24 de mayo de 2009

Mauricio Peralta (de la serie, El congreso de literatura fantástica) 12



Había pasado por no sé cuántos manicomios y casas de acogida. Dicen sobre él: que estuvo en la Selva buscando huellas de una civilización perdida más antigua que los chinos. Que organizó safaris clandestinos para capturar animales en peligro de extinción. Que trabajó en películas porno de bajo presupuesto. Que fundó una compañía que diseñaba videojuegos con mensajes y proclamas anarquistas. Que en una semana grabó tres discos, y luego sacó sus obras completas en una editorial cartonera. Que planificó crear a un grupo de zombies para dar un golpe de Estado (que nunca se llevó a cabo). Que tras la máscara del cachacascán El Espinozo Cactus estaba él. Que había sido clonado... el original había vivido en un país llamado Chile, durante el siglo XXI. Que en realidad sus trabajos eran financiados por una institución que quería probar drogas alucinógenas experimentales con artistas. Que el espíritu de P.K. Dick se le aparecía por las noches y hacía un enlace espacio-temporal para contactarlo con San Pablo.
Los hechos derriban la proliferación de estos mitos. En realidad Mauricio Peralta nunca salió de su ciudad natal. Vivió una vida tranquila junto a su madre y su abuela, tomando el té y conversando largas horas en torno a la juventud, que Mauricio trataba en vano de explicarles de qué se trataba a sus convivientes, posiblemente porque ni él mismo sabía qué era eso llamado juventud. Durante un breve tiempo participó de diversos colectivos literarios en Internet, pero finalmente decidió que lo mejor era dedicarse a escribir su obra. Escribió una decena de novelas y cuentos, pero fuera del estrecho círculo literario que lo consideraba un titán dentro de su generación, no recibió el reconocimiento apropiado para su talento, fuera de una traducción ilegal que se hizo en Estados Unidos de su obra: Los puercos chapoteaban en la acera. Todo esto ocurrió hace tanto tiempo, que ya nadie recuerda a este escritor olvidado.
Pero me equivoqué rotundamente.
Toda esta semblanza se me vino a la mente, cuando uno de los conferencistas salió a la palestra con una polera blanca que tenía estampada el rostro de Mauricio, y que con letras rojas aparecía el siguiente lema:Veintiuna noches no son veintiún sueños.

12 de mayo de 2009

Me gusta cuando llueve, porque estoy como ausente (las crónicas que escribiré cuando sea viejo y rabioso)

Siempre cuando se larga a llover, es para mí puro motivo de alegría. La apestosa aridez del verano, y de cualquier clima cálido, ponen a la gente de muy mala facha, vestida con desparpajo y por si fuera poco, las hace putrefactas (por el excesivo calor), como momias recién sacadas del sarcófago. En el invierno, en la lluvia, no pasa así. Es al revés. La gente se viste con elegancia, y artículos como el abrigo y el paraguas dan la impresión de que tomaran su propia razón de ser, fueran un ser en sí mismo; objetos que más allá de lo práctico y lo sensible, te empujan a llevarlos contigo, como si se trataran de verdaderas extensiones naturales del cuerpo.

Hoy miraba mi paraguas, y pensaba también en los anacrónicos bastones. Digo, anacrónicos, porque actualmente sólo los cojos y los ancianos van con uno. La gente prescindió de ellos hace bastante tiempo, calculo que antes de la época hippie, donde todavía se solía andar con sombrero, bastón y levita, por las calles. Pero seguí mirando detenidamente el mango de mi paraguas (que el lector no haga libres asociaciones en este momento crucial de mi relato) y pensaba en lo fabuloso que sería encontrar alguno con estoque oculto, así el paraguas tendría la obvia utilidad más una de añadidura: el de arma punzante. Pero no, para qué. Si en esta época los delincuentes no salen a molestar a la gente. No habría de quién defenderse entonces, y es lógico suponerlo, ya que debido al persistente afán que tienen los criminales para no bañarse, evitan siempre la lluvia. El agua para ellos debe ser una especie de sustancia tóxica, es por eso que se ocultan debajo de la maleza o en sus cuevas subterráneas, como las ratas, esperando que la lluvia cese para poder cometer sus fechorías.
Por eso me recogijo en la lluvia, y aplaudo los días grises que transforman todo en partículas lentas el flujo acelerado de la vida.