14 de noviembre de 2007

Teoría del suicidio



Primero, la libido aumento en primavera por causas atribuidas a las hermosas piernas y bustos que se pasean agitantes entre la multitud, tan descueradas para el solitario, que no hacen estas carnes más que aglutinar ideas homicidas en la soledad del solterón.


Segundo, el hombre se cuelga de una viga en la tarde, pasadas las cuatro , cuando se está totalmente lúcido, con el estómago descansado y lleno, con la mente despejada.


Tercero, son más los hombres apasionados que las mujeres apasionadas que se suicidan, las estadísticias así lo avalan.


Cuarto, hasta el más cristiano de los cristianos debería sacar de su sotana el revólver, para que el enfermo terminal termine de una vez con la agonía.


Quinto, las putas leyes siempre se cuelan en ese hervidero de la moral. ¿Es ética la eutanasia? ¿Es la vida un derecho o un deber?

Sexto, Schopenhauer decía que los hombres más enamorados y optimistas se mataban, claro, querían tanto que la vida fuera mejor, y al ver que la vida no es más que un valle de lágrimas, se terminaban matando.

Séptimo, no hay que perder el tiempo con antidepresivos y visitas al psicólogo y su variante perversa, el psicoanalista. Esos pueden estar meses tratando de reconstruir tu ego, mientras van vaciando rápidamente tu bolsillo. Te meten el dedo por el culo sin que te des cuenta-

¿Entonces?

Octavo, ser pesimistas y mantenerse estoicos ante la nada, o ante la infinita cadena de acciones y reacciones. Decirlo es fácil, hacerlo requiere una vida de hachazos en la cabeza.

Noveno, por último, como decía Kant, el suicidio más ejemplar es el que se usa como medio, no como fin. Pienso en Allende en la Moneda, pienso en los samuráis haciéndose colectivamente el ritual del sepukku, pienso en los kamikazes y en los infantes chilenos de la Guerra del Pacífico tomándose el Morro de Arica. La pregunta, ¿estos son unos tontos o unos valientes?

1 de noviembre de 2007

Pedacitos de intemperancia (14 de febrero)

1. Cierto día quise escribir una historia. Entonces me senté en mi mesa de trabajo y me puse manos a la obra. Quería escribir una historia sencilla, un poco extraña, una historia que fuera en color ocre y que fuera como tomarse una taza de café en una playa solitaria. ¿Se puede escribir en colores? Me preguntó ella, sí, le respondí, además estará escrita en tercera persona pero con diálogos enrevesados, como pedacitos de olas golpeteando en las orillas del texto. ¿Y a quién se la vas a regalar? Eso no te puedo responder ahora, aún no termino mi historia.

2. La primera vez que la vio se encontraba en una plaza transversal, y lo primero que pudo distinguir de ella fue un montón de anillos como garras plateadas. Parecían las manos de una arpía, unas garras de tigre, preparadas para rasgar la carne y los telares que descansaban sobre todas las cosas del mundo. Con el tiempo descubrió que detrás del montón de maquillaje, al estilo dark, se encontraba una mujer frágil, llena de complejos, insegura, cobarde, estéril; defectos que se compensaban enormemente por su inteligencia y su rareza. No era hermosa, podía afirmar con total seguridad. Pero era terriblemente bella.

3. La primera vez que dibujó su retrato, se imaginó que detrás de sus pequeñas orejitas existían unos pequeños chips que le servían para poder existir. Era un androide, pensó, programada para esquivar cuchillos y palabras hirientes. No podía ser humana. Porque aberraba el sexo. Era una máquina de matar, una mujer que había suplantado a la verdadera chica que alguna vez fue. Ella no era ella, pero lo parecía.

4. A veces creo que nunca terminaré esta historia, ¿qué dices amor? No, no quiero historias cursis, para nada. Preferiría escribir un guión para teleseries o una novela rosa.

5- Cierta vez, comenzaron a hablar de sexo. Él juzgó que tenía unas ideas muy anticuadas, medio machistas, sobre el cortejo locuaz y rítmico del amor: el juego más antiguo del mundo, donde un par de piezas contrahechas se ensamblaban. Pura mecánica humana. No le calzaba en la cabeza que una chiquilla atea, ácida y dura, pudiese tener ideas tan medievales sobre la sexualidad humana. Qué carajo... podía serlo todo, menos ingenua.

6. Ella vivía cerca del cementerio. A veces la veía entretenerse entre las tumbas, dibujando con su mano alzada trazos invisibles y jirones de nubes en el cielo. Cada vez que veía alguna lápida extraña, ya sea por el nombre del finado, por los materiales con que estaba hecha, o por alguna suntuosidad fuera de la común, se sentaba y se ponía a susurrar, juntando sus manitos, como diciéndole un secreto al aire, a un hombre imaginario quizás. ¿Qué cosas dices tan en silencio? Le preguntaba yo. Tchh... son cosas de muertos, tú estás vivo. No te incumbe. Sigue con tu historia mejor.

7. Pero tú estás viva, respiras, yo no veo fantasmas, no te hagas la graciosa. Además las ánimas se lamentan, no hablan. Y ella, levantándose de la lápida y mirándome cara a cara me dijo: ¿darías tu vida porque yo estoy viva? No me jodas más. Vete.

8. Él acostumbraba a pasear por el malecón durante las mañanas. A esas horas veía a un par de hombres pescando y algunos deportistas trotando sobre la arena. Las condiciones solían repetirse siempre en el paisaje; sólo variaba la luz y algunos detalles imperceptibles para el ojo humano. Prendía un cigarrillo, y apoyado contra un árbol miraba hacia los cerros, de espaldas al mar. Las columnas y las escaleras se entrelazaban entremedio de plazas y parques que se dejaban ver por las sinuosidades del camino. Muchas veces vio a señoritas muy lindas trotando y deteniéndose. Cada vez que atinaba a dirigirles la palabra, preguntar por la hora, por el día, por una dirección, sentía un peso sobre sus hombros, como un ancla que tiraba de él con fuerzas. Era demasiado tímido como para abordar a una desconocida. A lo lejos se oía el golpeteo de las olas y de la brisa marina acompañando al mar. Una música para ciertos oídos, pensó el paseante.

9. ¿Tú crees en el lenguaje? No, creo en muchas cosas, como por ejemplo en la cantidad de huesos apilados en una fosa común, en un catarro, en el matrimonio, o en el precio del dólar. ¿Y por qué te gusta escribir cosas? Para ordenar mi cabeza, para matar el rato. Para sentirme menos muerta. Ya, vete, me aburriste.

10. Cierto día llegó hasta la puerta de su casa, previamente haber traspasado el cementerio, y le llevó un montón de papeles desordenados y de libros. Eran regalos, aunque todo parecía un sueño, un sueño raro. Cuando ella le preguntó que porque le pasaba tantas cosas, él le respondió que ahí estaba todo lo que pensaba sobre ella ¿y qué es?¿Se puede saber? Entonces él sacó debajo de su manga un sobre blanco. Mira la carta. Léela, escúchala. Adiós.

11. Ese él era yo, pero trasvasijado en una historia incomprensible.

12. Esa ella, era Ella, que palpitaba bajo mi sombra, con ganas de ser mi mujer y de abrasarme en su tristeza.

13. Acto seguido, ella abrió el sobre, y sosteniendo la carta con sus dulces manos, la leyó:

14. Quería terminar esta historia con una pequeña revelación, como una carta en blanco e infinita o al menos con el dibujo de una mujer paseando por las dunas de arena con una tacita de café en la mano. Quería una historia sencilla, una vida simple, color cielo, color ocre, color violeta. Verde y azul. Pero es que nunca me salen bien las cosas.