26 de septiembre de 2008

Nuclear sí....


Llevábamos no sé cuánto tiempo metidos ahí adentro, brevemente iluminados con unos miserables rayos de luz que se colaban por algunas rendijas y por los agujeros de los cañones. La situación era crítica; los zombies se habían tomado toda la ciudad y hace un año, exactamente un año, que no teníamos contacto con el exterior. Las provisiones escaseaban, pero la comandante Barbaroshka me dijo que hoy comeríamos caviar y destaparíamos una de champán. Quise reprocharle su falta de respeto ante la delicada situación, pero ella, apuntando al calendario, me dijo que hoy sería la excepción. Brindemos, me dijo, con su cara recortada por la sombra.

21 de septiembre de 2008

EPÍLOGO A UNA NOVELA INACABADA

He terminado mi trabajo, o al menos pienso que lo he terminado. Me sentía asqueado y encerrado en la ciudad, necesitaba salir, por lo cual me dirigí en la noche al terminal de buses. Llovía. Antes de tomar mi bus vi a una pareja besándose, sonreí. Las figuras, recortadas por la penumbra del concreto parecían escarchadas, congeladas, emborronadas con tinta. Una vez arriba del bus, encendí la luz de mi asiento y saqué la novela que llevaba en mi maleta. Pero no tenía ganas de leer. Tenía la impresión de ser el único pasajero a bordo, pero fue sólo una impresión. Era yo el que se sentía solo. Cuando desperté vi las primeras luces del muelle, me desperecé, cogí mi maleta y pedí que me dejaran en la Avenida Central. No llovía, pero una espesa neblina recubría las calles. Caminé por horas hasta que llegué al muelle. Me topé con un par de borrachos zigzagueantes en mi trayecto. Pero daba lo mismo, tenía al oscuro mar ahí encima, escuchaba en silencio el golpetear de las olas, sintiendo como la brisa penetraba mis poros. Estuve largo rato, con las manos congeladas, mirando las embarcaciones nocturnas. Qué ganas de viajar, pensé. Dicen que cuando uno termina un largo proyecto, se siente una sensación de vacío, algo así como mareo acompañado de vahídos intermitentes, pero yo no sentía nada. Me sentía a un paso de la liberación, como si los grilletes que por tanto tiempo arrastré ahora sólo me quedase una última cadena sujeta en mi tobillo.
¿Qué vendría después? ¿Podría embarcarme en un nuevo viaje sin regreso? Pensé; si todo lo que he vivido hasta ahora es una evocación de un sueño, si mis recuerdos son moldeados ineludiblemente por mi presente, por mi aquí y ahora, podré cobijarme hasta la muerte con la idea de un futuro que nunca llegará, y sentarme a esperarlo desde alguna embarcación, sabiendo que nunca lo tendré enfrente de mí. Pero si mi pasado y mi presente y mi futuro son una maraña que se desenvuelven en las sombras, y todo está entremezclado, y no existe línea recta, podré liberarme con esa idea consoladora en este mismo momento, y podré afirmar que los viajes no tienen ni comienzo ni fin, son sólo un continuum a través de las aguas del tiempo.

De pronto vi a un perro negro a mi lado, le acaricié el lomo. Ahora tendría que despedirme pues. Tras comprobar que estaba totalmente solo con el perro negro, retiré la novela de mi maleta, la metí en mi bolsillo y dejé el resto del contenido adentro. Estuve unos minutos, dubitativo, sentado con la maleta entre mis piernas, pero de pronto todo estaba claro. La levanté con mi mano derecha, no pesaba más de tres kilos, y con un fuerte aventón fue a dar directo a las aguas. Esperé. Cuando escuché el chapoteo me sentí aliviado. Di media vuelta y me retiré.