22 de junio de 2009

Y yo era su sombra

La religión es el opio del pueblo. Es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el corazón, de un mundo sin corazón. (Karl Marx, Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel)

Quien tiene el arte y la ciencia, tiene la religión. Quien no tiene el arte y la ciencia, que tenga la religión. (Johann Wolfgang von Goethe)

Durante varias semanas revisé la exhaustiva bibliografía de Ananda K. Coomaraswamy. Tuve que recurrir muchas veces al inglés, y otras pocas veces al alemán. Ayudado por un diccionario de terminología crítica, logré descifrar ciertas inquietudes que me exasperaban el juicio. La pretensión de todo academicista es elaborar un manual propio con un lenguaje particular, aprehensible para quién lo redacta. La operación sin embargo, en este terreno se redoblaba en dificultad. Una gran parte del pensamiento presentado por Ananda provenía de fuentes védicas, y en escasas ocasiones, chinas. La labor de retraducirlo en palabras inteligibles me llevó a reformular mis principios. Debajo de mi cuarto, una vieja reproducción norteamericana de una obra teatral alemana, traducida por Anselmus Brax, se repetía en mi cabeza como un mantra: Gewöhlich glaubt der mensch, wenn er hur worte hört, Es müsse sich dabei doch auch was Denken lassen. (Con frecuencia creen los hombres, cuando escuchan sólo varias palabras, que se trata de hondos pensamientos).

La fuerte acumulación de conceptos se sedimentaba con furia en mi cabeza. San Ignacio de Loyola entendió que la purificación del espíritu se encontraba por medio de la mortificación de la carne. La materia, emanación o reflejo de un largo proceso biológico, no es más que una proyección mental emanada de Dios. Por lo tanto yo quería saber qué entendía respecto a esto una religión no teísta, como era el budismo.

Luego de escabrosos meses en que me sumí en una aletargada y estéril búsqueda, decidí ensayar el proyecto de una novela. Pensaba, ingenuamente, que la elaboración de un mundo del cual yo creía conocer bien sus leyes y principios, me entregaría casi como por inercia las respuestas que necesitaba.

Por ese tiempo me confiscaron mis escritos, quemaron mi disco duro, me robaron un par de libros de mi biblioteca. Una mañana desperté en una incómoda postura; me habían amarrado los brazos y las piernas. Pero seguí adelante.

Proseguí con el proyecto de mi novela, que se titularía Las vibraciones de la sombra. Adentro de ella escribí, a la manera de la historiografía, todos los lugares que había visitado, todas las personas que había conocido, todos los libros que había leído, toda la música que había escuchado, todo el cine que había visto.

Janus Maxwell, teórico de la psicomnésis, enseñaba en un detallado tratado la manera de recuperar la memoria perdida. Durante la vigilia, existe un mecanismo dormido que es capaz de activar todo nuestro pasado. Nuestro consciente, que constantemente es empujado a crear una imagen, una figura, un yo, se encarga de apagar ese mecanismo. A mayor personalidad, a mayor afirmación del ego, mayor es el embotamiento psíquico en el que nos encontramos. Este despertar se podía lograr con un entrenamiento poco ortodoxo para nuestra cultura: la meditación. La meditación, olvidarse de uno mismo. Fernando Pessoa, que se movió en círculos esotéricos, promovió discretamente el pensamiento metafísico de la disolución de la unidad en el todo. Escribió en el sugerente poema Há metafísica bastante em não pensar em nada, bajo el heterónimo de Alberto Caeiro: Mas se Deus é as flores e as árvores/ E os montes e sol e o luar, /Então acredito nele, / Então acredito nele a toda a hora, /E a minha vida é toda uma oração e uma missa, /E uma comunhão com os olhos e pelos ouvidos.

Ello me otorgó la clave. Sin embargo, tuve que recurrir a sustancias químicas que casi me destrozaron el cerebro. La droga, de cuyo nombre no debo acordarme, me hizo recordar en un aluvión de imágenes toda mi vida, como si fuera una enorme flor salpicando pétalos de carne, girando a la velocidad de la luz. Tras cada sesión, que en tiempo real debía durar tan sólo unos minutos (y en tiempo mental se extendía por meses) debía ser sujetado firmemente de los brazos por mi maestro Eneda Karusotka. Me golpeaba con una vara de roble en el cuerpo y luego, con ayuda de sus discípulos, me sumergían la cara en una enorme vasija de cobre repleta de agua hirviendo. Cuentan que varias veces volví horrorizado, diciendo que era un espíritu del pasado que se había apoderado de mi cuerpo. Ellos entendían que sólo era una perturbación psíquica producida por la inmersión irresponsable en estados anteriores de mi vida, que debieron haber sido olvidados pero que yo recordaba a la fuerza. Encarnaba ficciones o recuerdos o sueños. Por suerte me devolvían a mí mismo, pero me recordaban que yo sólo era la construcción de un mundo ilusorio en permanente cambio.

"Lo que has experimentado, es el producto de la rapidez de tu accionar. Nosotros somos capaces de llegar parcialmente a desvincularnos de la ilusión del yo, pero eso requiere mucha fortaleza espiritual, una comunión completa de todas nuestras células en constante interconexión."
Paralelamente iba anotando todas las impresiones que tenía de estos viajes al interior de mi mente. La novela fue perfeccionándose, pero comenzó a adquirir una envergadura espantosa. Llevaba alrededor de cuatro tomos, de mil páginas cada uno. Yo no sabía muy bien por qué los monjes me ayudaban en mi proceso. Pero poco a poco fui desentrañando una verdad. Ellos me apoyaban a cambio de conseguir una manera de despertar conciencias, de manera más rápida y efectiva. En el mundo existía una jerarquía muy clara. Arriba estaba Buda y debajo de él, el Bodhisattva. Los seres a punto de despertar. Más abajo estábamos todos los mortales encerrados en la cárcel ilusoria del ego. El camino de los iniciados podía ser muy arduo y lento. Buda ya había aparecido en Nepal, porque el combate cósmico pronto se iniciaría. ¿Cuándo? Muy pronto, sentenciaron. El último avatar, el martillo de guerra, la lanza penetrante, el rayo destructor, la furia y la locura, había nacido en el siglo XIX en Austria, y se había llamado Adolf Hitler.

Sentí pánico, náuseas, asco. Lo que pretendía esta secta de fanáticos escapaba a mi entendimiento. Pensé en sacar mi revólver y matarlos a todos, ahí mismo, en el templo. Lo hice. Apunté a mi maestro directo a la cabeza. Jalé el gatillo y cerré los ojos. Pero no pasó nada. Ante mi sorpresa, un joven se acercó y abriendo la palma de su mano, cayeron todas las balas al suelo.
"Lo habíamos previsto, podemos mirar un futuro cercano, potencial e hipotético, con un margen escaso de error", dijo mi maestro. A continuación se levantó de la alfombra y se sentó en posición de loto.
Hay muchas cosas que aún debes entender, sentenció con frialdad. Luego se levantó, me tomó de las manos y me abrazó.

20 de junio de 2009

Aelita: mi reina, mi perdido amor

No sé cómo, pero empecé a recibir sus mensajes de forma constante. La primera vez estaba de pie en la Avenida Central, contemplado a un enorme edificio en llamas. Adentro no había gente, pero se escuchaban los gritos, como enganchados por una misteriosa energía que los enlazaba en el fuego. Cuatro psicobomberos hacían lo posible por reducir las llamas, pero el dióxido de carbono dominaba cada vez más toda la cuadra. Ahí fue cuando dijo que me estaba esperando. Me dio unas coordenadas que cotejé rápidamente en mi mapa holográfico. Tomé mi helimóvil y avancé a toda velocidad por la Avenida Roja. Una estatua digital de Lenin me saludaba con el brazo en alto.

El lugar que me indicó era básicamente un edificio con una fachada propia del siglo XXI. Estaba totalmente ruinoso; era muy poco probable que realmente hubiese vida ahí adentro. El edificio estaba emplazado en una zona de desperdicios industriales. La única entrada era una cueva que surgía en medio de la construcción. Ajusté los parámetros de mi vista y pude notar que la cueva-edificio se adentraba muchos kilómetros tierra abajo. En las paredes laterales se abrían una infinidad de puertas; baños públicos, salones dentales, microbares cinematográficos, áreas de copulación, sets prototelevisivos... sin duda había sido un esplendoroso hotel en el pasado. Ahora todo estaba cubierto de musgo y era muy probable que adentro habitaran semihumanos, macroorganismos parasitarios y quizás hasta tribus de neocapitalistas antropófagos, expulsados hace más de tres decenios de nuestro sistema. Me llegó con fuerzas un nuevo mensaje:
"Estoy acá. Puedo escribirte todo lo que quieras. Sé que me has buscado durante años. Mi hermano administraba este local. Al comienzo todo excelente. Luego llegaron los malos manejos. Gente poderosa. Que decía poseer capacidades mentales para controlar la mente de la gente. Mafiosos. Neoístas. Ellos generaban traumas al inconsciente colectivo y desde ahí podían ejercer el control total. ¿Fueron eliminados? Me queda muy poco. No puedo seguir hablándote. Apúrate."

Su retorcido mensaje me provocó un fuerte dolor de cabeza. Los neoístas habían vivido entre el siglo XX y las postrimerías del XXI. Pero ahora eran una pieza más del museo de la infamia. Nuestro partido había barrido contra todo esos mugrosos hace tanto tiempo. Estaba realmente confundido. Además, sin armamento pesado no me atrevería a entrar a la caverna-edificio. Si llamaba a algunos de la Central, lo echaría todo al traste. Yo la necesitaba a ella, años sin saber de su paradero, y ahora exponerla a que otros la viesen, eso nunca. Tenía que ser ella quien estaba ahí; no tenía el talento como para hacer simulacros temporales y mandarme mensajes telepáticos desde zonas falsas. Tenía que estar adentro. Sin embargo no sabía quién era, aunque me parecía haberla conocido.
----
La mayoría de lo que ocurrió adentro de la caverna es secundario. Pasaron cerca de cinco años. Podía alimentarme de mi entorno gracias a las disciplinas que el comunismo zen me había entregado. Las cavernas húmedas me acogieron como generosas madres, y mis huesos se acoplaron en el mineral para terminar fusionado con el ambiente en una sola entidad. Por esos años me olvidé de quién era yo mismo. Alguien, que habitaba dentro de mi cuerpo, seguía recibiendo los agónicos mensajes. Mencionaba algo sobre la verdad, la luz, un arma poderosa... un discurso que me era incoherente. Seguía avanzando a cuestas (aunque para no aturdir al lector, yo no era el yo que comenzaba en esta historia; que no se extrañe por el cambio de narrador que viene a continuación), pero de manera segura avanzaba. Reptando como una serpiente, sosteniendo sus manos con fuerza a las rocas, ya había olvidado el mensaje original, pero sabía que dentro de sí, un pequeño fragmento anhelaba con toda su energía llegar hasta ella. Había recorrido todo el complejo, por lo menos unas doscientas veces. Había elaborado un detallado mapa que era capaz de distinguir temperaturas, accidentes topográficos, rasgaduras en las paredes, densidad vegetal estacional, y una serie de variables demasiado largas de nombrar.
Pero un mínimo detalle había pasado por alto: una hendidura en una pared de lo que había sido un consultorio psiquiátrico (lo adivinaba por su disposición espacial) comenzó a abrirse de a poco. No tuvo mucho esfuerzo que hacer: de un puñetazo abrió la grieta y descubrió un cuarto escondido, de no más de diez metros cuadrados. Al fondo una computadora parpeadaba y respiraba con fatiga. Le arrancó las telas de araña, y rasgándose un pedazo de tela de su traje, limpió con cuidado la pantalla y los circuitos semi-expuestos. La computadora le agradeció que la haya descubierto: "Pero ahora me queda tan poca batería. No más de diez minutos. Así es que escucha bien lo que te voy a decir". Me senté y escuché con atención.
"En uno de todos los pasados posibles, tú eras un joven que intentó cortejarme durante años. Yo no podía, siempre sentí una especie de repulsión hacia a tí. No me gustaba la forma en que pensabas, tu inútil acumulación de comentarios, tu caótica visión de la realidad. Quizás tenías un brillo que me cegaba con violencia. Preferí escoger un hombre más sencillo. Alguien ni tan estúpido, ni tan inteligente como tú. Como hacemos las mujeres. Alguien que no sea muy superior a nosotras, para que nuestro ego se mantenga estable, ya sabes. Así nos educaron. No es nuestra culpa. Pasaron los años. Se desarrolló el Internet. Comenzaste a perseguirme. Hackeaste mi correo, accediste a mi información más privada: tarjetas de créditos, diario de vida, red de contactos, habilidades de seducción, fotos íntimas, etc. Por ese tiempo aún no se disolvía para siempre el concepto de propiedad. Lo que hacías era ilegal. Pero llegó una nueva era, y la res privata desapareció. Pusiste mis datos más elementales, ciertas observaciones que habías hecho sobre mí, y el software hizo lo demás. Después te moriste. Me importó una mierda. Quizás sentí algo de pena, pero ya hace más de treinta años que habías salido de mi vida. Luego me morí. En uno de esos pasados posibles, todo habría sido distinto. Pero nos tocó este presente potencial, y no nos queda otra que terminar de una vez lo que tú empezaste."
Comprendía bien la situación. Debía tratarse de un extraño caso de reencarnación, algo que los científicos todavía no comprobaban del todo. Él había vivido unos tres siglos atrás y la había conocido en su forma humana. Pero ella, cuando murió, en vez de pasar a otro universo paralelo, su alma fue retenida por la máquina. Entonces sintió el amor. Recordó. Largos atardeceres. Un rostro inexpresivo. Una cara pálida. Unos ojos con forma de almendra. Una gran estatura. Un cuello largo. Una nariz aguileña. Un mentón largo y puntudo. Un joven de quince años recostado contra la espalda de otra joven, sobre la hierba. Su pelo largo. El aroma. Luego venía la confusión, el rechazo. La más abierta, dolorosa y cruel indeferencia...
Sacó de su bolsillo su manual digital y leyó en la sección A1, sobre mujeres: Las pérfidas traicioneras destruían el ego. Pero las indiferentes, eliminadas del sistema por razones de superviviencia, sublimaban la pulsión hasta hacerla extallar en una catarata de imaginería visual y pirotécnia. Todo esto dentro de la mente del sujeto expuesto a ellas. Eran, las principales causantes del arte, no había que olvidarlo. Por ende, decidimos que siguieran viviendo las sumisas y las pérfidas, que permitían el último fin de la raza humana: la supervivencia y la mutación. El arte fue eliminado, por considerarse intrascendente para esos propósitos.
Estaba todo más claro. Supo qué hacer. Sacó una afilada piedra y se rasgó el abdomen. Luego de que salieron los primeros litros de sangre, se retiró con fuerza los intestinos y los enrolló alrededor del envase que almacenaba a la computadora. Encajó con fuerzas su cabeza en el monitor. Salieron chispas. Los ojos se le derritieron de forma acuosa, dejando un hilillo pegoteado sobre el teclado. Finalmente, colocó sus dos extremidades superiores en el cargador de batería, y puso sus manos en una postura búdica, provocando un estruendoso cortocircuito que atronó en toda la cuadra, muchos metros más arriba, en la superficie.

A cien kilómetros a la redonda, se perdieron las últimas señales de vida.

10 de junio de 2009

Encerrado

Bajamos por la larga terraza, amanecía, y las gaviotas se iban entrecruzando muy por encima de nosotros, atravesando el muelle en un vuelo fantasmagórico. Nos detuvimos un momento. Mirábamos al oleaje arreciado por un barco de bandera japonesa. Entramos a un bar. Ahí pronunciaste por primera vez en mucho tiempo el nombre del poeta, el compañero de borracheras interminables. Mientras nos servían la cerveza negra en la barra y prendíamos los cigarrillos, lo evocabas de manera harto cinematográfica, casi como voz en off:
«El poeta... pensar que empezó como un cuentista pero antes de sus 18 argumentó que el cuento no llegaba a ahondar en la cosa, no penetraba en la superficie de la realidad. Dejó su senda de narrador y se hizo poeta. Comenzó a escribir sus primeros poemas a sus amigas, a las que solían rechazarlo ya sea por su insistencia incontinente en besarlas, o por su apariencia descuidada, como la de un oficinista salido de un incendio.»

Reíamos, entrechocábamos las copas por la salud del poeta, recordamos las veces en que acusaba a los narradores de hipócritas, de mercenarios al servicio del telón alzado, de un compromiso que distaba a kilómetros con la sinceridad del poeta, al servicio de la nada, de la palabra; el poeta como montañista perdido en la nieve, buscando desesperadamente en el aluvión las últimas huellas de los hombres.
El poeta solía fabricar imágenes para todo, para el primer beso a la novia, para los clásicos del fútbol, para el boxeo y las peleas de peso mosca, para los coches fúnebres que atravesaban el cementerio con el ataúd, para todo. El poeta personificaba en su ser mismo un alud de imágenes, como olas batientes que lo hacían ir y venir en música zigzagueante, en una zamba barriobajera, aullada por esclavos descalzos a la orilla de un mar radioactivo.
«La primera vez que supe de él fue cuando se reintegró a la universidad después de su enfermedad. Habían pasado cuatro años desde que congeló y desapareció sin dejar estela. Cuando volvió se veía mucho mejor, más recuperado, con un saco contundente de experiencias a sus espaldas. Nos contó de su alumbramiento que tuvo con Pessoa en su viaje a Portugal. De hecho, lo primero que hizo cuando llegó a la universidad, fue empapelar de poesía las paredes; el poeta es un fingidor, y desplegaba sus enormes papeletas en las paredes que borraban los anuncios de las asambleas de carrera y los manifiestos neoístas.»

Apurábamos la cerveza y corrían hilillos de nostalgia por nuestros labios, pero brindábamos por el poeta, y salíamos triunfantes del bar. Acto seguido tomábamos algún callejón y dejábamos perdernos en las callejuelas del muelle. Mirábamos las vitrinas, y yo recordaba silencioso el odio del poeta por las vitrinas. Su entretención de pendejo alucinado: aventar piedras contra éstas, y echar a correr despavoridamente, provocándose a sí mismo el miedo, como una forma de doblarle la mano a su abatimiento. Porque el poeta iba en alto y bajo, a veces presa del éxtasis, a veces presa del desasosiego. Al poeta le habían diagnosticado esquizofrenia, y su vida y sus versos eran la subida a una montaña rusa sangrienta.

Siempre me he preguntado qué clase de habilidad tiene un humano para poder cruzar los inciertos callejones de la poesía, y eso mismo preguntaba en voz alta mientras cruzábamos los barrios miserables, barrios con borrachos febriles endosados a sus calles, cantinelas que se transformaban en monólogos eternos o simplemente en balbuceos pusilánimes, toda esa fauna estaba tatuada con una resaca mortal que empalidecía sus rostros y tiznaba con el tinto sus labios. Niños venían a mendigar y les dábamos algunas monedas para que nos dejaran tranquilos. «Qué es lo que empuja a una persona ser poeta... hacerse poeta» repetía en voz alta para que mis amigos me escucharan, y ellos decían que no lo sabían, pero recordaba la voz lenta y acompasada del poeta: «Un buen poema es capaz de transformarse en edicto para quién lo lee». Y yo me quedaba tieso, parado como idiota en la calle que bajaba y descendía interminablemente en estrechos pasillos que conducían a una vista multiforme del puerto.
Alberto Caiero era su heterónimo favorito de Pessoa: decía que ser poeta no era una ambición suya, sino una manera de estar solo. Palabras que me empujaban a que tomará otra bifurcación del camino y esta vez siguiera solo mi recorrido. Pero no lo hice, y seguimos bajando juntos por la interminable avenida, que ahora se llenaba de griteríos provenientes de un corro agrupado en un bar, animando seguramente una pelea de box emitida por televisión. Llegamos a una pequeña plaza sucia. Un olor a maní confitado que salía de un carrito cercano nos hizo detenernos y nos sentamos. Le compramos unos conitos al viejo y empezamos a comer. Mira esas piernas, me dijo uno de mis amigo a la par que apuntaba hacia la acera de enfrente. Una muchachita muy blanca, calzada con sandalias, vistiendo una falda cortísima y luciendo un par de senos descomunales, iba caminando de la mano con un fantoche que al parecer era su novio. Nos abstuvimos de elogiarla a gritos, porque vimos en esas raras horas que produce la luz de la madrugada, un cuchillo brillando feroz en el pantalón del individuo. Prendí un cigarrillo y lancé unos perezosos anillos de humo de mi boca. Comentamos el detalle del arma, y cada uno elaboró su propia tesis, o mejor dicho, un pequeño relato de por qué iban así, caminando como a destiempo. De haber estado el poeta le habríamos pedido que deliberara a favor del delirio que le parecía más verosímil. De nuestras improvisaciones, el ganador tendría un premio especial: lo dejaríamos durante un día completo con la Sierva, para que hiciera lo que quisiera con ella, un detalle no menor, pues aún eran muy pocas las mujeres que se adherían a nosotros. A nuestra causa.
Cuando terminamos las historias, uno de mis amigos estaba reconcentrado, dando la impresión de que no había puesto ni la mínima atención y que el resto habíamos estado hablando sólo para nosotros mismos, nunca para él. Pero de pronto se incorporó y nos dijo que ya conocía todas las historia posibles pero quedaban otras que sólo el poeta desentrañaría; Nosotros decíamos las más fútiles, él, el poeta, habría hecho un relato repleto de detalles tan penosos y patéticos que de sólo ser enunciados agregarían otros matices a las narraciones que no habíamos inventado, y llegado a tal punto, las historias posibles se transformarían de tal modo, que las nuestras, nuestras versiones de la historia central, de la mujer con su compañero y el cuchillo, pasarían a ser un simple apéndice, un vulgar folletín que no alcanzaría a transmitir toda la sórdida música de un secuestro que se iría a realizar, y que aquellos dos que iban caminando por ahí, tendrían un eje central en su ingente materialización narrativa.
El poeta tenía esa capacidad para adelantarse a los hechos, por eso lo necesitábamos con nosotros, teníamos que recuperarlo a como fuera lugar.
El mote de poeta, se entenderá, no tiene relación alguna con una persona que escribe poesía. Hablábamos en clave. El poeta, para nosotros, era un clarividente con habilidades psíquicas, capaz de desentrañar lo que iba a ocurrir dentro de la media hora siguiente. Una habilidad que si se piensa bien, en ciertos momentos claves son capitales. Él servía para ir modificando el presente; era la llave que era capaz de abrir todas las posibilidades, era nuestro agente especial que abría los caminos necesarios y cerraba los inoportunos. Guiarlo costaba un poco. Como su mente estaba escindida, siempre vivía media hora más adelante, por lo cual era muy difícil seguir una conversación coherente con él. La otra parte, la que vivía en el presente, era muy irritable. No podía relacionar bien que él tuviera esa habilidad y nosotros no. Le costaba dar a entenderse. Sufría terribles migrañas.
Mi amigo me dejó absorto cuando habló del actual paradero del poeta, y yo sin querer indagar más, cortésmente guardé silencio para ver si finalmente me revelaba los detalles ocultos, los fragmentos perdidos que ansiaba ver y analizar para así hacerme una idea, una construcción mental más acabada del pequeño pero grandioso poeta, a quien por cierto jamás había visto en mi vida. Sólo lo conocía de oídas.
Pero la espera me congeló todo el cuerpo, y tras minutos de impostura, les dije que mejor avanzáramos, que teníamos que llegar pronto, antes de que se escucharan las primeras campanadas de las iglesias, porque de lo contrario no podríamos entrar y nuestro jefe nos reprendería de una manera brutal. Tienes razón, apuremos, acotó uno, sin aportar ya más al cansancio y al silencio que se nos iba apoderando en el pecho, en las manos y en los pies cada vez más entumecidos. Sentí un gargajo revoloteando en mi garganta. Escupí sobre un tronco tirado en una esquina.

Íbamos dejando atrás el ruido de los buses, el entrecortado ruido urbano. Las avenidas comenzaban a ensancharse hacia los bordes laterales del muelle, el mar resplandecía en su rápido oleaje, y las embarcaciones mercantiles dejaban atrás sus vibraciones en el agua. Aparecía ante nosotros un gran parque despoblado, y tras subir anchos escalones de piedra lo dejamos atrás con todo su verdor de fresnos. Ahora caminábamos por una pequeña senda de pastelones, cuando de pronto divisamos en ese frío día de cielo despejado y de recuerdos, el portón metálico del edificio blanco que aparecía tímidamente ante nosotros. Atravesamos las puertas y nos acomodamos nuestras ropas, con esa pulcritud que se tiene cuando uno sale por primera vez con la novia. Acto seguido se nos acercó una enfermera no tan vieja, pero con una frente cubierta de arrugas, lo que le otorgaba una especie de dureza y madurez impropia para su edad, pues no debía pasar los treinta. Una vez estuvo al lado de nosotros, nos dijo que la siguiéramos hasta la caseta de control. Nos pidió nuestras identificaciones y nos preguntó por el nombre del paciente. Le entregamos información falsa. Luego de eso nos condujo por un patio pequeño y embaldosado, hasta que entramos en la sala de visitas, la cual estaba iluminada por la luz natural que venía desde afuera. Ahí estaba sentado contra la pared, vestido con una cotona blanca, mal peinado, gordo, más melancólico que nosotros quizás, nuestro poeta. Desenfundamos nuestras armas y en segundos se desató el caos.