que aparece Maori Pérez como una sombra/vestido de santo o de fraile asesino/ y me dice que estamos frente a las últimas intermitencias de la realidad/que poco a poco ha sido abolida por la Mente./No sé qué pensar, pero me entrega un escrito/ dice:/las alas hacen a la bóveda/luego la impresión termina y me refugio/debajo de un gran árbol/hasta que la lluvia cesa./Leonia me dice que ella se salvará del apocalipsis/que un grupo secreto obra en silencia para salvar nuestras almas/y que Jesús aparecerá escupiendo fuego y llamaradas de sus ojos./ Cuando escucho esa palabras de Leonia, tomo un poco de polvo/y se lo lanzo a la cara/mientras sostengo firmemente mi cigarro./ Camilo Herrera/vestido de carabinero/ quiere escribir un libro conmigo/ sobre un hombre en silla de ruedas/y protegido por un guardespaldas nazi/ "como flores ácimas"/decía L, con toda su tranquilidad trágica y dionisiaca./Entonces caminé lentamente, más lentamente que la última vez que caminé lento/y me fui adentrando a una ciudad sin nombre,/con una sola moneda en mi bolsillo/ es la ciudad de los novelistas/me indicó un señor de levita y sombrero./Entré a un bar/que es lo que siempre hacen en las películas/los extraños en ciudades extrañas./Como en las películas,/los parroquianos me miraron de manera desconfiada/digo, casi de manera paranoica/ pedí una jarra de cerveza/y me fui tímidamente a un costado./Ahí adentro nadie hablaba,/ pero gesticulaban como frases/ y con gestos que dejaba entrever cierta erudición en lo dicho./ De golpe/ reconocí ahí adentro a Musil y a Walser/tremendamente envejecidos/melancólicos/ haciendo sombras chinas/ como dos viejos enternecedores/ sacados de una novela de Enrique Evil-Satan./Otra alucinación:/Vi a Leonia hablándome de las torturas físicas que sufriría en el infierno/ pero que aún no era tarde para mi conversión./No es esa mi versión/le respondí/y ya es tarde, es demasiado tarde./La visión se esfumó./Las luces se apagaron, y apareció Pablo Toro/desengañado, errado/ junto a su banda/ versionaron las canciones del Indio Solari/ y sentí que una frenética vibración me conmovía el sexo/las vísceras/las entrañas./ Sentí el irrefrenable deseo de tomar a una chica de la cintura/ y lanzarla de cabeza contra una mesa/pero en el bar sólo habían hombres/ y pensé en las largas jaranas de Donoso/ y lo que escribía Diego en su artículo/olvidándose que fue Symns el que desenmascaró al viejo/y al menor que se enculaba con todo el cariño/del mundo./ A esas alturas me di cuenta que del bar no se podía salir más/Pablo Toro sudaba a mares/cantaba algo sobre las mujeres más hermosas del mundo/y que no había flor más amarga/ que el rechazo absoluto./Me levanté, me hice un corte en el pecho/ y retiré mi corazón./Lo transformé en una cárcel de oro/en una cárcel diminuta/portátil/para encerrarme en ella y comenzar desde ahí/ a escribir esto que mi lector/mi cómplice amigo/descifra conmigo/codo/ a codo.

3 de septiembre de 2009

Retirada del poema androide

Ya viviendo, allá en la lejanía más tuerta y sucumbida, la cara se me retorció con una estampida -hidráulica- a vapor, veo un chorro lanzado desde la oscuridad por manos mecánicas, dirigidas desde una palanca de hierro, portones grises, callejones hediendo a meados -el escenario perfecto para una kriminalroman- , a la cuarta noche se me destrozó el cielo cayendo sobre mí sus pedazos de cuarzo, pude ver colgando cuerpos ZANJADOS por cicatrices y llamas, hediendo a pus, las flores cruzando de manera oblicua el espacio horizontal, flores con pétalos flamígeros y rayos X danzando en la terrible noche digital, vi bajando mis puños de golpe hacia la tierra, a las zarzas enredándose en las manos de un monarca ciego, que iba clavando sus estacas en forma de cruces generando el patíbulo de alucinaciones con forma de ánimas, númenes, perros con el hocico desencajado y aullando desesperadamente.

Monedas de cambio; la transfiguración del poeta Androide en un mutante castrado, la obliteración de la mugre bajo los párpados del alienígena a semejanza de una implosión originada por un dispositivo ubicado bajo los pliegues de la cavernosa y epidérmica Realidad.


Las funciones de la Realidad, esa rueda dentada y amarilla ensangrentada por vapor y aceite: un blanco invisible que se diluye en las paredes ahuecadas de la mente; un puñado de sangre salpicando una solución ácida expulsada de la boca, un montón de grasa derritiéndose en un horno crematorio, una garra metálica y violeta atravesando como una hoja espasmódica la cara, las sensaciones de un exoesqueleto inservible abandonado en una nave interestelar a la deriva.
No me dirán, ni siquiera bajo los aleros toscos del murmullo, que nadie le disparó al poeta Androide. Nada ni nadie, ni siquiera la galaxia creada bajo las múltiples explosiones en los múltiples mundos paralelos, vamos todos bajo la gran máquina operacional, observando cómo nuestras tuercas crecen como plantas sobre nuestros brazos.

Anoche vi mi porvenir en las estrellas holográficas, pero una vez más aparecieron los guanteletes de hierro fracturándome la quijada y dos vértebras cervicales. Sólo alcancé a leer que una mano me destrozaría parte del cuello y de la cara, y la otra, la que escribe, hundiría su dedos entremedio de la materia poética, ese flácido estómago, del poeta Androide.