20 de octubre de 2008

KANIKAMA


Roberto Anki me dijo que quería ser poeta. Más que escribir poesía y publicar versitos, quería hincarle duramente el diente a la realidad, y extraer como un veneno lacrimógeno, un pequeño sustrato de infrarrealidad transformada en poesía. Por aquel entonces Anki tenía 15 años, pero por su baja estatura cualquiera diría que no pasaba de un niñito de 10. Creo que partió a México por una temporada y se alistó en el taller de Leonardo Luciérnaga-Alejo. No estoy seguro de este dato, me parece haberlo leído en una revista under, de esas fotocopiadas en papel roneo y corcheteada a mano. Me parece que ahí apareció su primer poema, titulado La batalla del gato contra la centolla. Se trataba de dos luchadores enmascarados enfrentados en un ring en llamas. El dilema que presentaba el escrito se diluía en constantes reflexiones en torno a cuál de los dos luchadores ganarían. Si ganaba el gato, simbolizaría el triunfo del proletariado, que pudo salir del campo y establecerse en la ciudad. La victoria del gato salvaje transformado en un gato de chalet, correctamente capado y bien alimentado. Si ganaba la centolla, el triunfo sería de la revolución industrial. El crustáceo feliz y paseante por el mar Mediterráneo mutado a producto congelado y enlatado, listo para su distribución a nivel mundial. Años más tarde, invité a Anki a un restorán de sushi. No llevábamos más de quince minutos degustando las exquisitas piezas orientales, cuando la cara de Anki enrojeció y sus brazos se llenaron de ronchas. Partió corriendo al baño. Como tardaba mucho, fui a ver qué le había pasado. Pero ni rastros de él. Sólo había una pequeña centolla en el lavamanos. La tomé con cuidado de una pata, tratando de no herirme con las espinas, y lanzándola con fuerzas al suelo la rematé de un pisotón. Hasta el día de hoy, nunca más supe de Roberto Anki.

9 de octubre de 2008

Círcular Nº4



Hace un tiempo pensé en escribir un poemario. Tendría un título y varios poemas que tratarían de una u otra forma la mecanización del hombre. En la portada iría un dibujo de un androide en posición del loto. Cada poema estaría planeado como la estampa de una ciudad vacía. Una plazoleta desierta, un café con las luces apagadas, un conjunto de edificios demolidos, un museo en ruinas, una compañía de bomberos en llamas. Los poemas simularían la obra de una máquina de escribir poemas. Una máquina rodante que por medio de fotografías y una vasta, pero finita, combinatoria, lograría captar cada segundo de la ciudad abandonada y transformar estos segundos en poemas. El recorrido de la máquina rodante terminaría ante un escaparate con libros agujereados. Todos, con una gran O en el medio. Meses más tarde, hojeando en un libro sobre tankas y haikus, me enteré de un monje japonés analfabeto, que antes de expirar, había escrito un círculo como poema de despedida. Al comparar ese agujero con el de mis hipotéticos libros, me di cuenta que eran idénticos; el proyecto estaba acabado. No tenía para qué escribirlo, pues seguía en mi cabeza y con eso bastaba. Desde el otro lado, todo me parecía perfecto, acabado, bello. Cerré mi cuaderno de apuntes y cuando me dormí, el agujero todavía estaba ahí.

2 de octubre de 2008

Palimpsesto sexto


Escribo, borro, reescribo,
borro otra vez, y entonces
florece una amapola.

Hokushi, 1718, poco antes de expirar.


Voy tachando las palabras a medida que emanan de mi mano. Trato de formar frases, pequeñas construcciones que conduzcan a alguna parte todo el cúmulo de ideas que se me agolpan en la cabeza. Trato de proceder de manera chapucera: me invento una pequeña trama, un lugar, una luz enrarecida que va a dar en algún objeto. Partir en cada línea de cero. Siempre improvisando. Sin saber si lo que vendrá después de la siguiente línea tendrá coherencia con la anterior. Las malditas leyes de la coherencia. Si esto fuera un ejercicio audiovisual, si tuviera una cámara al hombro, la labor del montaje sería titánica. O sencillísima. Tontamente dadá. A veces me imagino que voy a visitar un geriátrico de intelectuales retirados. En esos delirios veo a Monsieur M, apoyándose penosamente en su bastón, y a Mister P, afanoso en su moderna silla de ruedas. Parten charlando sobre el clima, la estación del año, la temperatura del momento. Terminan siempre hablando de lo primigenio: uno, de los fósiles, de los minerales, de la corteza terrestre; el otro, del origen de la novela moderna, de la invención del cuento, de los griegos, de los chinos. Finalmente terminan trabados en el asunto del lenguaje. ¿Se empalabra la realidad para inventarla, o la realidad viene creada de antemano y sólo tratamos de crearla? Ebrio, trato de seguirlos, cuando alguien a mi lado me susurra: “la geología es una cuestión que termina finalmente enguantándose a la explotación de los recursos. Es un problema del capitalismo, saber que finalmente beneficiaremos de algún modo a algún magnate o sociedad anónimaaa”. No lo puedo seguir bien, sus ideas se me desparraman, el entendimiento se me atrofia. Me reclino en el asiento, y dejo que el esqueleto sin rostro llene mi copa con vino. Brindamos, en silencio. Seguimos tomando. No sé cuánto tiempo llevamos así, pero en un momento, no sé por qué muy bien, vamos caminando por la calle. Me cuenta que justo en el punto que vamos pasando, lo asaltaron hace un tiempo atrás. De madrugada, eran dos cogoteros. Iba con un amigo. Me hace el gesto, la performance, la mímica, de alguien que lo ataca por detrás con un cuchillo. ¿Y qué hiciste?, le pregunto. Arranco a toda velocidad, me explica. ¿Y el amigo? Es abandonado totalmente a su suerte. Yo le increpo al esqueleto sin rostro (con mucho cinismo) su cobardía, aludiendo que él, como karateka, debió haberle hecho frente a los delincuentes. Al borde de la imbecilidad total, lo agarro de las costillas, y le digo que su maldita defensa personal es una defensa egoísta y amariconada, que mejor se meta a atletismo para correr más rápido que los flaites, que karateka que arranca sirve para otro torneo, que no es cinturón negro si no floreado, etc. Así vamos, a tumbos, avanzando por la Avenida Negra, hasta llegar a una pequeña plaza. La ciudad no existe, por eso la inventamos, me corrijo a mí mismo. Un grupo de niños sentados en círculo juegan con una máquina virtual que desconozco. Llevan cascos y mandos de control en sus brazos. El esqueleto sin rostro me dice que en sus tiempos los niños eran distintos, sólo jugaban con tierra y agua. Tampoco comían lo mismo, pero ese es otro asunto. Finaliza su corta exposición. Si esto fuera un escrito, le contesto, te borraría pero no tus frases; se las asignaría a un interlocutor de carne además de huesos. El esqueleto sin rostro se detiene, me mira, y sentencia: esta es la sexta vez que escribes sobre esto mismo, las ligeras variaciones siempre se han detenido en mi persona. Primero fui un pirata espacial. Luego encarné a una anoréxica con unos suculentos implantes mamarios. A continuación era un clon tuyo, pero la historia no funcionaba muy bien porque siempre terminaba en un duelo de espadas. Hubo otro par que ya no recuerdo, pero la última encarnación era en un sujeto que respondía al nombre de Antonio Díaz, pero acababa perdido en la Biblioteca Nacional, sin reconocer a nadie, ni a él mismo cuando se miraba en el espejo. ¿Cómo puedes recordar cosas que ni el autor recuerda? Inquirí. Eso te lo explicaré en otro manuscrito, que aún estás por elaborar, sentenció.
(Fragmento encontrado en un montón de papeles apilados en una mesa)